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periodismo deportivo

Repetición instantánea: Releer "Paper Lion"

Nunca es mal día para releer uno de los clásicos del periodismo deportivo: un viaje al interior de un equipo de futbol americano y las cuatro jugadas en las que participó un amateur.
Imagen: Flickr

"No sé cómo puedes tener todo eso en la cabeza. Primero tienes que recordar la posición en el campo, qué down va y demás. Tienes que recordar más de 75 jugadas ofensivas distintas —cierto, los entrenadores apoyados en los visores y en el estudio del video rebajaran a unas 15 o 20 para la ready list: la lista de jugadas que seguro podrían ser más efectivas según el club contra el que juegues—, pero la defensa puede acomodarse de 4 o 5 maneras distintas ante tus jugadas, lo que da poco menos de 100 situaciones distintas posibles que tienes que diagnosticar para ver si continúas con esa jugada elegida o no. Luego, después de cambiar la jugada, la defensa se arremolina y se acomoda y quizá te obliga a variarla una vez más. Y mientras todo esto sucede, el reloj está corriendo; solo tienes unos segundos para decidir qué hacer, y además de todo, te está sangrando la nariz y justo cuando te vas a colocar detrás del centro, tienes la clara sensación de que las agujetas de tu tenis están desamarradas. Y, por Dios, todavía tienes que dar la señal y ejecutar la jugada", dijo el inmortal número 0 de los Lions de Detroit antes de saltar al campo.

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El acceso: caminar detrás de valla, gritar preguntas junto con corresponsales de otros países, apiñar micrófonos sobre la mesa de la conferencia de presa y ocupar un sitio cercano a la acción el día de la competencia. Antes, sin embargo, no era así. Antes no se requería de una estrategia de mercadeo para abrir ninguna puerta. Antes era suficiente con la osadía y la insistencia de un incauto. Antes, estuvo George Plimpton.

No fue el primero en hacerlo, pero sí fue el que entendió mejor como hacer del acceso, una odisea. Lo que logró en otra época, en una en la que el video bajo demanda no era tiranía; la historia se contaba al ritmo de la prosa, por la radio, en la sesión dominical frente a la televisión. Ahí estuvo Plimpton.

El nombre quizá sea ajeno, desconocido: no es para menos, sus mejores libros quedaron rebasados con el acenso del NFL Films y los micrófonos en debajo del uniforme. Plimpton, un sibarita de la costa este de Estados Unidos, espigado y frágil, de ojos caídos y melancólicos y con una educación de élite, era contertulio de los mejores escritores de principios de siglo. Hemingway, Gertrude Stein y compañía lo contaban entre sus amigos. Fundó una revista literaria, The Paris Review, que continúa hasta la fecha. Y él, inquieto, con ojo oportunista y curiosidad autodeprecatoria, hizo de su afición a los deportes una vocación casi suicida.

Así llegamos a esta relectura de Paper Lion (1966). Ese editor literario, de sacos de pana y dedos manchados de tinta, decidió que el periodismo vivencial estaba en el campo de juego. Convenció, gracias a su facilidad para estar cómodo en cualquier entorno y ante cualquier interlocutor, a los Yankees de Nueva York de dejarlo lanzar una entrada en un partido de exhibición. Era 1958.

Y durante dos años antes de conseguirlo, buscó con varios equipos de futbol americano conseguir disputar unas cuantas jugadas con algún equipo profesional. Después de varios intentos fallidos, los Lions de Detroit de 1963 le dieron la posibilidad de formar parte de su equipo y disputar un down —cuatro jugadas—, como quarterback en un partido oficial interescuadras. Su experiencia apareció como un reportaje de dos partes en la revista Sports Illustrated en 1964 y expandida en el libro que ahora conocemos dos años más tarde.

¿Quién, sino un aficionado a fondo, recuerda a alguien del roster de los Lions de 1963? ¿El dicharachero defensivo Night Train Lane, por ejemplo? ¿Les suena? Si no, importa poco. Paper Lion es una crónica de personajes vagamente conocidos, completamente vivos a pesar de la distancia temporal: así de buen observador es Plimpton. (Véase, por ejemplo, el relato de su primera comida en el salón común del internado donde celebraban su pretemporada. O su recuento de la cantidad de bromas que los jugadores aburridos y encerrados se aplican unos a otros.) Tan redondos los personajes que años después, con Alan Alda en el papel del mariscal de campo, Paper Lion se volvería largometraje. La decena de capítulos breves nos llevan paso a paso hacia el desenlace prometido: una serie de downs en el partido estelar interescuadras antes del inicio de la temporada. La de Plimpton, como es de esperarse, no es una historia de talento oculto descubierto de pronto: para eso está el sentimentalismo de las películas inspiradoras: fracasa estrepitosa y completamente.

Ese es el gran hallazgo de Paper Lion: Plimpton jamás da un paso hacia la casilla del experto. Nunca pretende saber más que los protagonistas; pero tampoco se niega a ocupa el sitio central que su papel le exige. Es un patiño de su fracaso: un amateur que casi nunca olvida sus limitaciones, y cuando lo hace, las circunstancias, cómicamente, lo hacen recordarlas. (Véase, por ejemplo, el momento en el que prueba suerte como cornerback en un par de pases en la práctica.)

Hubo un momento el que acceso no era solo un carnet plastificado colgando del cuello, ni la cortesía de alguna libreta con los colores del equipo. Hubo un momento, y ahí estaba George Plimpton, en el que el acceso significaba ponerse el uniforme, sudar de nervios y no recordar del todo lo que pasó hace cinco minutos por un severo golpe en la cabeza.