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Nadie me odia más que yo

No entiendo por qué la gente insiste en que merezco ser amado

NUEVAS VOCES | Si reuniera los conocimientos que he acumulado siendo el pañuelo de lágrimas, la voz imparcial, inocente, abstemia, honesta, tal vez podría acercarme a comprender.

No me gustaría sentir que alguien se está conformando conmigo. Tal vez por eso me esfuerzo tanto. Tal vez por eso quiero entregar la mejor versión de mí a cada persona que lo intenta. A veces eso implica ocultar, distraer, callar. Como lo hace un ilusionista.

Lo he escrito antes: soy, en muchos sentidos, una persona arrogante. Resulta irónico llegar a darse cuenta de que entre más me menosprecio más prepotente soy y más errores cometo.

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Me lo dijo esa mañana una persona diferente a la que me lo había dicho la madrugada anterior. Y esta era, a su vez, distinta a quien me lo dijo unas semanas antes.

— Usted merece amor — dijo.

¿Pero qué tiene que ver merecer con todo esto? Comprendo que hasta cierto punto, junto al dinero, el poder y la gloria, el amor es uno de los grandes trofeos de la humanidad. Para las personas que han llegado a conocerme, soy merecedor al menos de ese: del amor. Aun así, no he conocido a la primera persona dispuesta a entregármelo, al menos no totalmente.

Y tal vez aquella entrega ni siquiera deba ser total. No es necesario tener una puntuación perfecta para merecer el primer lugar en una competencia, sino sólo vencer al resto de los contendientes. Sin embargo, al tratarse de sentimientos y seres humanos, parece perverso compararlo con una competencia.


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Quizás se parece más a una ecuación, a un problema de proporciones.

Si apareciera frente a mí en alguna clase de prueba, seguramente reaccionaría como el niño asustado que no conoce los procedimientos para llegar a la respuesta. Saltaría a la siguiente pregunta. Pero si reuniera los conocimientos que he acumulado siendo el pañuelo de lágrimas, la voz imparcial, inocente, abstemia, honesta, tal vez podría acercarme a comprender.

Disfruto estar ahí para una persona vulnerable, de varias maneras devastada, no porque me sienta alimentado por el dolor ajeno, sino porque descubro que mi incauta disposición para escuchar es, de alguna manera, apreciada. Me es difícil encontrar palabras de aliento, estando yo mismo desganado la mayoría del tiempo. Siempre llega ese momento, el relato sensible de mi interlocutor acaba para dar paso a un incómodo silencio.

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— No sé qué decir, yo no sé nada de esas cosas — digo con pesar e impotencia.

— No importa, sólo necesitaba desahogarme.

Supongo que lo he hecho yo mismo, lo del desahogo. Pero me cuesta. Supongo que siempre cuesta, cuesta la dignidad, el orgullo o lo que sea que la gente encuentre decoroso en uno. Implica quitarse los guantes, tomar aire, y comenzar a explicar cómo fue que ese conejo salió por ese sombrero. Dejar a un lado lo ilusorio. Una persona que necesita desahogarse no está buscando aplausos, consejos ni juzgamientos, está tratando de derramar sobre otro su desilusión del mundo.

Quizás por eso cuesta tanto encontrar a una persona digna de un conocimiento tan inútil para la humanidad pero tan poderoso en lo que concierne a la existencia del desilusionado. Al menos es lo que pasa con el desahogo amoroso, tan confuso, tan abundante, tan propio, tan irrefutable.

Y no importa cuántas veces pase. El desahogo amoroso, en su contundencia, siempre será completamente inaprensible para el que lo escucha. De este lado estoy dentro de la caverna, tratando de reaccionar de alguna forma a las palabras que intentan representar algo que no he conocido. Ahora admito que pretender que puedo llegar a comprender tal desilusión sería responder engañado.

Qué arrogante.

No permitirme pretender, o sí pretender, pero pretender que no la he experimentado. No ha sido la desilusión de haber amado y haber sido amado en retorno, sino la de amar y no ser amado. He percibido con todos los sentidos la sombra tibia. Desde dentro de la caverna he sido tocado por rayos filtrados. No permanezco petrificado en la penumbra, pero tampoco me he expuesto a plena luz.

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Tal vez a eso se refieren con merecer. Por supuesto que no pueden entregármelo, no se trata de un trofeo, tampoco de una ecuación, es algo más intangible, algo que ellos tuvieron que luchar, buscar, encontrar y en últimas sufrir. Yo sólo golpeo mi cabeza contra los muros de mi propio autodesprecio, repitiendo cada vez que "nadie tiene por qué lidiar conmigo"; que "no valgo tanto la pena"; que "nadie tiene por qué aguantar lo mucho que me odio"; que "no voy a intentarlo".

Aun así quiero dar. He sentido esa disposición, pero nunca me atrevo admitirlo. Lo merezco, pero ninguno de los que lo piensa tiene por qué tomarme de la mano y arrastrarme por ese sendero. Al menos no si parece que no lo deseo. Si he tenido que esforzarme para encontrar comodidad en mi lugar tibio de despropósito e indeterminación, bien podría esforzarme por encontrar qué desear, aunque parezca peligroso. Dejar a un lado el miedo de enfrentarse a lo desconocido.

Tal vez, cuando mi existencia carece de sentido y quiero dejarlo ir todo, puedo aceptar la muerte que oculta el amor y experimentar una dulce clase de suicidio.


* Este es un espacio de opinión. No representa la visión de VICE Media Inc.

Este texto fue publicado originalmente en el blog MI PC.