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Cultură

Traicioné la confianza de una comunidad de expresidiarios sexuales

La comuna de Bookville se encuentra abajo de un puente en Miami y es prácticamente al único sitio donde se debía dirigir a los convictos tras terminar su condena.

Nunca pensé que sería yo quien traicionaría su confianza. Ni siquiera se me ocurrió. Estaba tan encantado con la historia y la polémica que generaría el proyecto que la idea de que yo estaba siendo el traidor de la relación me eludía por completo. Hace seis años yo —entonces un estudiante de cine y filosofía— me aproveché de la confianza de una comunidad de expresidiarios sexuales para utilizar sus historias y producir un documental experimental para mi tesis.

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Después de mostrar el documental, guardé en mi armario los tres cassettes grabados con algunos de los mensajes para sus familias. Había sido lo último que documenté, cuando el Abuelo, el Ruso y el Mago habían finalmente aceptado mostrar sus caras. Después de semanas de conversaciones —y de grabarlos sin mostrar sus caras, del cuello para abajo— ya confiaban en mí. Sus testimonios son más emotivos, más sinceros, dirigidos a familiares y amantes, no a una audiencia anónima. En uno de los cassettes, el Abuelo recita un poema de amor para a quien nunca pudo pedir perdón por su crimen. "Para que no te olvides del hombre del puente", era la última línea.

En el segundo cassette el Ruso explicaba que estaba ahí por exponer su pene a una mujer que espiaba adentro de su casa. Se declaraba menos "predatorio" que sus vecinos. Me dio un tour de los tres cuartos que había logrado construir en sus años ahí, muy orgulloso del baño en especial, donde el escusado funcionaba con tubería completa. "Estoy bien y estoy cómodo", le dice a su familia mirando a la cámara. La suya era la construcción más sólida y sofisticada de todas, justo abajo del puente. En cambio, el Mago no se acostumbraba a vivir ahí. Nos lo decía refunfuñando detrás de nosotros mientras grabamos a otros. Aceptó ser grabado muy pocas veces. La del cassette fue un show exclusivo: Retomando su papel performativo, el Mago interpreta los trucos de cartas mágicas que hacía en su shows de fiestas de cumpleaños infantiles. Su mirada a la cámara es risueña. Pregunta: "¿Donde está el corazón de diamante?" No sé. El toma la carta correcta

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"¡Tará!"

Y frunce el ceño. Esa era su vida antes de ser encontrado culpable.

Cuando se trata de presuntos abusadores de menores, es extraño referirse a ellos como víctimas. Pero lo fueron. Fueron mis víctimas, junto al resto de entrevistados que en carpas y barracas nos recibieron confiados bajo el puente Julia Tuttle en Miami. Yo me había interesado en el lugar por un artículo en la revista Time que leí en la sala de espera de mi dentista. La comuna se llamaba "Bookville" en honor a Ron Book, el cabildero protagónico de las leyes contra los crímenes sexuales que determinaban que nadie registrado como "criminal sexual" pueda vivir a menos de 2,500 pies de áreas donde se congreguen niños. Según versiones no oficiales, Book también promulgó informalmente al puente como al único sitio donde se debía dirigir a los convictos tras terminar su condena. "Welcome to Bookville", rezan dos carteles sobre las rejas abiertas de la entrada. Al aire y paciencia de todos, Book debía pensar que las carpas bajo el puente servían como una suerte de ejemplo para la ciudad.

Mi primo Nicolás fue conmigo llevando su pequeña Vixia sf100. Nos encontramos en Miami a principios de enero, sin mucha idea de que esperar. Una abogada en la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) de algunos de los residentes bajo el puente nos advirtió de lo fácil que era ir. Según ella, Bookville era un lugar donde irónicamente se sentía muy segura. Nos dijo que el sitio estaba siempre monitoreado y que, en su mayoría, quienes son condenados a estos crímenes no tienden a ser muy agresivos físicamente. Si lo son —nos explicaron informalmente algunos abogados después— sus compañeros de celda se encargan de apagar su altivez a la fuerza. Por eso tras cumplir sus sentencias, muchos criminales sexuales salen dóciles de la cárcel.

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Los agresivos fuimos nosotros. Teníamos un mes para sacar algo de ahí y adaptarlo a la narrativa que había planeado yo. Mi proyecto era un experimento "kafkiano", declararía entonces, y más que un documental como tal, sería una exploración de la ficcionalización del concepto del "monstruo". Muy post-moderna la cosa. En vez de teoría legal o sociológica, utilicé ficción como punto de partida: La Metamorfosis y la Colonia Penal. De la novela tomé la imagen de Gregorio Samsa como referente del "hombre convertido en monstruo", que "es Gregorio Samsa y, a la vez, deja de serlo". En el caso de los residentes del puente, la relación para mi era al revés, la de hombres percibidos como "monstruos" a quienes al humanizarlos, volveríamos a llamar Gregorio Samsa. En vez de Meta-morfosis, pensé yo complacido, era una Morfosis-Meta. La asociación al cuento La Colonia Penal era más literal: Un hombre visita una colonia penal donde se castiga a los presidiarios tatuando descripciones escritas de sus crímenes con cauterizaciones sobre su piel. Al igual que el espectáculo ejemplarizador de vivir bajo un puente, para mi la mejor manera de entender ese concepto mecánico y punitivo de justicia era ficcionalizándola en Kafka.

Mientras que a los nuevos residentes se los podía identificar por sus carpas pequeñas, los residentes más experimentados se distinguían por la construcción de sus viviendas más sólidas. El Abuelo era uno de ellos. Vivía en una cabreriza de madera y zinc construída de a poquitos donde le alcanzaba para una cama apretada, estantes donde guardaba trastos de cocina, libros religiosos, café instantáneo Bustelo y objetos útiles encontrados por ahí. Tenía dos televisores nuevos de paquete que habían sido regalados por una mujer que lo visitaba con frecuencia. La carpa sobre la cama —que utilizó cuando llegó— le cubría de las goteras cuando llovía. Al Abuelo le gustaba sentarnos en una mesa de plástico que tenía afuera y contarnos sus penas. Habíamos quedado en no filmar sus caras, así que grabamos el movimiento de sus manos y sus recorridos dentro y fuera del marco cuando contaba se perdía en algún relato. Terminaba sus historias recordando su nueva vocación. "Era un hombre del señor", dice a la cámara y —casi sin respirar— se dirige a las madres del mundo: "Recen por cada uno de nosotros".

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El Abuelo es nuestro protector y garante en la comunidad. Lo visitan de carpas cercanas a tomar el café y hablar de política. Vive al lado del mar, con una vista directa al skyline de Miami. Nos presenta a mí y a Nicolás como periodistas, porque es lo que le dijimos que somos. Es, sin duda, el protagonista del documental y una figura importante en la comunidad. Se mueve, deambula, canta. Habla, mueve las manos, ríe, nos cuenta de la cárcel, de los guardias que no lo dejaban comer y que lo castigaban con frecuencia por su crimen. "Los guardias avisan lo que hicimos al resto de reclusos", nos cuenta. "¡Ese que está ahí es violador de niños!"

"Hay que darle una paliza"

Yo no pregunté si era cierto. De eso podían encargarse los abogados. No me interesaba saber si eran culpables o no, o si sus historias tenían respaldo anecdótico. Me parecía que era un pregunta irrelevante para el eje de mi proyecto, al que lo consideraba más teoría literaria que sociológica. Al fin y al cabo lo cierto es que el trato cultural al crimen como tal es distinto al de otros —más allá de las disposiciones legales—. Existen otros elementos en juego en como se valoriza culturalmente al crimen, una especie de moral no-formalizada, instintiva. Los residentes de Bookville coincidían en que la cárcel es especialmente cruel (vengativa) con quienes llegan acusados de crímenes sexuales con menores.

La pregunta era impertinente además, por lo que fue el descubrimiento más importante de nuestra estancia en Miami: Las definiciones de lo que en si constituye un crimen sexual en Florida. No todos los que vivían bajo el Julia Tuttle eran pedófilos. Muchos estaban ahí por delitos menores que son registrados como crímenes sexuales y que conllevan las mismas restricciones. Es decir, más allá de cuál es el delito, si se lo considera "sexual", éste deja la misma marca—y los mismos 2,500 pies de distancia—. En Miami en especial, las leyes son notoriamente estrictas en ese ámbito. En 2014, la polémica surgió después que un hombre y su pareja fueran sentenciados a hasta quince años de cárcel por haber sido vistos teniendo relaciones sexuales en la playa.

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En la comuna nos contaron de casos de relaciones sexuales entre adolescentes en los que uno de los involucrados ya había cumplidos los dieciocho. Como "criminales sexuales", estas personas debían atenerse a consecuencias parecidas a las de abusadores seriales. Cuando nos contaron eso, yo me puse inmediatamente a buscar en el internet. Los registros se pueden encontrar fácilmente. Todo criminal sexual tiene su ficha pública. Pero la diferencia más visible entre unos y otros era que unos tenían estampados la palabra "depredador" en rojo y otros no.

Al Mago, visitante frecuente del Abuelo, lo conocimos durante nuestro segundo día bajo el puente. Fue el primero en olerse lo que yo estaba haciendo. "¿Estás leyendo Kafka?", me preguntó al ver uno de los libros que se asoman de mi mochila. Asentí y él continuó "este es el mundo de Kafka". Cuando le pregunté si lo había leído, se negó. "Se necesita tener una imaginación demasiado perversa y distorsionada para entender a alguien así". Nunca dejé de grabar, así que conversábamos esto mientras nos mostraba el GPS en la pierna derecha y el cinturón con el que se monitorean sus movimientos. Como sus vecinos, al Mago se le permitía salir del puente solamente hasta las 7 de la noche. En la mañana, tenía que reportarse a un supervisor que visitaba el campamento a diario.

Las carpas escondidas bajo las plataformas del Julia Tuttle justificaban la mirada de Kafka. Era un mundo como diseñado para insectos, para los indeseables. Vivir bajo el rugido repetitivo y mecánico de un enorme puente. Cuando el Ruso vio que hacíamos una toma general de todo el paisaje pensó que estábamos queriendo robarle su cara. "No me grabes la cara!", gritaba corriendo hacia Nicolás blandiendo sus brazos. "¡No me filmes la cara!"

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Intervinieron el Abuelo y el Mago. Nicolás se fue con ellos a pasar el susto y yo me quedé con el Ruso disculpándome. El Abuelo le había dicho que éramos periodistas, pero él se mantenía escéptico; quería saber que íbamos a decir después. Ya estaba cansado de los periodistas, que desde hacía rato no faltaban. También estaba molesto con la actitud del Abuelo, nuestro defensor. Todavía enojado, me desafiaba preguntando "¿Tu no quieres saber que hizo el Abuelo?"

Me lo escupió todo. El Abuelo había abusado de su nieta de 12 años. Lo había hecho en repetidas ocasiones. Si yo buscaba su nombre en el internet, me decía, lo encontraría como "depredador" en rojo. Me dijo que lo hiciera. Que lo busque al Abuelo y al él mismo. Me notó pálido, tal vez cuando me ofreció agua, riendo. Golpeaba mi espalda. Le pregunté del Mago. "¡El Mago es el peor de todos! Lo niega todo, pero es el peor!"

Y prosiguió. Yo ya no lo escuchaba, porque me narraba a detalle, los rumores y lo que había oído del Mago mismo. "Tu que te creíste que venías a lidiar con inocentes. Aquí nadie es completamente inocente".

El encuentro con el Ruso fue cuando dejamos de contar. Me reuní con Nicolás, quien me notó descompuesto, y nos despedimos con dificultad. Caminamos en silencio por el puente hasta llegar a un McDonalds, donde persistió nuestro silencio. Decidimos no volver, entre otras cosas, porque teníamos material suficiente.

El cuento La Colonia Penal tiene un final irónico. La máquina que inflige las cauterizaciones es observada por un viajero indignado por lo que ve. La justicia de la colonia es barbárica y cruel, así como el manejo burocrático y mecánico de sus operadores. El viajero lo sabe, lo siente y lo expresa. El reconoce la monstruosidad de la que hace parte la estructura del castigo. Sin embargo, cuando está saliendo de la colonia tiene la oportunidad de recibir en el bote y salvar a uno de los presidiarios. En vez de hacerlo, lo empuja fuera de la borda.

Los casetes que encontré en mi armario fueron parte de lo que grabé días después de mi encuentro con el Ruso. Nicolás ya se iba de Miami, así que regresamos a despedirnos. Luego, sin la cámara digital, yo fui a grabar con una mía vieja, Standard Definition. Pasé todo el día ahí, comí con ellos. Durante la cena llegaron dos nuevos residentes, recién salidos de la cárcel. El Abuelo los invitó a comer con nosotros. "Qué hiciste?" Se preguntan entre todos. En sus respuestas nadie es culpable. Comemos arroz con gandules. El Abuelo canta y toma un poco del ron que llevé en agradecimiento. No me quería sentir como el viajero del cuento, así que ahí estaba para grabar sus mensajes al mundo. Ser su mensajero.

Pero los preferí de víctimas: Hice mi película, me gradué y nunca más volví.