Paradoja

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El número del poder y el privilegio

La paradoja de la escuela privada

Que no me enviaran a una escuela privada fue la mejor decisión que tomaron mis padres.
KN
ilustración de Kitron Neuschatz
Lia Kantrowitz
ilustración de Lia Kantrowitz

Este artículo aparece en "El número del poder y el privilegio" de nuestra revista.

En el colegio, cuando tenía entre 8 y 10 años, mi madre me preguntó si quería pasarme a un colegio privado. “No creo que me guste y es que además tendría que llevar uniforme” le dije. Así que ella aceptó mi respuesta negativa y no volvió a sacar el tema nunca más. La verdad es que este fue un movimiento raro en mi madre y es que su estilo de crianza era una mezcla entre “madre helicóptero” y “madre inmigrante con ansiedad”. Esperaba que me lo discutiera, que me dijera que esa escuela de bachillerato privada (se trataba de la escuela preparatoria Berkeley en Tampa, Florida) sería una oportunidad genial. ¡Y es que sí lo era!

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Me habían ofrecido la beca más generosa de una escuela para la que los alumnos no necesitaban esa beca porque eran muy ricos. Esos alumnos tan ricos luego iban a Harvard o Yale u otras universidades así de impresionantes, algo en lo que pensaban mis padres por esa época y es que… ¿Para qué habrían emigrado a Estados Unidos desde Colombia si no? Pero nada de esto importaba porque mi madre en realidad no quería que fuera a la escuela preparatoria Berkeley.

Según me dijo hace poco, “No es que yo pensara que no ibas a poder salir adelante en términos académicos sino que no quería que crecieras sintiendo lástima por ti misma”. Es que ella no quería que fuera “la chica de la beca” en un colegio donde el coste anual era el equivalente del salario bruto de mi padre y de mi madre.

Las cosas habían sido diferentes en Colombia. Mi madre era directiva en un banco y mi padre trabajaba en ventas. Yo estaba a punto de matricularme en el Colegio Alemán (que era menos caro que los colegios ingleses o americanos pero tenían más prestigio que las escuelas locales) donde por supuesto tendría que llevar uniforme. Pero nos marchamos cuando yo tenía 9 años. En nuestros primeros años en Florida, mi madre se ganaba la vida limpiando casas y cuidando de los hijos de otras personas.

Mi padre trabajó en una pizzería llena de ratas, en una embotelladora de Pepsi y de mensajero. Y es que oyeron hablar de la Escuela Preparatoria de Berkeley porque mi madre era la señora de la limpieza de la hermana del decano. Y decidieron que yo no iría a la Preparatoria de Berkeley porque mi madre era la señora de la limpieza de la hermana del decano. A los 14 años me apunté para realizar el SAT, el examen estandarizado que se usa extensamente para la admisión universitaria en Estados Unidos, en una escuela preparatoria de Tampa que, supuse, era parecida a la de Berkeley.

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"Lo que no tuve en cuenta en ese momento es que los padres inmigrantes harán lo imposible por hacer todo bien, incluso en un país donde no se sabe muy bien qué es lo correcto"

Al entrar, me encontré con una situación muy rara: los pasillos estaban llenos de estanterías y cubículos, donde los estudiantes habían dejado sus macBooks y Nikes por ahí rondando a pesar de que un montón de desconocidos (alumnos desconocidos de la escuela pública) podrían robar sus cosas al entrar en su campus para realizar el SAT. De camino a casa, mi padre me recordó en el coche que él y mi madre habían pensado en enviarme a una escuela así, con un montón de actividades extraescolares que resultarían enriquecedoras. “Pero pensamos que no sería lo mejor. En cualquier caso, en Estados Unidos puedes recibir una educación de calidad gratis”. Tenían miedo de que ser la “chica de la beca” me haría sentir inferior.

Pero ninguna de las escuelas públicas a las que fui eran especialmente buenas por culpa de una falta de financiación y un recorte en el profesorado de Florida. A los 11 años, mi profesora de geografía, que estaba obsesionada con la cultura japonesa a pesar de no ser japonesa, incluyó un “bloque de inmersión” de tres meses en ese país dentro de su asignatura, vamos, que nos tuvo viendo televisión nipona en clase.


MIRA:


Al año siguiente, todos los alumnos de mi clase tenían que cursar una asignatura obligatoria sobre agricultura de seis semanas de duración donde nos formaron en habilidades importantísimas para la vida como la pelea de gallos y retirar rápidamente los excrementos de la vaca del campo. (Saqué un notable).

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A los 15 años, mi profesor de biología pensó que era importante que aprendiéramos diseño inteligente (una teoría que asegura que la vida apareció como resultado de la planificación inteligente) justo después de haber dado la evolución y es que él quería “que escucháramos todas las opiniones”. Otra profesora de ciencia llevaba una pegatina en su coche que decía algo así como que la evolución es ciencia ficción. En el último curso de secundaria, mi profesor de Historia ni se inmutó cuando un grupo de alumnos se disfrazó con máscaras tapándose el rostro para presentar un vídeo sobre la Reconstrucción, ese periodo de doce años tras la Guerra de Secesión en el que surgió el Ku Klux Klan. (Sacaron sobresaliente).

"Tuve la oportunidad de ir a una buena escuela gracias a la precaria situación financiera de mis padres pero la precariedad de su situación financiera fue la razón principal por la que decidieron que estaría mejor en otro sitio"

Mi cerebro, que a los 16 me funcionaba fatal, decidió que todo eso era culpa de mis padres. Empecé a idealizar la escuela preparatoria de Berkeley como un lugar en el que nadie tenía que recoger mierda de vaca o tenía que taparse el rostro con máscaras. De haber estudiado en la escuela de Berkeley, podría haber ido a la Universidad en Harvard o Columbia, pensé. (En realidad, no hubiera entrado en Harvard ni en Columbia). Culpé a mis padres por quitarme esta oportunidad y es que por supuesto olvidé que había sido yo la que había dicho que no quería ir. Berkeley se convirtió en mi ballena blanca, una referencia que entiendo a la mitad y es que ninguno de mis profesores se molestó en hacernos leer Moby Dick (en Berkeley sí que lo hubiera leído, pensé).

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Lo que no tuve en cuenta en ese momento es que los padres inmigrantes harán lo imposible por hacer todo bien, incluso en un país donde no se sabe muy bien qué es lo correcto. Mis padres abandonaron sus vidas acomodadas en Colombia porque pensaban que eso era lo mejor para mí incluso sin saber muy bien qué les esperaba en Estados Unidos. Se alquilaron una casa en una zona con un buen colegio y me matricularon en las clases preparatorias del SAT cuando yo tenía 14 porque “nunca era demasiado pronto para estar preparada” para el futuro.

La decisión de no mandarme a la Preparatoria de Berkeley no fue fácil para ellos. Allí los académicos eran mejores, los profesores tenían más experiencia, el tamaño de las clases era menor y las actividades extraescolares estaban mejor financiadas que en cualquier otra escuela.

Pero mis padre pensaron que si me matriculaban en ese ambiente tan privilegiado (matriculándome en un colegio donde siempre sería diferente del resto de alumnos, a pesar de que sacáramos las mismas notas) sería arriesgado. Y es que, ¿qué pasaría si mi beca me convirtiera en una paria? Peor aún: ¿qué hubiera pasado si perdiera mi beca y tuviera que regresar a una escuela normal tras haber probado lo que era la buena vida académica?

Se trata de una paradoja muy extraña. Tuve la oportunidad de ir a Berkeley gracias a la precaria situación financiera de mis padres pero la precariedad de su situación financiera fue la razón principal por la que decidieron que estaría mejor en otro sitio, tal vez no en términos académicos pero sí en términos psicológicos. Hace poco llamé a mi madre y le conté que estaba escribiendo este artículo y me dijo, riendo “Estabas enfadadísima con nosotros cuando descubriste que podrías haber estudiado allí. Pero, bueno, ¡nos saliste bien!".

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