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Música

Neuronas en ebullición con Ryoji Ikeda

Verlo fue exactamente eso: una reseteada la hijueputa.

Llegué, todavía con el sol de la tarde, eran casi las 5 y con el pretexto de ir a cubrir el evento, entré por la puerta de atrás del Teatro Colsubsidio sin saber lo que se me venía pierna arriba. Abro la puerta y encuentro seis personas hablando japonés. No distingo cuál es Ryoji, obviamente, pero intuyo que está ahí entre nosotros porque hay un aire de reverencia inconfundible.

Ese cabecilla, ese genio, ese artista.

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Miro a la tarima y ya todo está dispuesto en su sitio. Monitores, proyectores y una retícula permanece estática esperando por los datos, por el infinito configurado, por la acción probabilística, por los patrones sistemáticos, y yo, incauto, nunca consciente de nada, sigo ahí solo con la ligera intuición de que esto sería definitivo.

Sin más que hacer, empiezo a recorrer el teatro para dar con el mejor lugar, y recuerdo haber visto en internet la explicación, así que busco ese lugar, ese lugar donde el sonido llega equidistante y la imagen también conserva toda simetría.

Me siento y espero.

Foto de Archi Enemigo

Pasan 40 minutos y un guarda de seguridad se me acerca a preguntarme de dónde venía y quién era yo. Yo callo incómodamente. El hombre comunica algo entre dientes por el radioteléfono y se va. Quedo preocupado, pero al final salgo victorioso de esa. De pronto, se apagan luces y comienza lo que sería la prueba de sonido de Ryoji Ikeda. ¿Prueba? ¿Acaso los robots se equivocan? Quedo frío como niño que va a ver a un ídolo. Estatua, casi sin respirar pienso para mis adentros "la hice, sí que la hice". Y la hice. Me pateé la prueba y el arte digital más excelso se puso frente a mí solo. Fue una picada que me dejó una astilla en el cerebro. Ya intuía que en cuestión de minutos me transportaría a los nervios más sensibles de la fibra óptica en ruta de una autopista veloz de información solo apta para los robots más humanos.

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El lapso entre la prueba y el show fue corto, cada uno tomo asiento. Lo siguiente lo voy a contar como lo vieron mis ojos y como lo intentó procesar mi cerebro.

Fade a negro y empieza.

El universo se contrae y se expande como un pulmón digital, con cada estremecer un destello lumínico que lo fija todo. En su brusquedad, me termina por sentar en el puesto como con raíces de cobre. Entre espasmo y espasmo, mi vecina colapsa e intenta salir corriendo hacia el pasillo. Pasan 20 segundos y se deja envolver por la experiencia, que si bien es sobrecogedora, irradia un magnetismo irrepetible. Vienen convulsiones de datos inconmensurables extraídos científicamente por el artista directamente de la matriz. Los presentes están ante el origen de la vida de hoy.

Me dejo llevar por la luz y la velocidad, entrando en un trance computarizado. La sincronía del humano y la maquina me hipnotiza del todo.

Con cada cambio de acto un desafío mental, con cada reflexión un microsegundo de angustia. Sonido, luz, decodificación, ya estamos inmersos en un cable. Tan vertiginoso nivel de percepción nos lleva a hincarnos en el espacio y poner en tela de juicio la naturaleza de la naturaleza.

El lenguaje aparece como imagen reclamante. La palabra un dato permutable que modifica un resultado, el significado. La información no es conocimiento, es el procesar de esta.

Pero nunca fue así de claro.

Sentencias aparecen de ambos lados del cerebro, y el cerebro, en su inestabilidad, intenta recopilar para entender. Es nuestra cabeza parte del cierre de este devenir informático, una herramienta de esta iteración audiovisual.

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Cada quién lee lo que puede, cada quién decodifica a una velocidad que está fuera de escala humana. Cada quién colapsa en su intento. La música como la conocemos hace una aparición subliminal y los cuerpos bailan lo inbailable.

Es un baile del pensamiento en el que el lenguaje es una tecnología.

Fade a negro y termina.

Apago mi ordenador y proceso. La conclusión es solo una: somos tan ínfimos como infinitos.