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Cultură

Carta de amor a mi dealer

Eres la relación más larga y estable que he tenido. Cuando no quiero verte, no me buscas. Y no importa cuántos meses hayan pasado desde la última vez, siempre vienes.

Hace unos días, Pericles, de VICE Colombia, le escribió una sentida y reclamona carta a su dealer. Aunque estoy de acuerdo en algunas cosas, simplemente me parece ruin morder la mano que te da de esnifar. Así que ésta es una carta de amor a mi dealer y unos parrafitos a Pericles. Porque, amigo, recuerda el viejo proverbio del coco profesional: no hay peor droga que la que no hay.

Querido dealer:

Hace varios años que nos conocemos. Siempre estás ahí para mí, cuando te necesito, a solas, sin haber intentado nunca ningún tipo de abuso sexual o diferenciación de tus clientes masculinos. Quizás seas uno entre mil.

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Sé que hay miles de niñas, mujeres (biológicas y transexuales) y ancianas que son abusadas por padres, hermanos, amigos, novios, esposos, hijos, nietos, tíos, primos, maestros, artistas, colegas del trabajo, políticos, abogados, magistrados, policías, militares, narcos, celadores y desconocidos en toda esta sociedad de consumo. Y sí, también son abusadas por dealers y adictos, que generalmente ocupan uno de los cargos o estatus antes mencionados. Muchas de las presas que abarrotan las penales están en la cárcel por omisión, en delitos que cometieron sus parejas o familiares hombres.


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Pero tú te has portado bien conmigo. Quizá sólo he tenido suerte o una ventaja social frente a otras chicas que tengan cualquier relación la producción y consumo de estupefacientes.

Tú me llevaste a mi casa una vez que unos conocidos me mandaron a comprar cocaína aún cuando ya estaba muy borracha y no tenía dinero ni para un taxi. Y me has llevado al cajero en ocasiones no tan graves pero incómodas como cuando está lloviendo o no tengo ganas de caminar tres cuadras de ida y vuelta. Te conocí hasta que me integré a la fuerza laboral. En la escuela sólo nos drogábamos con sedalmerck, diazepam que le robábamos a las mamás y mota (pero nunca me gustó, me hace toser). Y alcohol, siempre el alcohol. Así que aquí estamos: un intercambio de pesos mexicanos por alcaloides.

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Eres la relación más larga y estable que he tenido. Aunque hemos tenido nuestros distanciamientos, tú fuiste quien me contestó el teléfono a las nueve de la mañana de un domingo y me hizo saber del peligro que había corrido al ir a Garibaldi buscando coca y de ahí, con un taxista, a la Guerrero. Ese día me regalaste dos papeles pal susto. Cuando no quiero verte, no me buscas. Y no importa cuántos meses hayan pasado desde la última vez, siempre vienes. Algunos dirán que es síndrome de Estocolmo lo que tengo, pero no es así. Es confianza y cariño: reconocimiento.


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Sé que lo que vendes es basura. Cuando lo inhalo me raspa, me hiere; también cuando lo fumo con un bazuco (cuyo arte, debo decir, he mejorado a lo largo de los años). Recuerdo de donde vengo, donde la cocaína serrana se sentía como una nube acariciando mis senos paranasales, de tan blanca y suave y fresca que es. En cambio, la coca que me vendes es más como inhalar carbonato. Pero no importa. Soy tan puerca que he molido cualquier pastilla (aspirinas, citrato de sildenafilo y benzodiazepinas cuando la fortuna me sonríe) y la he inhalado. Sé que cuando ya no pueda trabajar más en esta fancy oficina ni pagar mi renta estratosférica terminaré raspando una pared para inhalar, porque así es como respiro.

Sé que tú no la cortas. Tú no le pones bicarbonato ni acetona ni gasolina ni talco ni veneno para ratas humanoides. Simplemente me la traes a domicilio, evitas que yo corra peligro intentando conseguirla en la calle. Sé que quienes la cortan son tus distribuidores y, en general, quienes aumentan el precio, como la DEA, y en nuestro caso, la PGR y todas las corporaciones policiales, quienes además, piden su parte de la venta de drogas, porque no ganan lo suficiente para mantener a sus familias.

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Esto no debería ser así. El Estado decide lo que debemos hacer con nuestro cuerpo, lo que podemos y no podemos consumir. Las nenas estamos acostumbradas a esto. El Estado decide que la clase media puede consumir cocaína cada semana con cuatro o cinco cortes —en cada uno le echan polvos mágicos a granel que nada tienen que ver con la hoja de coca—, particularmente viernes y sábados, porque el domingo hay que descansar y de lunes a viernes hay que chingarle bien y bonito y rendir en el trabajo para hacer más ricos a los dueños. El Estado decide que la gente de la calle puede licuarse las neuronas y morir pronto con PVC. El Estado decide hacer una campaña con José José contra la mona pero no hace nada para dar empleo y hogar digno a las personas en situación de pobreza. Es más, el Estado no hace nada para ayudar a José José, quien se chingó el hígado y la garganta a punta de alcohol y cigarros (también era bien coco, pero esa vocecita es de cigarro con whiskey). El Estado obliga a José José a hacer este ridículo dirigido a una audiencia que no es la que está en peligro potencial del toncho.

El tabaco es muchísimo más adictivo que, digamos, la heroína. Y el alcohol embrutece mucho más que un llavazo. Ambos productos pueden adquirirse en el Oxxo de la esquina. En el Oxxo y las cadenas que han desmantelado los mercados y las tiendas de abarrotes que sobreviven apenas tras pagar el derecho de piso a los cárteles; con esto se ha abatido una de las pocas labores económicas, fuera de la prostitución y el magisterio, en que tradicionalmente las mujeres obtenían una remuneración por su trabajo y podían tener cierta independencia.

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Para el gobierno la prioridad debería ser proteger la vida de la gente, y con "gente" no me refiero a fetos, cigotos y embriones. Partiendo de esta premisa el razonamiento debería ser no matar. Porque los llamados "daños colaterales" somos todos los que estamos entre la sobreoferta y el capital. Narco y político son lo mismo: empresario.

El Estado ilegaliza y ajusticia. ¿Están matando adictos por el propio bien de los adictos? No. Porque un Estado que ilegaliza, responde al comercio mundial de armas que mantiene a los países, sí, ricos. Y estos países ricos invierten con empresas privadas, muchas de ellas pertenecientes a políticos de los países pobres-compradores-de-armas, para explotar sus recursos y venderles a los trabajadores el producto que ellos mismos producen por el doble de precio. Las ganancias de esto se reparten entre el político empresario del país pobre y el empresario del país rico. Esto es apenas un pedacito del problema.

Estamos en un país en guerra, donde el gobierno ha decidido armarse contra la gente. Decenas de miles de muertos. La mayoría dirá que es la cocaína lo que ocasiona la guerra. Pero es el mercado. Si se legalizaran las drogas (poder facturar una grapa ante el SAT sería fabuloso) se ilegalizaría otra cosa. La tan glamorosa "espiral de violencia" seguiría en boca de los medios y en el discurso de nuestros grandes periodistas. Estamos entrando a un mundo absolutamente privatizado en el que debemos pagar por todo. Incluso por la diversión, abstracción o cualquier efecto psíquico que las sustancias químicas nos provoquen. Las drogas han sobrevivido durante milenios porque son buenas, como el pan y son inherentes al ser humano. Quien no se mete nada también se droga con la serotonina y adrenalina que seguramente expulsa la sobriedad. No lo recuerdo, porque alrededor de veinte años sin experimentarla y de niña siempre estaba puesta porque los niños se ponen con dulces y borrachinas. A todos nos gusta alterar la realidad de una u otra forma. Y a ningún dealer le sirven adictos inconscientes. Sí, hay muchos que se quedan de un pasón, o se quedan pegados, pero suicidas existirán siempre, sobrios y puestos. Y también los locos. Hay que estar algo loco para sobrevivir una vida sin la posibilidad de jubilarse, con la idea de trabajar hasta el último día.

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Nada me ha acercado más a mis amigos que la cocaína. Quizá la música, el cine y los libros. Pero todo va de la mano. Si nunca te has alterado los sentidos, aunque sea con una raya de café, no le has entendido a Pulp. Menos a Pulp Fiction. Mis amigos. He visto cómo, con amor, bondad y paciencia, hasta los más duros sacaron sus pequeñas bolsitas ziploc y depositaron su contenido —aunque éste fuera más ilusorio que real— en la caja de un cd para compartir sus restos con todos. Mis amigos me enseñaron a fumar piedra —eso que a ti te horroriza, querido dealer— de un botecito de Yakult con el amor que una madre loba amamanta a sus cachorros; me dieron ice cuando estuve lejos, y Electrolit cuando tuve sed, cual Mateos modernos. Ellos me aman y yo a ellos. Me cuidan, nos cuidamos.

Querido Pericles, le estás pidiendo rapidez al dealer: imagino que vives en Bogotá o Medellín. Yo vivo en la Ciudad de México. Si no me equivoco ambos habitamos ciudades caóticas, apenas sostenidas con palitos. Hay tráfico. Sobre todo si es fin de semana y día de paga y está lloviendo. Todos queremos todo al mismo tiempo. Es el capitalismo el que nos ha vuelto así, tan necesitados, tan exigentes, tan merecedores. Te recomiendo que tengas un guardadito de coca siempre o que cuando estés más desesperado escuches canciones de personas que alguna vez estuvieron igual tú. El buen drogadicto sabe esperar y aceptar cuando no hay. Aquí te dejo unas cancioncitas:

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Esta de Nina Simone no habla tanto de esperar drogas, pero te recuerda que, aunque no tengas coca, al menos tienes —inexplicablemente— un tabique nasal, así como piernas, ojos y todas esas extremidades que eventualmente resultan útiles.

Espero que con la carta que escribiste, tu dealer te trate mejor. Pero esto es capitalismo salvaje. Anda con otro si tu distribuidor no te complace. Sobre todo no te ufanes de haber pagado la universidad de sus hijas, que todo Colombia te ha pagado algo con sus impuestos (luz, drenaje, infraestructura y de alguna forma educación), así como México (más los hombres que las mujeres, porque a millones de mujeres no se les remunera el trabajo que hacen dentro y fuera de casa, o están esclavizadas, ilegalizadas o en empleos informales, y gran parte del capital va a dar a manos de hombres) me ha pagado el Seguro Social y servicios públicos que uso para vivir y trabajar en un empleo que me satisface y me deja lo suficiente para comprar un gramo o tres cada semana.

Ambos países también nos han pagado un sistema de clases desigual que nos permite destacar a base de dejar a muchos fuera, y de quitarles la oportunidad a millones de personas de dedicarse a ejercer un trabajo legal. Ambos países prefieren gastar en armamento que en educación gratuita. Piensa que probablemente tu dealer está de ese lado.