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Materia Prima

En nombre del cuerpo

OPINIÓN // La moral, las costumbres, las leyes, los médicos... Todo eso hace que no tengamos libertad sobre nuestros seres.

Hablo en nombre del cuerpo ahora que puedo mirar hacia atrás y tomar una posición crítica frente a la manera en que me educaron. Desde niña tuve una relación complicada con mi cuerpo. Una relación de vanidad y vergüenza que aún hoy me persigue y no me deja disfrutar del todo mi desnudez.

Tiene mucho que ver con la crianza católica, con el exceso de pudor, de miedo a no llegar virgen al matrimonio, a ser violada, a no estar flaca ni ser bonita. Mi mamá, a quien mi papá descubrió cuando estaba apenas dejando de ser niña, cuando a él le gustaba cazar adolescentes en la entrada del colegio Santa Inés; mi mamá, una mujer voluptuosa, alta, que no parecía de quince cuando mi papá la descubrió, pero que después se empeñó toda su vida en mantenerse de 29, además de trabajar como una loca todo el día, le encantaba ver reinados de belleza y se la pasaba haciendo dietas que yo era más juiciosa que ella en seguir. Mi educación corporal, de reinados y revistas Vanidades y Hola y sobredosis de protagonistas de novela, lo primero que me enseñó fue que mi panza no era plana, sino redonda, y no precisamente como una naranja, o bueno, digamos que una naranja haciéndose blanda. Odiaba ponerme bikini y más frente a mis primas que eran todas unas langarutas. Desde chiquita me di cuenta que había que hacer algo.

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Tenía la costumbre de agarrarme el gordo de la parte de abajo de mi panza con las dos manos; palpaba la fantasía de cortármelo, o que me metieran una jeringa y me extrajeran toda la grasa. Imaginaba la bolsita de grasa extraída de mi cuerpo, tenía una idea fija de su color, y me hubiera gustado guardarla y contemplarla, con la misma fascinación inconfesable con la que se mira el pus que acaba de salir expulsado del barro y está ahí, en el espejo, y es una fascinación con la que uno no sabe qué hacer, qué construir con ella; una atracción a la que uno le puede sentir el fondo, uno sabe que viene de lo más animal, de la parte en que nos revolcábamos con nuestros fluidos y no les temíamos ni nos daban asco.

"Escatológica", "cochina", así me llamó hace poco mi amigo Matías cuando le dije que por qué no comerse las lagañas, que creo que las personas se las comen en secreto, también se comen en secreto los mocos, y es que "¿por qué no comérselos?". Pregunto en una comida con mis amigos. El comentario desconcierta. A mí me da un poco de pudor, pero sigo "¿Por qué no? ¿Por qué nos han dicho toda la vida que es asqueroso? ¿Qué hay en el fondo de la prohibición de comerse los mocos?". Los mocos están hechos de mugre, por eso es asqueroso comérselos. Lo que sale del cuerpo no debe volver a entrar, por eso es asqueroso. Entonces me pregunto si podría vivir en una sociedad donde la gente se comiera los mocos en público. Tal vez no. Y me pregunto si la imagen que tiene Vivian Morales de una sociedad donde las parejas gay pueden adoptar se parece a la que yo tengo cuando pienso en la gente comiéndose los mocos en las filas de los bancos, en los restaurantes, en los buses. No puedo evitar pensarlo, trato de ponerme en su lugar, dibujar paralelos, así sean absurdos, para entender qué es lo que tiene esa mujer en la cabeza para emprender semejante cruzada.

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Como existe el reino de la imaginación, existe el reino de los secretos, un mundo extraordinario y sórdido, de una riqueza literaria única, pero capaz de destruir a cualquier sujeto y su posición en la sociedad; el secreto de un individuo, desde comerse los mocos hasta ser pedófilo, puede derrumbar los cimientos sociales si se hace público. Ahora que lo pienso, mi primera confesión, justo antes de hacer la primera comunión, arrodillada frente al cura, fue precisamente que me comía los mocos. Fue muy genuina y el padre se mantuvo muy serio, solemne, y ahora me pregunto por qué no se reía, o si ocultaba su risa para no deslegitimar el sagrado sacramento. Eso de la confesión, de contarle los secretos, no, perdón, los pecados a alguien para poder tomar el cuerpo de Cristo, como si la expulsión por medio del lenguaje de los secretos purificara al cuerpo, lo cual en cierto sentido, es sublime. Cuando niña, me imaginaba al cura absorbiendo los pecados de los niños, haciéndose gordo, tirándose pedos de nuestros pecaditos de comernos los mocos y quien sabe qué otras cosas que pueden confesar los niños, y por eso, porque nuestros secretos lo llenaban de gases, de risistas atragantadas, era malo y nos decía cosas como que si se nos aparecía la Virgen y nos daba miedo era porque en realidad era el Diablo.

En este punto dejé mi cuerpo no sé dónde. Mis cuestionamientos hacia la religión me han hecho poner en duda a muchas instituciones; no entiendo el matrimonio ni que existan wedding planners y que todas las bodas sean igualitas y que a pocos se les ocurra hacer algo diferente; no entiendo por qué un ritual del amor tiene que aplanarnos; no entiendo el día del San Valentín, ni el día de la madre, ni mucho menos el día del padre, que haya que gastar y gastar, y obviamente los almacenes felices, el comercio feliz, los centros comerciales atestados y uno en la ruina sumergido en acciones mecánicas cuyo único sentido se sustenta en el gasto y la compulsión por el comprar.

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No entiendo a los curas ni que la gente siga confesándose y creyendo que se purifica para poder comerse una oblea que es el cuerpo de Cristo. No entiendo la figura del Papa por muy político y suramericano. No entiendo por qué seguir alimentando esas figuras de poder, si es tan evidente que el puente entre lo humano y lo divino se derrumbó hace tiempo.

El aspecto simbólico de las religiones es quizás lo más interesante que tienen, pero no es suficiente como para no derrumbar su poder a través de una reflexión por parte del pensamiento racional. El pensamiento mágico, que tiene mucho que ver con la fe, debería servirnos para deshierbar fronteras y escuchar lo que no tiene lenguaje, no para creer que un señor, en muchos casos con antecedentes pedófilos, es el representante legal de Dios sobre la tierra.

Tampoco entiendo a los ginecólogos hombres, o por lo menos, a los ginecobstetras. Me pregunto por qué facilitarles la vista del nacimiento a ellos tiene que hacer del parto algo tan complicado. Me extraña que esta posición no sea cuestionada por las ginecobstetras mujeres, ni por las mujeres del común que hemos parido y seguiremos pariendo por los siglos de los siglos. Mi amiga Helen, por ejemplo, que vive en Salvador de Bahía, acaba de tener a su hija Flor. En una casa de parto. Arrodillada, con la ayuda de una partera. Dice que la bebé salió sola, sin esfuerzo y que así nacen la mayoría de bebés en esos lugares. No quiero idealizar, ni romantizar, ni mucho menos desconocer los aportes de los hombres a la ginecología. Sin embargo, por razones históricas obvias, los avances en ginecobstetricia fueron realizados por hombres,  —varios siglos de negación de un espacio en la ciencia para las mujeres les dieron harta ventaja. El privilegio del estudio del cuerpo femenino está en manos de muchos hombres irresponsables que quieren legislar sobre nuestros úteros e imponer sus dogmas y hasta sus vidas privadas, por encima del derecho de libertad y la calidad de vida.

Por ejemplo, uno de los tantos ginecólogos a los que visité cuando estaba embarazada me dijo que yo no iba a poder alimentar a mis hijos mellizos porque eso era imposible, y además, para qué, que lo mejor era empezar a comprar la leche desde ya y a los tres meses de embarazo me recetó una leche carísima. Menos mal que yo busqué toda la ayuda posible hasta que di con la maravillosa Carmen, de la Liga de la Leche, que por las noches hablaba con los espíritus y los espantaba para que no molestaran a mis bebés. Fue ella quien me ayudó a amamantar a mis hijos contra todo pronóstico. Por ejemplo, cuando mi hermana iba a tener a su primera hija, el ginecólogo le dijo que iba a tener que adelantar el parto porque el sábado tenía una rumba buenísima en Andrés Carne de Res.

Pensamos que nuestros cuerpos nos pertenecen, pero en muchos sentidos, siguen siendo del Congreso, los hospitales, las iglesias, los imaginarios de belleza, y ahí, más que materia humana, somos materia animal. Lo de animal no está mal, de hecho, yo abogo porque esa animalidad surja y se reinterprete y se deje de decir que alguien es animal o bestia cuando tiene un comportamiento inapropiado. Tampoco hablo de materia animal con la morbidez con la que son tratados los toros de Lidia, esa solemnidad en torno a ellos que apela a la imagen estética del sacrificio, cuando eso de destacar el ritual de un animal cuya belleza surge a través de su dolor no es más que una alabanza al pasado colonial español que poco merece alabanza. Cuando hablo de nuestros cuerpos como materia animal, hablo de la manera en que las decisiones de las leyes y los médicos y los políticos y los medios y su sentido moral de la estética, y sus morales basadas en la fe, —como si de verdad la divinidad estuviera concentrada en los asuntos de los hombres—, nos reducen a la situación de la vaca que no tiene cómo oponerse a ser convertida en hamburguesa.