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El ataque del pitón albino, cuando las mascotas exóticas te recuerdan que son animales salvajes

‘¿Te imaginas lo que me harían si esta cabrona mordiera a Bárbara Mori?’

El pitón tenía los ojos rojos, era color durazno con patrones trazados en blanco crema y rebasaba los cuatro metros de longitud. Llegó a mis manos en las más extrañas condiciones. Un día en que regresaba de la prepa a la hora de la comida, me topé con una filmación de Televisa en la plaza de Coyoacán. El programa era de esos de concursos en los que los participantes son retados a hacer osadías a cambio de unos cuantos pesos. En esa ocasión, una mujer, cubierta únicamente por un diminuto traje de baño, tenía que permanecer varias horas dentro de una vitrina repleta de alimañas: tarántulas, serpientes, salamandras y demás organismos no favorecidos por el vulgo. Me abrí paso entre los espectadores morbosos y recargué mi rostro contra el cristal. En el instante preciso del descubrimiento mi mirada fue víctima de aquel contorno. Mis ojos adolescentes prisioneros de su turgente redondez. No me estoy refiriendo a las virtudes anatómicas de la concursante, sino a la tersa piel escamosa de la serpiente de mayor tamaño dentro del encierro.

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Lo que sucedía era que yo manifestaba una adicción singular por los organismos de sangre fría. Desde que tengo uso de razón, los reptiles y los anfibios me producen una gran fascinación. Quizás obsesión sea el termino más adecuado para describir la relación que he entablado con los organismos propios del herpetario. Para el momento de aquel encuentro en la plaza yo ya mantenía a un buen número de ejemplares en cautiverio. Mi colección, iniciada a los siete años con una inocua serpiente de agua, había ido creciendo vertiginosamente hasta que invadió por completo la casa de mi madre. Camaleones, varanos, boas, tortugas, sapos, ranas venenosas y axolotes se repartían en peceras y terrarios distribuidos por todas las habitaciones del hogar materno, y yo estaba siempre al asecho de incrementar el inventario con animales cada vez más raros.

Por eso es que, desde el primer momento en que hice contacto visual con aquella magnifica criatura albina, supe de inmediato que sería mía. “Oiga, ¿quién es el encargado de los animales?”, le pregunté a un camarógrafo. Me señaló a un tipo bajito con barba de candado. Un par de preguntas después, me quedó claro que el propietario no mostraba particular inclinación por mantener bajo su custodia al ejemplar culpable de mi ansia. Le propuse un intercambio justo: le daría un camaleón pantera a cambio de su serpiente albina. Aceptó.

Al día siguiente nos encontramos en la Plaza de la Conchita y realizamos el trueque zoológico. Emocionado abrí el saco de tela que me entregó el hombre de barba de candado y admiré mi nueva adquisición. La verdad era que el pitón burmese, Python molurus bivittatus, no estaba en las mejores condiciones; se veía flaco, algo deshidratado y mostraba signos de debilidad extrema. Su exdueño me informó que el mal estado del animal se debía a que recientemente había participado en una telenovela. Ante mi falta evidente de comprensión, el manejador de animales de Televisa extendió su explicación revelándome el secreto del buen comportamiento de la fauna exótica utilizada con fines histriónicos. Para ahorrarse posibles problemas, los organismos potencialmente peligrosos eran llevados a un estado semiletárgico. Escuché con desaprobación rotunda que mi nueva serpiente había sido alimentada con sonda durante los últimos seis meses. “¿Te imaginas lo que me harían si esta cabrona mordiera a Bárbara Mori?”, me preguntó el idiota. Negué con la cabeza. Él miró al camaleón satisfecho y se despidió de mí con una sonrisa maliciosa que sugería que me había visto la cara de pendejo.

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Me quedé congelado. Me sentía más frustrado que contento. Miré nuevamente dentro del saco, la columna vertebral del pitón se marcaba a través de su piel produciendo una estampa poco esperanzadora. No obstante, la coloración naranja lava era motivo suficiente para no caer en la depresión de haber sido engañado. Regresé a casa y coloqué al raquítico ejemplar en su nueva morada. Su semblante, lejos de impresionar, más bien causaba lástima.

Dediqué los siguientes meses a la recuperación paulatina del organismo. Primero alimentándolo con presas congeladas (acto nada grato, ya que, debido a la naturaleza de las serpientes, era necesario elevar la temperatura de los roedores previo a ofrecérselos y hay que experimentar el olor de las ratas calentadas a baño maría para entender el esfuerzo implicado). Después, cuando ya contaba con la fuerza suficiente para la constricción, tocó el turno a ratones vivos pequeños. Conforme ganaba peso poco a poco incrementé el tamaño de la presa, hasta que terminó comiendo dos ratas de medio kilo a la semana. Para ese entonces, el pitón ya se veía completamente rehabilitado. Su peso había incrementado a más del doble y se comportaba de manera sumamente activa.

Dado su alto grado de docilidad comencé a tomar menos precauciones que las pertinentes al manejar organismos de tal envergadura; después de todo, cuatro metros de músculo escamoso no son pocos. Y fue por motivo de este exceso de confianza de mi parte que sucedió el accidente. Era sábado en la mañana y tocaba alimentar a las serpientes. Aventé una rata de buen tamaño dentro del terrario del pitón albino, verifiqué que la cabeza amarilla estuviera atenta a la presa y me dispuse a cambiar el traste de agua. Acción más idiota que temeraria, pues cualquier herpetólogo, por más amateur que sea, tiene clarísimo que nunca se debe exponer el físico durante el momento de la cacería. Sentí un golpe contundente y caliente en el dorso de la mano, me sorprendió tanto que por unas fracciones de segundo no tuve claro lo que me había sucedido. Fue algo así como cuando uno se incorpora y se pega en la cabeza contra un estante del que no se tenía conciencia de su existencia. Todo sucedió muy rápido: golpe, sorpresa, dolor, reacción. Retiré la mano jalándola hacia afuera del terrario y casi me da un paro cardiaco al ver que seguida de ella venía la serpiente. O mejor dicho el resto de la serpiente, porque su cabeza estaba mordiendo mi mano con furia. Tomó la ínfima duración de una flexión de brazo el que los cuatro metros de pitón rodearan mi extremidad por completo y la apretujaran con fuerza. Yo en shock no podía creer lo que veía, el cuerpo cilíndrico reptiliano me cubría el brazo izquierdo en su totalidad, desde el hombro hasta la punta de los dedos.

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Una cosa es que una serpiente te muerda en defensa propia y una muy diferente es que lo haga con intenciones depredadoras. Cuando la cena está de por medio, el ataque siempre es brutal. Lo que sucedió en este caso fue que el pitón olió a la rata pero siguió el movimiento de mi mano, confundió ambos estímulos sensoriales como si provinieran del mismo organismo y se abalanzó contra mí con la ferocidad del hambre.

A través de las fauces de la serpiente comenzó a brotar un hilo de sangre. Mientras cobraba conciencia de la gravedad de la situación, y me percataba que esa sangre que estaba viendo provenía de mi cuerpo, comprobé con horror que toda lucha por mi parte sería interpretada como resistencia de la presa; actitud que significaría solo una cosa: constricción más severa. Para ese momento más que dolor comencé a sufrir el peso del pitón, cargar cuarenta kilos con un brazo no es algo que se pueda hacer durante mucho tiempo. Entré a la casa en busca de ayuda. Subí las escaleras para encontrarme con que mi mamá se estaba bañando con su nuevo novio.

Dudé qué hacer. ¿Estaba justificado profanar la intimidad de la regadera? ¿Sería necesario irrumpir el ritual del baño y confrontar la desnudez materna? Pero los cuatro metros de serpiente que rodeaban mi brazo, despejaron todo pudor. Abrí la puerta. Me recibió un cuarto lleno de vapor y gritos de sorpresa. Creo que nunca he visto un rostro que denote más horror que el gesto que se dibujó sobre la cara de mi madre. Con una especie de pánico y odio saltó de detrás de la cortina y tomó unas tijeras. “La voy a matar”, decretó acercándose con decisión y levantando las tijeras en el aire. Le pedí que no lo hiciera, que me había mordido sin querer e intenté explicar que todo había sido una confusión; que era mi culpa y no la del animal. Por supuesto que esta aseveración no disminuyó ni un milésimo el grado de alerta de mi progenitora, pero sí frenó por un momento su ofensiva. Hecho que quizás me haya salvado de terminar manco, porque la realidad es que matar a un pitón de cuatro metros no es tan fácil como podría parecer y si la bestia se hubiera sentido amenazada quien sabe con qué fuerza habría respondido.

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Metimos a la serpiente bajo el chorro del agua fría. Lentamente ella se dio cuenta de que mi mano no sería su cena y dejó de apretar. Entre los tres fuimos desenroscando vuelta tras vuelta de los cuatro metros del animal y liberamos mi brazo que estaba morado. El problema surgió al llegar a la parte de la cabeza, porque, aunque el pitón intentaba cooperar, sus dientes estaban trabados en mi carne. Con mucho dolor y trabajo conseguimos zafar su mandíbula de mi mano. No fue hasta ese momento que, tanto mi mamá como su novio, cayeron en cuenta de su desnudez y tomaron medidas al respecto.

Regresé al pitón a su terrario. La rata, salvada por mi estupidez, corría alegremente por la sala de la casa. Mi madre me desinfectó la herida e insistió en que había que hablarle a un médico. La verdad es que no había mucha razón para ello, puesto que los pitones no poseen veneno. Sin embargo, por lo aparatoso del ataque, consideró propio preguntar a un experto. El pobre médico quedó más impresionado que nosotros, a la fecha sigue hablando ocasionalmente a la casa para indagar sobre mi salud. Yo tardé seis años en recuperar la sensación en el dorso de la mano. Nunca supe si esto se debió a que el pitón lesionó mis nervios o a alguna proteasa contenida en su saliva. De cualquier manera, a partir de ese evento procuré tener más cuidado, y aunque he recibido numerosas mordidas defensivas por parte de distintos reptiles, nunca más un ataque con fines de depredación.

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Tuve mucha suerte de que la serpiente enfocará su fuerza sobre mi brazo, porque de haber alcanzado a abrazar mi tórax el resultado podría haber sido bastante peor. Existen numerosos casos de ataques mortales por este tipo de mascotas. Sobre todo en Estados Unidos, donde no es extraño que un pitón de siete metros habite libremente por la casa, se han registrado accidentes que terminan con la vida de algún integrante de la familia. La moraleja de esta historia es que los organismos exóticos, aún los nacidos en cautiverio, siempre seguirán siendo animales salvajes.

Aquí dejo algunos links a videos sobre otros ataques.

Este es medio amarillista pero plasma bien las situaciones que se pueden suscitar:

Éste está pacheco pero perturbador:

Esté medio tonto pero igual podría servir para dar una idea:

Más de Andrés Cota Hiriart:

Don Erasmo vs. la cucaracha madre