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No acepto

Sería un desperdicio de fuerzas que el matrimonio igualitario en Colombia se convirtiera simplemente en una carta de blanqueamiento y normalización para las personas LGBTI.

De pequeño me enseñaron que el camino destinado para un hombre homosexual no tenía sino tres variantes: 1) Ser el cura familiar y purgar el pecado mientras que tus tías disfrutaban el V.I.P. de la capilla. 2) Hacerte a un "amigo" lo suficientemente "discreto" como para recibir la aprobación de tu madre, pero ganarte el poco "discreto" odio de tu padre. 3) Permanecer en la comodidad del clóset (incluso casarse, producto de la presión familiar, y llegar a una madurez más bien biche, solitaria y secreta persiguiendo pollitos en los baños públicos).

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Hoy, cuando Colombia celebra la legalización del matrimonio igualitario, sería un desperdicio de fuerzas que esta figura se convirtiera simplemente en una carta de blanqueamiento y normalización para quienes decidan recorrer ese camino, dejando nuevamente al margen a quienes no nos interesa adoptar ese estilo de vida. El matrimonio, si bien asegura ascensos económicos y quizá un par de hijos que ocupen el asiento trasero del automóvil, también viene anclado a un sistema de valores hipernormado que ha predefinido hasta ahora las vidas de quienes lo transitan.

No lo niego, yo fui un romántico que soñaba con encontrar al príncipe que me salvara, al menos un poco, del temido infierno maricón que me habían metido en la cabeza. Advierto que primero probaron la vía célibe: a mis ocho años recibí de regalo una bolsa de hostias y un disfraz de obispo, diseño exclusivo de mi abuela, que en paz descanse. Pero cuando la mula coge trocha es terca en su empeño. No estaba dispuesto a condenarme a un clóset repleto de pornografía y sacristanes pasajeros ni a morir de una sobredosis de hormonas y desidia. Así que para mis 15, cuando salí socialmente del clóset, lo primero que se me advirtió fue que ante todo debía ser "serio" y "masculino", alejarme de los viejos pederastas, la promiscuidad y sus infecciones, y refugiarme —aunque fuera sin la venia del Señor— en una relación monógama por los siglos de los siglos.

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Raise me up es una metáfora del clóset, de la lucha interna que libramos cuando los deseos propios y los afectos familiares se enfrentan. Es un canto a la valentía de quienes exigieron una vía libre en los disturbios de Stonewall en junio del 69. Ninguna voz más apropiada para invocar toda esta fuerza que la de missis Anohni Hegarty.

No quería defraudar a la familia, por supuesto. Eran su sabia presión social y esos amañes de cualquier sistema democrático en el que la mayoría está convencida del camino que más le conviene a la minoría apabullada. Así que por varios años renegué de los machitos que sólo buscaban sexo en los chats, aunque el furor hormonal me llevó a entregarle mi himen psicológico a uno de tantos (con el debido y cristiano sentimiento de culpa, por supuesto). Intenté un par de relaciones, pero con los típicos ensayos de escenas de celos, traiciones y deseos contenidos, como bien me lo habían enseñado mis tías y sus telenovelas… hasta que me harté.

Fue con Daniel, mi pareja actual, con quien finalmente comprendí que en el fondo cualquier relación, independiente de su naturaleza, es una batalla de poderes que si no están equilibrados se condenan muchas veces a un torpe juego de jefes supremos y esclavos obedientes. Y aunque no niego que existan parejas a las que les funcione establecerse de esa manera, ese guión no cabía dentro de mi experiencia.

Los dos primeros años fueron el mismo rifirrafe de celos y reclamos, pues aún quería encontrar al redentor de mi vida, pero Daniel la resolvió fácil un día que me dijo: "todo es un riesgo", y a mis celos los desarticuló con un: "el que las hace se las imagina".

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Hozier no sólo logró una oda al amor gay con esta canción, sino que dejó al descubierto que amar a otro que no pertenece a nuestro clan original es necesariamente un acto de rebelión, un pecado contra lo ya estipulado. Nuestra iglesia "no ofrece dogmas", me transmite un sentimiento absoluto de libertad.

No hubo argumentos para contradecirlo. Mi pelea era interna, no lograba reconciliar los valores aprendidos con lo que mi deseo me dictaba. Así que al tercer año, cuando decidimos irnos a vivir juntos, me di a la tarea de comprender mi miedo. Entendí que durante mi crianza me enseñaron a ser celoso y posesivo, no para encontrar el amor eterno, sino para ceñirme a los cánones de lo que se considera una relación real y saludable. Y ese camino, en mi caso particular, no me llevaría más que a encontrar a un esclavo proveedor de amor.

Entonces tomé ese miedo entre mis manos, lo diseccioné, entendí que era un temor infundado, prejuicioso y mal educado. Quizá el mismo que había obligado a muchos a refugiarse en la comodidad de una alcoba nupcial o amarrar sus deseos con candado y camándula. Un miedo heredado socialmente, el mismo que había tenido mi familia por ver convertido a su niño consentido en un puto callejero que moriría seguramente de alguna vergonzosa infección, o en la peluquera de la cuadra a quien ni el menos macho del barrio dudaría en lanzarle un insulto: ¡por cacorro!

Y si eso era el amor no podía con tanto miedo. Comprender todo esto me llevó a transitar por una trocha desconocida hasta entonces: mi propia vía. Que si bien no pretendo sea un ejemplo ni una guía de las buenas relaciones modernas (pues no ha sido un camino fácil y aún es un espacio de construcción conjunta) por lo menos sí es prueba de que inventar otras maneras afectivas no necesariamente es una condena a una vida errada.

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De a poco, con la serenidad que sólo se logra con el tiempo y la perseverancia, fueron apareciendo entre Daniel y yo una serie de acuerdos. Quizá el primero y más importante sería que nuestra relación no estaría cruzada por el compromiso sino por consensos que nos mantendrían unidos, si no por los siglos de los siglos, por lo menos mientras durara el goce de nuestro juego.

La primera vez que probamos un trío, tratamiento de choque contra mi celopatía, comprendí un término que hasta ahora parecía haber estado vedado a mi sistema de valores: la compersión, que no es más que el placer que uno experimenta cuando realmente es otro el que disfruta. No era algo que tuviera que ver con dar rienda suelta al morbo y el placer, ni siquiera tenía que ver con el sexo; era un estado bondadoso y pleno de conexión, de sincronía.

El neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás definió alguna vez el amor eterno como algo que requiere un poco de inteligencia y de ver al otro como su propia mano, de la que se está seguro que nunca te apuñalará. Uno no se enamora de una cara linda ni de unas tetas grandes, uno se enamora de un cerebro porque con él se interactúa y se avanza. "Amar es cerebralmente un baile", dijoLlinás, "y hay que bailar con el que pueda danzar con el cerebro de uno. Amar es bailar, no hacer gimnasia. Encontrar eso es muy difícil; hallarlo es un tesoro".

Antes del doctor Llinás ya lo había cantado Rubén Albarrán en esta sabrosura noventera que es El Baile y El Salón. "Yo que era un solitario bailando me quedé sin hablar, mientras tú me fuiste demostrando que el amor es bailar" ¡Gócenla!

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Un tesoro que no vale la pena arriesgar por simple temor o la presión social que persiste allá afuera donde opera un sistema emocional en desuso. Sistema que percibí latente hace ya más de un mes, cuando los medios de comunicación instauraron esa terrible palestra moral ante el matrimonio Ferro-Pineda, un juzgado de buenas costumbres en el que los acusados debían rendir cuentas sobre la salud mental de los hijos, la monogamia, la fidelidad, el amor eterno y sus traiciones.

El Procurador debió mojarse en su despacho con toda la prensa que recibió el caso del exviceministro del Interior, Carlos Ferro, un posible homosexual caído en tentación, pero reintegrado al buen camino por la presión mediática. Buena hora para sacarle el polvo a los añejos valores de la sagrada familia.

¡Con sentimiento, para el compadre Alejo!

Yo, desde mi experiencia, comprendí perfectamente lo que doña Marcela Pineda, la esposa del exviceministro, intentaba defender. Sin ser una abanderada del discurso del poliamor o las relaciones consensuadas y aun pareciendo una típica esposa tradicional, sin pedirle a los medios y a los oyentes que no fueran metidos y morbosos, con solo nombrar que entre ella y su esposo existían "pactos", le envió al país un mensaje que necesitaba de carácter urgente: que aquí y en cualquier parte del mundo las personas y las parejas debemos gozar de nuestro libre derecho a forjarnos una autonomía moral, esto es, a fijar nuestras propias reglas de juego.

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Autonomías morales que se reafirman en el terreno legal con la decisión tomada el pasado jueves 7 de abril por la Corte Constitucional, y que deja abierta la puerta para instaurar no uno, sino múltiples modelos posibles. Modelos en los que se eduque en la compersión por el otro y el respeto por la autonomía de los demás. Nuevos sujetos en los que la tradición no pese más que el respeto por las libertades.

No acepto que esto sea leído tan solo como un triunfo para el lobby gay. Creo sinceramente que es la oportunidad perfecta para salvar a una vieja institución, para renovarla y ponerla, por lo menos una vez en la historia, a nuestro servicio. Aceptaría sí que detrás de esto se visibilizaran los poliamorosos, las nuevas formas de amor heterosexual y las familias callejeras de las personas transgénero, que también merecen la categoría de familia y de las que hay que aprender, más que los valores familiares, los de la comunidad.

No acepto que se desperdicie el chance de hacer valer nuestras decencias (para que lo entiendan los más tradicionales), no ya como lesbianas, gays y bisexuales, que son simples categorías identitarias que inventamos para alcanzar derechos, sino como personas que se autodeterminan y definen sus propios modelos. Porque como dijo alguna vez el filósofo Michel Foucault, la identidad es sólo un juego. La sociedad no se homosexualizará con el fallo de la Corte, porque no se trata de crear nuestra propia cultura, sino de crear cultura y eso también incluye a las personas que no caben dentro del espectro LGBTI. Incluye la vida del que hasta entonces ha sido considerado el viejo verde, el sacerdote gay, la tía beata, el bisexual casado y con doble vida, experiencias que no pueden seguir invisibles por el miedo y la deslegitimación moral.

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Acepto que se sucedan todas estas fuerzas, pero ya no traspasadas por el temor, sino por un verdadero y renovado sentimiento de amor. Es la oportunidad, y parafraseo nuevamente al filósofo, para crear nuevas formas de vida, de relaciones, de amistades sociales, nuevas creaciones en el arte y la cultura, nuevas éticas y formas de hacer política. Porque más que una identidad deberíamos ser fuerzas creativas.

Madonna nos rehabilitó en la pista de baile y nos enseñó a los maricas que no tenemos por qué sentirnos culpables por quebrantar las reglas que no creamos. Absolutely no regrets!

Por último, no acepto que las instituciones y el discurso de la tradición sigan dirigiendo nuestras rutas de manera tan violenta. Si algo ha quedado claro tras 60 años de conflicto, es que aquí la guerra nos ha impedido amarnos por su torpe imposición de un único orden moral. Es apenas lógico que sean nuestras experiencias las que definan esos contratos, acuerdos, leyes y garantías que necesitamos para asegurar vidas que, si bien no son normales ante los ojos de la virtual mayoría, son igualmente legítimas.

Por mi parte, no está en mi radar hacerme a unas argollas, quizá tomaré el riesgo de transitar por otros caminos afectivos. Tan solo espero que esos amigos a los que seguramente acompañaré en sus celebraciones, no desdibujen mi derecho a continuar siendo la oveja rosa, la loca visible que ama el gueto arrabalero, el Grindr, el sauna y el video, el novio eterno, la cana al aire y esa satisfacción de caminar por la trocha menos transitada.

Y eso, en definitiva, no se consigue a punta de fallos, lo acordamos los sujetos.

Amen.