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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Monterrey

Crecer en Monterrey es crecer en muchos sitios ensimismados. Nada está fijo en este territorio que pelean los políticos mamones saqueándola y dejándola siempre jodida.

El autor con su hermano Pepe.

Cuando me preguntan de dónde soy, indudablemente respondo que de la meritita tierra de Alfonso Reyes y Gloria Trevi. ¿Y cómo no? Ambos son regiomontanos universales. Uno por excelencia (aunque no todos los regiomontanos sepan quién es), y otra por indecencia (para algunos, y para otros, una santa). Y por sentido contrario, pues ambos representan los dos polos (medio confirmados, medio aparentes) de la alta cultura y la cultura popular. Aunque yo me debato entre ambos referentes, también lo hago entre muchísimos más (como lo norteamericano, lo árabe, lo migrante, lo del noreste y lo del noroeste) pues en esos entresijos está lo norteño que llevo dentro y lo que se me adhirió después, el prefijo narco ya indeleble al norte. A pesar de no ser una frontera o cruce migratorio, Monterrey permanece en el imaginario geográfico como una plaza indispensable para llegar al sueño americano. Pero hay que aclararlo: aunque somos borders, no somos un bordo. Monterrey es muchas ciudades a la vez: Montegay, Monterreyna, Monterriel, Monterreich, Monterrapper.

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El autor en brazos de su madre y toda la plebada.

Nací en 1982. En la maternidad La Conchita. Aunque digo que nací aquí por accidente, en realidad mis padres habían formado una familia de siete hijos cuando llegué yo, el octavo y último pasajero. Mi mamá nació en Mazapil, Zacatecas. Mi padre nació en Bakersfield, California, pero de madre originaria del meritito pueblo de Eulalio González El Piporro, en Los Herrera. Ambos se conocieron en la colonia donde crecí: La Morelos, ubicada en la zona de Mitras Norte, frente al Cerro de las Mitras, la montaña más alta del valle. En La Morelos mis abuelos paternos tenían un estanquillo muy famoso donde se criaron mis hermanas y hermanos aprendiendo el oficio de comerciantes. A mi hermana mayor la separan diez años de mi hermano menor; y de mí, veinte años. Es decir, entre nosotros hubo un zanja generacional que me obligó a madurar desde pequeño haciéndome responsable y ambicioso. Pero sobre todo acentuó mi sexualidad. Mi infancia transcurrió entre adolescentes cachondeándose a las novias y veinteañeras casándose con sus primeros novios. El mundo infantil giraba en torno al dinero y al sexo. Y aunque mis padres no tocaban el tema en la cena, la sexualidad fluía libremente en casa. Su representación era la pistola de mi padre enmarcada sobre la cabecera matrimonial. Y, claro, también sus ocho retoños.

El autor en la boda de su hermana Olga.

El regiomontano está acostumbrado a trabajar desde huerco. O al menos así fue en mi familia. A los pocos meses de mi nacimiento, mi madre emprendió un negocio de venta de ropa en la Pulga Mitras y posteriormente montó una maquiladora con mi hermana mayor. Me acostumbré a pasar las tardes y los fines de semanas diciendo: "Pásele, a ver qué le ofrecemos, aquí está la playera, el pantalón, la blusa que soñó anoche, pásele, hay probador, güerita". Frases así para seducir a la clientela. Aunque hijo de los dueños, era el mejor vendedor porque resultaba fascinante o cómico que un huerco hablara de esa forma. Entre místico y demodé. Crecí en las pulgas que son los protosaurios de los centros comerciales que hoy invaden la ciudad. Mis padres tenían locales en cada pulga: la Río, la Guadalupe, la Moll de Las Torres, y la Mitras. Antes si se quería un videojuego, un televisor o ropa americana o de una marca extranjera, el regiomontano iba en su busca a la pulga. Las temporadas navideñas hicieron que mi familia, como la de muchos comerciantes informales, comprara casa, coches o que sus hijos pudieran tener acceso a una educación superior. Ahora las pulgas están extinguiéndose; el SAT corta cabeza sin piedad al pequeño comerciante.

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Recuerdo que de niño atravesábamos la ciudad sin distinguir edificios. Monterrey era una ciudad chaparra, por eso la zona metropolitana crecía desmedidamente. Absorbió los municipios circunvecinos dando como resultado un agridulce territorio de poder, desprecio y censura en tanto también se convirtió en una válvula de escape, arma de doble filo y momento de libertad para quien vive, está de paso o se queda. Cuando uno dice Monterrey también habla de San Nicolás de los Garza, San Pedro Garza García, Santa Catarina, Escobedo, Apodaca, Guadalupe, García y Santiago, Nuevo León. Desde el inicio del siglo 20, Monterrey es un cinturón de dinero para México. Monterreich, llamada así por Abraham Nuncio al compararla con el Tercer Reich donde ocurría el movimiento económico nazi. Mi ciudad no es un simple punto en el norte; Monterrey es sinónimo de industria, tecnología, educación y otros milagritos que se le cuelgan y por los que ha sido también territorio de violencia desde su origen.

El autor a caballo con su mamá, doña Florencia.

Si ustedes piensan que la violencia llegó con la Guerra contra el Narco emprendida por Calderón están equivocados. Tanto la intolerancia como la violencia forma parte de la historia de Monterrey. Basta recordar que en 1581 don Diego de Montemayor, fundador de la ciudad, mató a la que era su esposa, doña Juana Porcallo de la Cerda, cuando descubrió que le era infiel con su yerno, Alberto del Canto, quien fuera el fundador y primer alcalde de Saltillo. Así nace mi ciudad: el 20 de septiembre de 1596. Fundada dentro del Reino de León, en antiguo territorio chichimeca, violencia entre las violencias, potencia desangrada. ¿Y por qué esa violencia? Porque este territorio representa un poder para el que transita, el que trasiega mercancías, el que construye emporios, el que produce cerveza, funde hierro o metal o el que se come los cerros para volverlos bultos de cemento. En mi infancia la violencia fue el huracán Gilberto llevándose a un vecino por la alcantarilla (en septiembre de 1988). También como en casa no había educación religiosa, encuentro particularmente violenta la visita del Papa Juan Pablo II pues me hicieron ir a verlo (en mayo de 1990). O cuando mi hermano que me llevaría al concierto de Guns a' Roses me dejó encerrado y se fue sin mí (en julio de 1993). La violencia aquí tiene múltiples caras.

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Mis padres pasaron de vendedores a fabricantes. Gracias a que pasaban telas americanas, montaron una maquiladora casera donde mi mamá confeccionaba variada ropa para mujer de la cual eran fanáticas las locutoras de noticias locales. Constantemente llegaban a la maquila esas mujeres para comprar a granel blusas y blusones diseñados a la buena de dios, pues ni mi mamá ni mi hermana estudiaron moda o corte y confección. Después de quedar huérfana, a mi madre la mandaron a Monterrey con una tía que la colocó con unos árabes donde aprendió a coser. Nuestras maquiladoras estaban en la colonia Del Maestro, donde familias de húngaros y gitanos hacían negocios de bienes raíces. Ahí tuve mis primeras experiencias homosexuales con niños húngaro-mexicanos que, bañados en el cliché, me seducían bailando la danza de los siete velos. La madre de uno me maldijo hablando una lengua desconocida cuando nos descubrió acostados en una alfombra (porque en efecto ¡sí duermen en alfombras!) jugando al doctor. Trató de sobornar a mi mamá por lo sucedido. Pero ni se enteró de lo que decía la mujer. El único que sufrió la maldición fue nuestro perro que amaneció muerto por una tortura estomacal con vidrio molido. Aquellas tardes las pasé entre música de Selena, Bronco, Los Temerarios, Los Tigres del Norte y más, pues las trabajadoras se organizaban para escuchar casetes completos de sus gruperos favoritos.

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El autor organizando un 3some.

Además de ayudar en los locales y la maquiladora, mi papá tenía por su parte un taller mecánico. Era un hombre recio con una voz tan gruesa que cuando contaba un chiste mis amigos pensaban que los estaba corriendo o mandándolos a la verga. Aunque nació en EU, se regresó con mis abuelos porque el gobierno gringo lo mandaría a Vietnam. Así que como buen pocho, amaba la música norteña pero también bailaba como nadie las rolas de Elvis Presley y las de Johnny Cash. Cuando había fiestas familiares siempre contrataba a los grupos de moda. En los quinceaños y bodas de mis hermanas pasaron amenizando desde Los Plebeyos cantando El Pipiripau, La Sonora Santanera, Los Rancheritos del Topo Chico, así como las bandas de covers de The Beatles o de The Doors. Nació en 1938 pero se volvía loco bailando con mis hermanas el soundtrack Saturday Night Fever. Más de la mitad de su vida jugó beisbol. Cuando comencé a vivir de noche, mi papá llegaba de parranda después que yo. Ese era mi jefe. En la cuadra el del depósito sabía que yo era hijo del Toluco López, pues en su juventud había un boxeador al que llamaban así. Gracias a eso, conseguía alcohol en ese depósito desde muy chavo. Tenía licencia familiar para emborracharme y emborrachar a mis amigos.

El autor con el sombrero de Pique, la mascota de México 86.

Tanto en los locales de ropa como en las maquinadoras, la tele fue una gran maestra para las trabajadoras y, de rebote, para mí. Quien haya visto alguna vez la televisión local regiomontana sabrá que en su programación hay una fijación con los payasos y los comediantes travestis. Desde Cepillín, Monterrey es una ciudad de payasos. Pipo y el profesor Pilocho marcaron una tendencia pues además del programa en vivo donde celebraban cumpleaños y cantaban canciones, también tenían Las aventuritas de Pipo que eran historias de buenos contra malitos, ambientadas en el viejo oeste o en el planetario Alfa. De esta serie salió el eufemismo de llamar "malitos" a los innombrables de la Guerra contra el Narco por los regiomontanos. Tommy, Zancudín, Los Vips, Globito y Lázaro Salazar, Los Payasónicos y Los Chicharrines son personajes para el público infantil que fueron pioneros en la producción de la tele local. Algunos como Las Muñequitas Elizabeth siguen al aire después de veinte años pero cambiadas gracias a la cirugía estética o al pacto con el diablo. Es de dominio popular hacer referencia a cómo las integrantes de este equipo de animación infantil con los años se ven más jóvenes. Otro, quizá mi favorito, es el payaso sin nombre que salía en el canal 53 de la UANL. Debido a la nula producción, ofrecía como regalo a los asistentes una maravillosa dotación de champú de chile, seguramente fabricado por él mismo. A ese payaso lo llevaron a mi fiesta de ocho años.

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El autor con el payaso que regalaba champú de chile.

Además de las noticias y los payasos, había programas de comedia que giraban en torno a la identidad norteña. Inolvidables son Rómulo Lozano acompañado de Cascarita y Esperancita. Una trinidad de locutores devenidos comediantes con los que vi por primera vez una representación travesti. Cascarita, un hombre gordo y moreno, vestido como señora quejosa. Luego entraba don Rómulo y hacía de doctor. Esperancita era la enfermera. Lo curaban de loca. Pues el sketch terminaba volviéndolo un macho bragado pero que tarareaba a Juan Gabriel. A partir de ese momento televisivo de performance travesti advertí que había hombres que actuaban de forma femenina deliberadamente en mi colonia: el que corta el pelo, el de la farmacia, el hijo menor de la de la tienda, y así hasta que llegué a los húngaros que bailaban con velos. Pero en la tele siempre encontrabas travestis. Incluso los payasos se vestían como payasitas. Los comediantes regiomontanos, gracias a la farsa, siempre terminaban travestidos. Ahora es común ver en los programas para amas de casa o en los show nocturnos travestis con profesiones diversas como estilistas o astrólogas. Aunque ha habido un salto, la homosexualidad y sus diversas manifestaciones en los medios regiomontanos aún no pasa del gay caricaturizado o del travesti de barrio. Por eso también la llamo Monterreyna, por ciudad travesti. Por ciudad payasa y travesti.

El autor y sus hermanos en plan travesti radical.

Crecer en Monterrey es crecer en muchos sitios ensimismados. Nada está fijo en este territorio que pelean los políticos mamones saqueándola y dejándola siempre jodida. Crecí viendo cómo al centro de la ciudad le salía la Macroplaza, el museo Marco, luego los tres Museos de Historia, la fuente que recreaba el Ojo de Agua de Santa Lucía y que luego sería el Río artificial que uniría la Macro con el Parque Fundidora, ahí mismo donde apenas entrando en la adolescencia comencé a ir a la Cineteca Nuevo León a funciones prácticamente exclusivas para mí, y entonces también apareció el Metro falso que tenemos pues es una tren ligero en realidad. La ciudad de Monterrey que les cuento es mi ciudad particular. Por eso puedo reducirla a mi colonia de infancia ubicada entre el Penal del Estado y los panteones municipales. Ahí mi amiga Gabriela Torres Olivares y yo jugábamos en los túneles de un arroyo, internándonos hasta los desagües penitenciarios con la fantasía de rescatar maleantes y asesinos para luego salir por el otro extremo, del lado del panteón donde nos recostábamos en la tumba del payaso que supuestamente se aparecía si decías tres veces su nombre de pila. A Monterrey se le puede reprochar que está llena de regiomontanos pero nunca sus montañas, desde el Cerro de la Silla hasta el Cerro de las Mitras pasando por la Sierra Madre Oriental que tiene encajada la Huasteca, o incluso el cerro de Chipinque donde ha nevado y constantemente los osos bajan a convivir con la raza asustadiza. No por nada, Alfonso Reyes cuando regresó del exilio dijo que el momento más feliz de su vida fue cuando volvió a ver el Cerro de la Silla. Y sí, por eso me despido con el famoso chotis de don Antonio Tanguma:

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