​Ilustración por Lia Kantrowitz
Ilustración por Lia Kantrowitz

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El número de Poder y Privilegio

El sistema educativo divide a la sociedad en Chile

En el sistema chileno, la educación se vuelve un factor que profundiza la fractura entre las clases, la desconfianza y el resentimiento, además de facilitarles a los más ricos destacar en el mercado laboral.

Artículo publicado originalmente en el número Poder y Privilegio de la Revista VICE México.

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En las últimas cuatro décadas los economistas tomaron por asalto la educación e introdujeron ideas que le han quitado la posibilidad de mejorar la sociedad. Un ejemplo es una propuesta de Milton Friedman que se adoptó en Chile desde los años 80. Friedman sostenía que, en vez de financiar una educación pública de calidad en la que convivieran ricos y pobres, el Estado debía entregar a los padres que no podían pagar un monto de dinero (voucher) para que lo gastaran en la escuela de su agrado. Al permitir que las familias elijan, decía Friedman, las escuelas estarían obligadas a ofrecer buena educación para no quebrar.

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Tras décadas de aplicar esa idea el sistema de educación escolar chileno está lejos de promover la competencia por la calidad. Por el contrario, si algo lo define es que las escuelas se han especializado en segregar a las familias por dinero y clase social. ¿Por qué falló Friedman? Piense como empresario. Competir por calidad es caro: implica gastar en infraestructura y pagar buenos profesores; también, hacerse cargo de los alumnos que se quedan atrás, de los que tienen necesidades especiales. En cambio, si opta por no aceptar a los alumnos “problemáticos” y se queda con aquellos que vienen de familias de buen capital cultural, elevará la calidad promedio del colegio sin hacer otra cosa que cosechar algunas familias y desechar otras.

Así, hoy el sistema chileno tiene colegios de “calidad” que lo son solo en la medida en que allí no pueden entrar los que más necesitan la educación (por eso nuestros colegios “de calidad” resultan mediocres en la comparación internacional). Los rechazados se agrupan en escuelas públicas que, por recibir a todos los jóvenes con problemas, empeoran cada vez más.

Una de las consecuencias más graves es que la educación ya no promueve cohesión y diálogo social. Por el contrario, cuando se consigue “calidad” segregando, la educación se vuelve un factor que profundiza la fractura entre las clases, la desconfianza y el resentimiento, además de facilitarles a los más ricos destacar en el mercado laboral, pues compiten con clases sociales que no tuvieron sus oportunidades.

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Durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se promulgó la Ley de Inclusión que impide excluir a los pobres de los colegios donde se educa la clase media (llamados particulares subvencionados). La ley generó una reacción brutal en sectores de la mesocracia que hablaron en contra de la llegada de familias de "malas costumbres" y flojas. La reacción de explica en parte porque la clase media necesita buenas redes ya que cubre con "pitutos" su precariedad económica y la llegada de familias pobres a sus colegios daña esas redes. Pero la reacción también se debe a que le siguen estando vedados los colegios de mejor calidad (los colegios particulares) y por lo tanto están fuera de su alcance las mejores redes sociales. La ley de inclusión de Bachelet no se atrevió a romper el muro que protege la reproducción entre iguales que tiene la elite, y la clase media siente que la inclusión se hace solo a costa de ella.

Muchas universidades optaron por bajar el nivel de exigencia, con lo cual hoy tienen poco que ver con espacios de debate y de preguntas sobre el mundo, lugares donde se desafían los lugares comunes y se crea el mundo que vendrá. No. Esas universidades son más parecidas a la fila frente a una fotocopiadora.

Nadie tiene claro cuál es la forma viable de desmontar esta pesadilla pues la segregación social se potencia con el aumento de la desigualdad económica y con un mercado del trabajo que, como ha mostrado Seth Zimmerman (Making Top Managers: The Role of Elite Universities and Elite Peers), premia menos el talento que el origen social y los contactos que se hacen en la infancia.

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Hoy hemos llegado al punto en que familias de profesionales muy bien pagados, entrenan a sus hijos de tres años para que pasen las pruebas de selección que imponen colegios cuyo plus es que garantizan crecer entre miembros de la elite. A los tres años, los niños chilenos de clase media alta tienen el primer triunfo en la carrera hacia la cima social o la primera experiencia de fracaso.

La segregación que tan hondamente marca la vida de los niños sigue luego distorsionando la educación que reciben cuando llegan a las universidades. Entendidas como negocio (aunque tenían prohibido lucrar), las universidades multiplicaron la oferta de 8, en 1980, a 60 en 2003 (hoy hay 61), impulsadas sobre todo por la demanda de las clases populares y medias que quisieron invertir en sus hijos la bonanza de los años 90.

Durante el gobierno de Ricardo Lagos se decidió ayudar a las familias de sectores medios y pobres consiguiéndoles créditos bancarios. ¿Por qué un socialista renunció a darles becas públicas o educación gratuita? Entre otras cosas porque los economistas mostraban, gráfico en mano, que el que accedía a educación superior se transformaba en un profesional de ingresos altos. Dicho en breve, lo que se veía como un universitario pobre era en realidad un futuro miembro de la elite, por lo que cobrarle un crédito bancario era algo incluso éticamente exigible. En el crédito que se diseñó bajo Lagos, el Estado actuaba solo como aval (de ahí su nombre CAE, Crédito con Aval del Estado).

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Por supuesto, la idea de que tras estudiar cuatro años un joven pobre lograría dar un salto social es brutalmente simple y distorsionadora. Primero, deja de lado lo importante que es en esa ecuación la calidad de la formación que recibe. Y lo cierto es que las universidades-negocio ofrecieron una educación socialmente segmentada —hubo universidades para ricos, para sectores medios y para pobres— donde la calidad dependía del monto pagado.

Segundo, olvida la deficiente formación escolar que recibieron la mayoría de los jóvenes. Para transformarlos en universitarios de verdad habría sido necesario un gasto fuerte en nivelación, gasto que ni los privados ni el estado estuvieron dispuestos a hacer. Muchas universidades optaron por bajar el nivel de exigencia, con lo cual hoy tienen poco que ver con espacios de debate y de preguntas sobre el mundo, lugares donde se desafían los lugares comunes y se crea el mundo que vendrá. No. Esas universidades son más parecidas a la fila frente a una fotocopiadora. Los estudiantes pagan por obtener su fotocopia, su cartón profesional, digamos. El que alguien sea mal estudiante no lo inhabilita como cliente de una fotocopiadora. Lo único que puede inhabilitarlo es que no tenga el dinero. Pero si alguien tiene dinero, ¿por qué se le va a impedir hacer la fila?

Esta deficiencia en calidad viene mostrando desde hace casi una década que el sistema alimenta una bomba de tiempo. En 2012 el economista Sergio Urzúa sostuvo que un 39 por ciento de los estudiantes de educación superior tenían retornos negativos. Es decir, lo que ganaban como profesionales no les alcanzaba para pagar la deuda que habían adquirido para poder obtener su cartón. En 2013 una investigación de la Cámara de Diputados concluyó que, “Una cantidad significativa del millón de estudiantes en el nivel de educación superior está matriculado en instituciones y carreras de dudosa calidad”.

La implementación de la gratuidad universitaria —política que exigía el movimiento estudiantil de 2011 y que implementó Michelle Bachelet— ha aliviado a muchas familias pobres que antes, para ponerse en la fila de las fotocopias , debían endeudarse a altas tasas con los bancos. Con la gratuidad, en cambio, la mala educación no lo pagan las familias, la paga el Estado. Pero esto no deja de ser una locura.

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