Sergio Haro: cómo es ser un reportero amenazado de muerte por el narcotráfico

FYI.

This story is over 5 years old.

prensa libre

Sergio Haro: cómo es ser un reportero amenazado de muerte por el narcotráfico

Este 2017 han sido asesinados siete periodistas en México.

En los días previos a la publicación de este trabajo, Sergio Haro Cordero, periodista y editor del Semanario ZETA, con sede en la ciudad de Tijuana, Baja California, falleció de un infarto al corazón en la ciudad de Mexicali, mientras laboraba en su oficina. Descanse en paz.

El periodista Sergio Haro Cordero es el protagonista del documental Reportero (2012), dirigido por el cineasta Bernardo Ruiz. Sostuve una charla con el periodista bajacaliforniano, editor del Semanario ZETA, con sede en la ciudad de Tijuana, sobre su labor periodística y los riesgos que se corren y que, en su caso, ha vivido en carne propia al ejercer dicha labor.

Publicidad

Este 2017 han sido asesinados siete periodistas, lo que lo ubica como el segundo año ―2016 obtuvo el primer lugar con 11 comunicadores ejecutados― con más periodistas asesinados durante el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto.

Un reportero amenazado de muerte por el narcotráfico

Eran como las cuatro de la tarde cuando recibí la amenaza por teléfono. "Busco a Sergio Haro". "Yo soy", contesté. "¿Sabes qué, pendejo? Ni sabes en la que te metiste! ¡Vas a chingar a tu madre, te voy a matar!", así me dijo, textualmente. Cuando recibes una amenaza del narcotráfico, sabes qué pasó y sabes qué te dijeron, pero no sabes cómo reaccionar.

Recuerdo que al otro día de la amenaza platiqué con los compañeros del Semanario 7 Días, donde trabajaba y del que era director en Mexicali, Baja California. Les expliqué que me habían amenazado de muerte. Desde ese día lo primero que hice fue tomar medidas de sentido común. "Nadie se sube a mi carro, no doy aventones, yo andaré solo de hoy en adelante por cualquier situación que pueda presentarse", les expliqué a mis compañeros del periódico. También hablé con mi esposa para ver qué hacíamos. De alguna forma el miedo te paraliza, por más que tratas de pensar claramente, medio te nublas. Tuve miedo porque sabía que era una amenaza real. Le había pasado al periodista Benjamín Flores y nosotros estábamos siguiendo el mismo camino. En caso de que quisieran atentar contra mí no les sería tan complicado porque llevaba una vida de ciudadano que va al OXXO, al cine o al parque.

Publicidad

El grupo que me amenazaba usaba de membrete un Frente Estatal de Derechos Humanos, esa era su fachada. Recibían apoyo del estado, pero en la práctica tenían un grupo de polleros ―traficantes de indocumentados― y de tráfico de drogas. Dos de los hermanos de Jaime González, narcotraficante líder del grupo que me amenazaba de muerte, fueron detenidos por traficar varias toneladas de cocaína por el estado de Arizona. Benjamín Flores había publicado varios trabajos sobre El Jaime en La Prensa, periódico que dirigía en San Luis Río Colorado, Sonora. Había matado a un policía, lo detuvieron y lo encarcelaron. Benjamín publicó que se podía escapar de la cárcel y se escapó, pero lo volvieron a detener. En ese inter fue cuando asesinaron a balazos a Benjamín Flores. El semanario donde yo laboraba publicó su detención y en una publicación lo evidencié como el autor intelectual, además sacamos una foto de cuando lo detuvo el ejército con varios kilos de mariguana. Eso lo enojó y por eso la amenaza. Años después salió libre y no fue sentenciado por su crimen. A los días de mi amenaza hablé con el entonces procurador general de justicia de Baja California, porque continuaron amenazándome de muerte. Hasta la recepcionista del periódico había recibido dos llamadas y estaba muy asustada. El procurador propuso brindarme protección con escolta formada por policías ministeriales. Pensé que era buena idea mientras se tranquilizaba todo. Algunos amigos me ofrecieron irme a Estados Unidos por un tiempo, otros me brindaron su casa en el centro de México y alguien más me ofreció una pistola y dentro de todo ese marasmo dije: "Una pistola sí te la acepto". Pero yo no sabía usar un arma, en mi vida había tenido una en mis manos, no sabía disparar ni cargarla, de todos modos la acepté.

Publicidad

Trataba de estar tranquilo, pero de repente llegaba a un semáforo y cuando se paraba junto a mí un auto con vidrios polarizados o tipos mal encarados, mejor le daba un poco para atrás o trataba de sacarle la vuelta. Con los vecinos de mi calle tomé medidas de precaución. Al mecánico de la esquina con el que nunca había hablado le di mi tarjeta, le dije dónde vivía y le pedí que si miraba algo raro me hiciera el favor de avisarme, le expliqué que unos tipos me andaban rondando. Con los vecinos de las casas de los lados no hablé, pero comenzaron a mirar que a diario estaba una camioneta de policía estacionada afuera de mi casa, era evidente que algo estaba pasando.

Como ahora tenía una pistola crucé la frontera a Caléxico, California y compré una caja de balas en Walmart. Al pasar por las montañas de La Rumorosa les pedí a los escoltas que nos detuviéramos un momento y me enseñaran a cargar y disparar la pistola. ¡Pero era una locura! Ese no es el papel de un reportero, no somos policías, era muy irreal todo. Incluso un policía ministerial me decía: "Y si se te atraviesan los tipos que te amenazaron, les tiras unos balazos". Pero, nuevamente, era una total locura.

A los dos meses me di cuenta de que la protección era medio floja y laxa, no servía. Aunque también me di cuenta de las condiciones en las que trabajaban los policías ministeriales que me protegían. Para quien lea esto y tenga una idea, en una ocasión me tocaron de escoltas dos policías ministeriales que eran del municipio de Rosarito. Estaban castigados y los habían mandado para mi protección. Llegaron en su patrulla, pero sin viáticos ni nada. Me daban pena, se la pasaban quejándose de las condiciones en las que los traían trabajando, aparte ya estaba llegando el verano y hacía mucho calor y ellos debían quedarse afuera de la casa. Días después uno de los policías de Rosarito llegó solo, manejando una bicicleta. Me platicó que se había ponchado la patrulla y que no traía dinero para reparar la llanta. Esa era mi escolta.

Publicidad

Una noche sucedió algo que me hizo darme cuenta de que más o menos sí me protegían. Al grupo encargado de mi seguridad le avisaron que en la esquina de mi casa había gente armada. Inmediatamente me localizaron y me llevaron a resguardar a un lugar. Resultó que sí había un grupo de personas armadas, pero resultó ser que también era un grupo de la Policía Ministerial del Estado. Por alguna razón no sé habían coordinado, pero bueno, eso sirvió para para darme cuenta de cómo funcionaban las cosas. La verdad es que sí era eficiente la seguridad, pero en ocasiones también era un poco floja.

La escolta la rotaban cada tercer día. A veces eran nuevos a veces no. En una ocasión uno de los policías me propuso que fuéramos a hacer un atraco con unos polleros. Yo debía llevar mis cámaras y me identificaría como prensa y él como policía ministerial. "Los asaltamos y vamos mitad y mitad con el dinero", me dijo el policía. Ahí es cuando me pregunté: "¿Qué tipo de protección es esta?"

Un día me dijo uno: "El policía que te cuidó el lunes pasado trabaja para los Arellano Félix". Entre los policías saben quién anda con algún grupo [de la delincuencia] o con otro. Todo eso me hacía pensar: "¿Estos vatos van a dar la vida por mí en caso de alguna situación de peligro?" Eso me hacía evaluar la situación y el contexto. Las personas dentro del narcotráfico se reciclan muy rápido. Hace dos años delinquían, dos años después están muertos o en la cárcel.

Publicidad

La gota que derramó el vaso fue un evento en dónde estaba el gobernador de Baja California. Llegué y había una revisión protocolaria. Me preguntaron los guardias, medio en broma: "¿Traes pistola?" Contesté que no, pero recordé que sí traía la pistola, una pequeña, calibre 22. No estaba acostumbrado a andar armado. Revisaron mi maletín, pero no encontraron nada. El caso es que no hubo problemas, pero al otro día le mandé por escrito al procurador general de justicia mi renuncia en donde pedía que me retiraran mí escolta. Pensé: "un día voy a cruzar a Estados Unidos y se me va olvidar sacar la pistola y me meteré en más problemas". Y como ya dije, ese no es mi trabajo ni mi papel como reportero. Eso sí, como a los 20 minutos de mi renuncia llegó a mi casa el grupo de escoltas a despedirse. Con ese grupo en particular de policías había hecho una buena relación, nos caíamos bien, en ocasiones los invitaba a que pasaron a la casa y los invitaba a comer, pero pues no coincidíamos en muchas cosas. Hasta cierto punto ellos justificaban la corrupción. Me preguntaban: "¿Por qué haces este trabajo? ¿Por qué te arriesgas? A nadie le importa".

Algunos personas amenazadas de muerte han durado meses o años con escolta. Se pensará que es muy glamuroso, pero la verdad es que no lo es, al contrario, es muy tenso tanto para ti como para las personas con las que interactúas. En una ocasión me sacaron de una reunión del comité estatal del PAN por llegar con escolta armada. En otra ocasión pasó algo muy fuerte, desaparecieron a un grupo de siete sinaloenses en el Valle de Mexicali. Un abogado amigo mío que estaba llevando precisamente ese caso me buscó para que entrevistara a algunos familiares de los desaparecidos y nos quedamos de ver en una cadena de hamburguesas. Llegué con los escoltas y se asustaron mucho los familiares de las víctimas, hasta querían irse del lugar. Tuve que explicarles mi situación. "No, Sergio, así no se puede, ya nos vamos, están muy asustados los familiares", me dijo el abogado. A los escoltas les pedí que me esperaran afuera. La verdad es que sí te protegen, entre comillas, pero las escoltas, "la sombra", como se dice, también te espanta a tus fuentes. Meses después encontraron a los sinaloenses convertidos en cenizas, los habían quemado. Sus carros los encontraron destazados dentro de un canal de riego. Era la época de apogeo del grupo de la familia Garibay. Esas fueron las primeras ejecuciones masivas. Después se normalizaron las ejecuciones masivas y ya se podía hablar de 80, 90 y hasta 200 ejecutados como lo hallado en las narcofosas de San Fernando, Tamaulipas o en el estado de Guerrero.

Publicidad

Periodistas asesinados

Mis compañeros periodistas asesinados, y que conocía personalmente, son Benjamín Flores, de La Prensa, de Sonora, asesinado en 1997. En su momento responsabilizó de su vida al entonces gobernador Manlio Fabio Beltrones. Flores había denunciado la renta clandestina de pistas aéreas a narcotraficantes por parte de la alcaldía de San Luis Río Colorado. Francisco Ortiz Franco, editor del Semanario ZETA, asesinado a raíz de la publicación de 71 fotos de miembros activos del Cártel de los Arellano Félix, quienes por un pago de entre 40 y 70 mil pesos, habían recibido credenciales oficiales de la Procuraduría del Estado para hacerse pasar por agentes ministeriales. Jesús Blancornelas, cofundador del Semanario ZETA, recibió cuatro balazos en una emboscada que le tendió el Cártel de los hermanos Arellano Félix. No lo mataron en el atentado pero quedó muy mal herido; su caso fue terrible, duró ocho años con una escolta de 15 militares. En su atentado mataron a su escolta, el policía Luis Valero, él y su esposa, que también trabaja en el semanario, eran mis amigos. Otro caso, Héctor El Gato Félix Miranda, cofundador del Semanario ZETA, asesinado en 1988 por dos guardaespaldas del político y empresario Jorge Hank Rhon. Y por último Javier Valdez.

A Javier Valdez lo veía en ocasiones en reuniones de reportero y periodistas. Javier era un tipo muy transparente, muy honesto, tenía varios libros publicados. Era muy sinaloense, muy echado pa'lante y muy recto. Sentí mucho dolor con su asesinato. Cuando te matan a un compañero es como un golpe que también te duele, que también atenta contra ti. Las autoridades luego salen con que "no era periodista; manejaba un taxi; tenía un programa de radio al servicio del narcotráfico; fue pasional". Lo clásico que dicen cuando quieren culpar a la víctima. En el caso de Javier no hay duda, su asesinato fue por su labor periodística.

Publicidad

Unos días después del asesinato de Javier estuve en Paraguay, en un encuentro de periodistas que cubren la frontera. Los compañeros reporteros de allá me hablaban de que desde el fin de la dictadura en 1989 han asesinado a siete periodistas. Yo pensaba que en México desde el año 2000 van más de cien compañeros asesinados. No se trata de quién tiene más compañeros asesinados, pero eso me hace darme cuenta del nivel de impunidad en México. Los compañeros paraguayos hablaban de que se está mexicanizando la violencia en su país, igual cómo nosotros en años pasados hablábamos de una colombianización de la violencia.

Hace unos años estuve en Buenos Aires, Argentina, donde durante una semana recibí un entrenamiento de defensa personal, de primeros auxilios, de capacitación para distintos tipos de ataques, como químicos, bacteriológicos, y nos enseñaron a identificar distintos tipos de armas, también recibí capacitación para controlar el estrés, la claustrofobia, qué hacer en caso de secuestro, y cómo proteger nuestra información para no ser hackeados. Pero lo que más me llamó la atención fue un secuestro simulado.

Durante todo el curso tuvimos puesto un casco azul militar y en la cintura traíamos una mascarilla de oxígeno. A mí me daba mala espina. Llegó el momento en donde estábamos preparándonos aparentemente para un ejercicio cuando de repente irrumpió un comando: "Ya valió madre", pensé, tenía temor de que aventaran gas lacrimógeno. Nos tiraron boca abajo y nos amarraron las manos. Una compañera entró en pánico, quería salirse, decía que ya no podía más, pero los capacitadores militares aguantaron y no la sacaron. Los secuestradores nos interrogaron. Te tratan muy mal, te ofenden y te gritan. De pronto llegó un equipo y nos liberó después de una hora. Al final nos tomamos una cerveza con los militares.

Creo que este 2017 han habido tanta violencia contra periodistas porque se ha creado tal clima de impunidad que la señal o invitación parece ser que puedes agredir a un periodista y no pasa nada. En los asesinatos que van en este 2017 no hay detenidos, ni parece que haya una investigación seria. No hay una respuesta de parte de las autoridades en términos reales. No se trata solamente de que detengan a los autores materiales e intelectuales sino que la autoridad mande el mensaje de que no se puede cometer ese tipo de agravios porque de ser así habrá una respuesta policíaca, un proceso judicial. Por eso es importante que se presione para que se esclarezca cualquier tipo de asesinatos; de toda índole, de esta forma se evitará que se forme todavía más un clima de impunidad.

Uno de los problemas sociales actuales que vive el país entero tiene que ver con la violencia. Y buena parte de la violencia, de los crímenes, de los asesinatos, tiene que ver con el narcotráfico y una buena parte del narcotráfico tiene que ver con la impunidad y la corrupción del gobierno mexicano que siempre se ha caracterizado por sus altos niveles de corrupción. Es muy claro, donde florecen los grupos del narcotráfico quiere decir que ahí están coludidos con algún nivel de las autoridades.

Ya no es tan fácil matar periodistas en México. El asesinato de Javier Valdez fue la gota que derramo un vaso ya colmado. Han repudiado esa violencia grupos y voces en todo el país; lo mismo a nivel internacional, también se exige justicia. Los ojos del mundo están puestos en México, lo cual presiona para que el gobierno de forzosamente resultados. Ya no es tan fácil.

Hay momentos y vivencias que son definitorios. Es cuando pones las cosas en la balanza y te preguntas: "¿Vale la pena continuar con este tipo de periodismo, con esta línea de investigación?" Yo en lo personal respeto a mis compañeros que en algún momento, por amenazas, pidieron asilo en Estados Unidos o se fueron a Europa. Pero en mi caso decidí continuar. Es que me pregunto: "¿Qué hago? ¿Escribo del clima?" No se trata de ser héroe o víctima, sino de hacer periodismo, de hablar, reportear y registrar qué es lo que está pasando en el país.