FYI.

This story is over 5 years old.

Identidad

Asistí en Cali a una sesión con un médico gregoriano

Fui a hablar con un médico cuyos métodos son curación mediante algodones, alcohol y sábanas manchadas de sangre.
Foto: Pablo David | VICE Colombia

Mi abuela paterna se llamaba Mercedes, murió de 88 años y adoraba tres imágenes católicas: el Sagrado Corazón de Jesús, la Vírgen del Perpetuo Socorro y el médico venezolano José Gregorio Hernández. En su habitación, mi abuela tenía una figura de esta virgen y un cuadro del Sagrado Corazón. Mientras que en la cocina mantenía erguido un muñeco del médico venezolano alumbrado por una vela blanca y puesto sobre una repisa a modo de altar.

Publicidad

A mi abuela Mercedes nunca le discutí sobre religión o la mafia que es la Iglesia Católica, a pesar de que ella trató de infundirnos —a mí y al resto de sus nietos— la fe ciega en Dios y su santoral. Pero alguna vez, yo de 11 o 12 años, ella me dijo que si un día yo sufría graves dolencias de salud no dudara en encomendar cuerpo y alma al Hermano Gregorio, como sus devotos le dicen al médico venezolano. Creo recordar que asentí, por supuesto abuelita, pero en el fondo creo recordar que no me lo tomé en serio. Ya para ese momento mis papás habían obrado sobre mí con la tiza negra de su ateísmo.


Lea también:

La amada


Pocos años más tarde, quizás yo de 19 o 20, vine a saber algo más sobre el Hermano Gregorio: que había sido un médico de finales del siglo XIX con una clara vocación de servicio por los pobres, que al menos en dos ocasiones estuvo a punto de enclaustrarse para convertirse en sacerdote o monje, que murió en 1919 de 54 años, que en Venezuela, Colombia y otros países andinos le adjudicaban poderes curativos desde el más allá, que no había sido beatificado y aunque algunos lo llamaban San Gregorio, lo correcto era decirle como le decía mi abuela —Hermano Gregorio— porque el Vaticano sí estaba en carrera para treparlo al estatus de santo, pero por ahora solo lo tenían en el rango previo de 'Venerable'. También supe que otros miembros de mi familia le rendían culto hacía décadas.

Me dijo que si un día yo sufría graves dolencias de salud no dudara en encomendar cuerpo y alma al Hermano Gregorio, como sus devotos le dicen al médico venezolano

Publicidad

A Lucila, mi abuela materna, nunca le faltaron velas blancas para alumbrar a este médico. En un rincón de su casa le tenía un altar con lo mínimo que ordena la tradición: la imagen —ya un cuadro, ya un muñeco—, un vaso de agua y una copa de alcohol. El vaso de agua es una cortesía para la sed del Hermano Gregorio. La copa de alcohol es el medio para el medicamento. La historia dice que cuando este espíritu visita a una familia o a una persona de fe convierte el alcohol en un aceite y en el fondo de la copa deja un asiento blanquecino. Cada vez que mi abuela Lucila sentía un dolor recogía aceite de la copa para frotárselo como analgésico. Si llegaba a enfermarse de una gripa severa u otra dolencia cotidiana, extraía el asiento blanquecino, lo diluía en agua y se tragaba ese bebedizo. Lo mismo hacía para curar a sus hijos, es decir, a mis tíos y a mi mamá.

En el poblado donde vivía —un caserío ultramontano distante varias horas de cualquier ciudad— había un hombre que se presentaba como espiritista, el medium capaz de invocar al Hermano Gregorio para que bajara a la Tierra y curara a los enfermos más graves. Mi abuela Lucila consultaba a este señor con alguna frecuencia, pero nunca llegó a someterse a una cirugía espiritual. Estos procedimientos estaban reservados para los enfermos de cáncer y cosas así de fatales. Si alguien quería hacerse operar del Hermano Gregorio, el espiritista iba hasta la casa, le ordenaba enfundarse en una batola blanca y poner la habitación íntegra de blanco —paredes, cortinas, cama—. Pedía una bandeja metálica con alcohol, gasa y escalpelo. Pedía que lo dejaran a solas con el paciente. Lo que ocurría a continuación nadie lo podía atestiguar, pero se decía que el espíritu del Hermano Gregorio entraba a la habitación y operaba al paciente. Luego, corría la voz de que en las sábanas quedaban rastros de sangre, pero que a la persona no se le veía ninguna herida. Terror puro.

Publicidad

Historias del mismo cuño escuché hace poco en Cali. Un carpintero me contó que cuando era niño su mamá lo llevaba a donde una bruja para que lo protegiera de males y enfermedades. La bruja le decía "salud o suerte" y le hacía poner la mano derecha sobre un vaso de cristal con agua. Si optaba por salud, la bruja invocaba al espíritu del médico venezolano. "Puede que usted no crea en estas cosas —me advirtió el carpintero—, pero a mí el Hermano Gregorio me curó varias veces". Más tarde, en un ancianato, me enteré de que una viejita muy creyente había resistido varias crisis de salud. Cada vez que la sacaban en ambulancia para Urgencias, la gente decía que ahora sí se iba a morir. Y resulta que no. Cuando la viejita volvía en sí, le decía a las asistentes del ancianato que el Hermano Gregorio la mantenía con vida. Luego, un señor de edad me habló sobre una mujer a quien conoció cuarenta años atrás. Bajando por unas escaleras, la mujer se cayó y se partió el coxis. Los médicos que la trataron al principio no dieron con un diagnóstico exacto y nunca la pudieron curar. Ella, indignada y convaleciente, se puso en contacto con un espiritista. El dato importante de este caso es que el espiritista no se ganaba la vida invocando fantasmas.

Era el jardinero del barrio y no le cobraba a nadie que necesitara la ayuda del Hermano Gregorio. La señora, entonces, se sometió a la sesión de espiritismo. El jardinero se encerró en una habitación con varias personas. Como es la instrucción, todo estaba de blanco. Sedó a la mujer y la acostó en la cama. Apagó la luz y quedaron completamente a oscuras. Le ordenó a los acompañantes que guardaran recto silencio. Hasta les prohibió respirar duro. Comenzó la invocación y al cabo de los minutos, los acompañantes empezaron a escuchar el roce de la botella de alcohol y del escalpelo contra la bandeja metálica. Después todo se quedó en silencio y escucharon que la mujer se fue despertando. Encendieron la luz, el espiritista parecía agotado y se veía sudoroso. Los acompañantes estaban asombrados o aterrados. La mujer se palpó una sutura de dos puntos sobre la piel que forra el coxis y había sangre en la gasa y en las sábanas. Una semana más tarde la gente vio caminando a la mujer.

Publicidad

Hubiera podido quedarme escuchando cualquier cantidad de historias similares. Pero desistí. En vez de eso, le caí a un espiritista que atiende personas desesperadas en un barrio obrero al oriente de Cali. Su tarjeta lo presentaba como médico homeópata y hermano gregoriano. La casa no era nada particular: dos pisos, ventanas, muebles ordenados. El tipo, de apellido Hernández —casual o convenientemente—, era calvo en el frontal, tenía cejas profusas y en un ángulo casi luciferino. Vestía ropa de calle: camisa de manga corta color sandía, jeans y zapatos duros. Se expresaba en un tono más que informal, como si estuviera conversando con el vecino de la esquina en el más acendrado acento caleño. "Soy médico homeópata", me dijo, "no le dé miedo". Me llevó hasta un hall en el que había una vitrina con productos que parecían naturistas y al lado, el altar a José Gregorio Hérnandez coronado por un cuadro de Jesucristo. "Y fuera de los grandes, Dios", dijo. Nos sentamos. Él, detrás de un escritorio. Yo, al frente como cualquier consulta con un médico de clínica. Aclaró que hacía parte de varias organizaciones homeópatas y que también era espiritista. "Trabajo con José Gregorio", acotó como si me estuviera hablando del mejor amigo. "No le dé miedo. Lo que pasa es que al viejito lo han cogido para brujería, para cosas de maldad. Aquí no. Si usted me dice que le venda un menjurge para que alguien sufra, yo no se lo vendo. Aquí solo trabajamos para cosas buenas. Ahora sí, cuénteme en qué le puedo servir. ¿Salud o suerte?".

Publicidad

Lea también:


Le monté una película. O mejor dicho: le presenté los padecimientos comunes de una persona dedicada a la escritura y al periodismo freelance como síntomas de una enfermedad que me podía arrojar al suicidio. Depresión, insomnio, trabajo caído, malos pagos, ojeras de plomo, presión alta, soledad y nublamiento. "Vea mi cara y verá que no le estoy mintiendo", le dije. "Sí, claro, ya lo había notado", contestó. "Está llevado". Le hablé de mi abuela devota de José Gregorio Hérnandez, de su recomendación cuando yo estuviera enfermo y sin salida. Pero él desvió el asunto hacia el campo de la suerte. "La tiene pegada", dijo. "Lo voy a medir y si un dedo está más largo que el otro es porque le han hecho daño, lo tienen rezado". Tomó mis manos, primero la derecha, y con una tirilla de papel sin marcas de milímetros o centímetros midió el dedo corazón desde que se desprende de la mano hasta el extremo de la yema. Hizo lo mismo con el de la mano izquierda. Y me dijo: "Vea, uno está más largo que el otro. Le hicieron daño y desde hace rato. No le quepa duda. Pero yo le puedo hacer un trabajo para que se recupere, para que sea el Juan Miguel de antes y con resultados para ya mismo". Se paró a traer algo y me miré los dedos, los comparé, se veían iguales, pero él me había hecho creer momentáneamente que uno sí era más largo que el otro. La cosa continuó así por varios minutos. Me recetó un vomitivo para el día siguiente a las 7 de la mañana, tres baños guiados por él, tres inyecciones en la nalga, gotas para estrés, un vino cerebral y un conjuro para la limpieza astral. "Si usted va a otra parte y no le dan vomitivo, no les crea, lo van a robar". Todo por 380 mil pesos. "Eso no es plata", dijo y en seguida se puso a mostrarme cotizaciones para otros pacientes. Había cuentas hasta por dos millones de pesos. "Usted no necesita todo eso, lo suyo lo trabajamos fácil". Le pregunté si con esa plata era suficiente para que le encomendara mi cuerpo y alma al Hermano Gregorio. "Precisamente, para eso es. Yo compro las hierbas, los extractos, unos velonesy lo encargo con el espíritu de Gregorio. Lo pongo a usted en cadena de oración para que le quite la mala influencia, lo aleje de los peligros y comience a ayudarle".

En la pared, encima de la vitrina, había un letrero impreso a computador que anunciaba una jornada grupal de cirugías para el 1 de noviembre, miércoles, desde el mediodía. "Eso es para personas que sufren cáncer, que tengan un tumor, para gente que no curan en un clínica", me dijo. "Tranquilo, usted no necesita eso". Luego, me previno: que si esa noche mientras estuviera durmiendo en mi cama sentía a alguien al lado mío no tuviera miedo. "Es el Hermano Gregorio que lo está cuidando. No se vaya a asustar". Después me preguntó abriendo los ojos y acercando su rostro hacia mí: "¿Usted lo ha visto?". Me quedé mudo. "Usted tiene mucha fe y por eso lo puede ver, si es que no lo ha visto ya pero usted no lo ha sabido reconocer. ¿No?". Se paró y fue al altar. Junto a un muñeco de José Gregorio Hernández con atuendo de médico, estetoscopio y todo, tomó la copa y la mostró. "Esta es la prueba. Cuando él nos visita pone el alcohol así". Sobre la superficie de un líquido transparente se notaba una coágulo de aceite. "Gregorio convierte el alcohol en aceite y agua. Como usted tiene tanta fe, ponga una imagen de él y ponga una copa con alcohol y pídale que lo visite. A los días verá que le sale el aceite. Pero si no tiene fe o si es una persona mala, Gregorio nunca lo va a visitar". Al segundo, descargó el líquido en un frasco que decía 'Aceite Gregoriano'. "En Palmira lo venden. Acá lo obsequio. Allá cobran a 60 mil pesos por cada cirugía. Acá solo pedimos para comprar los velones blancos".

La cirugías que este espiritista ofrecía se asemejaban a las que me habían descrito antes: habitación a oscuras, nadie veía nada, bandeja metálica, paciente sedado, rezos, sonidos inexplicables de implementos trocando la bandeja, rastros finales de sangre en gasas y sábanas. "Y cada paciente tiene que guardar absoluto reposo dos o tres días. Tiene que quedarse quieto, porque las heridas internas tienen que cerrarle", dijo. "¿Entonces, don Juan Miguel, ¿comenzamos con su trabajo? Usted me dirá".

Sumé pretextos y me pude evadir.

En mi casa monté una repisa con un muñeco de José Gregorio Hernández, un velón blanco, un vaso de agua y una copa de alcohol. Han transcurrido varios días desde eso y el alcohol todavía no se ha convertido en aceite. ¿Me pillaron? El Hermano Gregorio quizás se dio cuenta de mi poquita fe.