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Bogotá

Taxistas bogotanos me contaron los peores castigos que les han puesto a sus atracadores

“Empelotar y cascar a las ratas es la que más se usa”

Hemos visto los videos desde hace años: en cualquier calle de barrio, una tropa desaforada de taxistas obliga a un hombre a quitarse la camiseta, los pantalones, los zapatos, los calzoncillos. Eufórica, la horda le grita, lo golpea, lo insulta. El hombre solo atina a desviar la mirada, a cubrirse el pene con las manos y a correr de un lado a otro, derrotado, en busca de alguien que lo ayude a detener el suplicio.

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El fin de semana pasado, en las calles del barrio La Gaitana, en Suba, ocurrió de nuevo. Un grupo de taxistas detuvo a un tipo, a quien habían acusado de un intento de atraco. La estrategia de retaliación fue la misma: lo obligaron a desnudarse, lo golpearon y lo forzaron a trotar por las calles del barrio, escoltado a lado y lado por una caravana de taxis desde los cuales le proferían insultos mientras grababan la escena. “Es la vida de uno, hijueputa, uno sale a trabajar, malparido”, se escucha en la grabación. “¿Cuál, qué taxi? Ese pirobo tiene es que caminar”.

Esa versión cachaca del walk of shame —que terminó en las instalaciones de un CAI y con el anuncio de que el padre del supuesto atracador iba a interponer acciones legales contra los taxistas que lo habían embolado— volvió a avivar las preguntas en torno a la “justicia por mano propia” en la ciudad. Los linchamientos, las golpizas iracundas y los castigos artesanales de las víctimas hacia sus presuntos agresores abundan en todo el país e, incluso, han escalado a muy altas proporciones. El teniente coronel Pedro Abreo, quien atendió el caso en La Gaitana, expresó enérgicamente su rechazo hacia estas prácticas en los noticieros sentenciando: “Aquí no es la Ley de Talión”.

Pero, a pesar de los grandes esfuerzos por encontrar soluciones no violentas a los conflictos en la ciudad, para muchos el “ojo por ojo” y la sed de sangre siguen siendo la norma. No se puede negar: con la alta percepción de que la justicia ordinaria es ineficaz (según una encuesta en 2016 de la Dirección de Justicia, Seguridad y Gobierno del DNP, seis de cada diez colombianos se declararon "insatisfechos" cuando acudieron al sistema judicial) y con la idea normalizada de que los procesos penales hacia delitos menores, como los atracos, no funcionan (cada mes en 2016, según datos de la Fiscalía, 1.300 de los capturados por hurto en Bogotá eran reincidentes), un amplio sector de la ciudadanía sigue optando por la revancha propia. Sobre todo los taxistas, que han reclamado desde siempre que el suyo es un trabajo que los somete a un riesgo excepcional de robos y perjuicios, “porque a nosotros no nos tiembla la mano para hacer lo que la Policía no hace”, como me dijo Alberto, un conductor de taxis de treinta y nueve años, que ha participado en varios de esos castigos públicos.

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Muy en contra del “refinamiento” de los sistemas penitenciarios y el supuesto monopolio estatal de la administración de la justicia, las prácticas punitivas callejeras siguen siendo una constante para dirimir disputas, para cobrar venganza sin intermediarios. A raíz de la proliferación de noticias, videos e historias de castigos propios hacia sus agresores por parte del gremio de taxistas en Bogotá, quise conocer algunas de las prácticas más extendidas con las cuales castigan a sus asaltantes y los motivos por los cuales no los denuncian y entregan directamente a las autoridades.

La conclusión después de charlar con unos nueve conductores es que los suplicios públicos no se van a ir en mucho tiempo. Y que por eso debemos meterle más cabeza a esto para entender por qué se siguen prefiriendo la humillación y la sangre como mecanismos de retaliación. Porque, en últimas, solo comprendiendo sus modos de operar es posible desestimular estas violencias.

Estas son las estrategias preferidas con las cuales los taxistas castigan a sus agresores:

Desnudar, exponer y humillar

“Empelotar a las ratas es la que más se usa”, me contó Javier, taxista veterano de Modelia. “Es dejarlos sin nada, para que aprendan qué se siente cuando le quitan a usted sus cosas”. Como en los videos de la procesión justiciera en La Gaitana, una de las prácticas más frecuentes que usan los taxistas cuando agarran a un ladrón —sobre todo si se metió con alguien del gremio— es obligarlo a desvestirse en frente de todos. “Esa es una de las formas con las que se sienten más arrepentidos. Ahí mostrándole el culo a todos entienden que esa no es la forma y que tienen que dejar de robar”, dice Alberto. “Yo he visto tipos que se ponen a llorar y se arrepienten luego de todo, y uno piensa ‘así es que toca, ya entendió que hay que trabajar honradamente’”.

Pero la exhibición pública del cuerpo del criminal suele combinarse con ataques físicos o con torturas. “Eso los ponen a caminar descalzos mientras los cascan y les gritan. A mí me parece terrible pero uno a veces piensa que así nunca van a robar más. Sobre todo porque si no los agarramos nosotros, los policías nunca van a hacerlo”, reflexiona Heider, un conductor de taxis cincuentón de bigote forrado, mientras se toma un tinto. “Yo nunca he cascado. Pero ver a un ladrón en cuero y sin poder hacer nada le da a usted como un fresquito”.

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Las marchas de expiación viven en nuestra imaginación colectiva como una de las formas supremas de justicia. Solo basta recordar aquel capítulo de Game of Thrones en el que Cersei Lannister, después de confesar sus pecados, es obligada a circular desnuda por la ciudad mientras el pueblo la humilla, ataca e insulta. “Sin ropa, mostrando el chimbo y con todo el mundo mirándolo ningún criminal, por gonorrea que sea, se atreve a decir nada o a volver a meterse con nadie. Así lo mandamos al CAI: calladito, mirando al piso, ajuiciado”, remata Javier.

Amarrar en árboles o postes

La imagen del criminal amarrado con cabuyas artesanales, vinipel o cuerdas a un árbol domina la imaginería del justiciero de la calle. Neutralizar y señalar al atracador frente a todos es otra de las prácticas populares utilizadas por el gremio. “Yo sí he visto. Los cogen y los amarran duro contra los postes de luz o contra árboles y les empiezan a echar madrazos”, atestigua Jairo Rafael, taxista capitalino, con una risa gruesa. “A usted cuando lo atracan no tiene la oportunidad de decir nada. Pero cuando le pasa algo y puede tener ahí al frente al que le hizo el daño entonces usted se desahoga”.

Las líneas de colaboración entre taxistas, sus comunidades en WhatsApp y por radioteléfono, hacen que para ellos convocar el tropel sea más fácil. “Usted marca, caen cinco, seis compañeros que estén por la zona, y agarran a cualquiera”, dice Jairo Rafael, a quien le tocó alguna vez, hace más de diez años, asistir a ayudar a un compañero suyo que acababa de sufrir un atraco, y había agarrado al agresor. “Llegué ahí mismo y lo ayudé a darle, lo amarramos a un árbol de por ahí, hasta que llegó un señor agente, que antes de llevárselo también le pegó sus buenos traques”.

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Para él, como para muchos de sus colegas, la venganza personalizada del paredón es irreemplazable y mucho más seductora que la entrega de los atracadores a la justicia. “Usted queda satisfecho ahí mismo. En cambio, si lo entrega de una, a los dos días el man está por ahí otra vez robando y usted queda emputado”. Como sienten que las cárceles y las UPJ son inútiles, dice, prefieren aplicar “correctivos” que los hagan cerciorarse de que hubo una consecuencia para el “criminal”. Y la amarrada les gusta porque “los deja al descubierto, para que también la gente del barrio sepa de quién prevenirse”.

“Paloterapia” y “pataterapia”

“La paloterapia es la terapia más efectiva para no ‘ratear’ más”, dice Alberto. “Con esa sí quedan listicos”. Al parecer, los linchamientos con armas contundentes —palos, vigas, herramientas, bates— se ha vuelto otra de las estrategias de descarga de violencia de los taxistas en contra de sus presuntos agresores. Con golpizas prolongadas, que muchas veces han quedado registradas en los noticieros y que incluso han cobrado vidas, los conductores castigan a quienes se meten con sus colegas. “Solo una vez se le fue la mano a unos compañeros y casi dejan inconsciente a un hijueputa en el Rafael Uribe. Pero es que el güevón casi lo apuñala para quitarle la tablet. Tocaba”, relata Don Eduardo, un taxista grande y moreno parqueado en la 54 con Séptima.

La percepción de que la retaliación violenta debe ser proporcional al potencial daño infligido ha hecho que muchos recurran a niveles más agresivos. “Dar pata a veces no es suficiente para, digamos, cuando a usted lo chuzaron o le pusieron un fierro en la cabeza. Ahí toca ponerse más gonorrea, parcero, hacer que le laman los zapatos o restregarles la cara contra el andén”, dice Luis, colega de Don Eduardo. “Uno sabe hasta dónde llegar, pero igual toca que esa terapia de pata no se quede ahí sino que haga que el ladrón nunca vuelva a atracar. Porque a nosotros, taxistas, nos toca ponerle el pecho a la inseguridad de Bogotá; si el Alcalde no hace nada, nosotros sí lo hacemos”.

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Una de las razones que ha exacerbado la intensidad de esa violencia es la complicidad de los vecinos de barrios en los que se dan los linchamientos. Muchos de ellos no solo no detienen las golpizas a pata, puño o palo, sino que entran a participar de ellas. “Claro que la gente entra y apoya, nadie quiere ratas en su patio”, comenta Luis, alzando la voz. “Así sea gritándoles, puteándolos, porque se lo merecen”. Cuando les pregunto que si no les parece que eso reproduce peor la violencia que ellos quieren evitar, Don Eduardo mira a Luis, y responde: “Un poco. Pero, ¿no le parece mejor que haya algo de castigo a que lo dejen por ahí sin que nada pase? Porque se lo juro, esa gente sabe cómo esquivar los CAI, las UPJ. Les vale mierda, así los capture la Policía y les meta tres años de cana. Nosotros por eso no nos dejamos y actuamos”.

Gargajos grupales y otros

Además de las anteriores prácticas, quizá las más difundidas, hay otras tácticas secretas que no suelen decirse mucho en público. Entre ellas, coger a “gargajos” a los delincuentes —usualmente cuando ya los han inhabilitado en postes, andenes o árboles—, agarrarlos a piedra, “sellarles la jeta y las manos” a punta de cinta gruesa, de esa que duele al quitar, o amenazar con pistolas cargadas hasta que llegue la Policía. Uno, incluso, recordó el famoso caso de Jesús Fonseca, el taxista que asesinó a su atracador, porque, como dijo en uno de sus testimonios: “Era él o era yo, pero no podía ser yo”.

Más allá de la “mutua solidaridad” del gremio y de las estrategias “caseras” para impartir justicia en la calle, habría que revisar de fondo cuáles son las causas estructurales que normalizan y permiten que la violenta “justicia por mano propia” siga propagándose. Después de este pequeño sondeo, me atrevo a aventurar algunas: una generalizada percepción de que las penas tradicionales no son suficientes, la lentitud de la justicia ordinaria que termina siempre en una ausencia de consecuencias para los agresores, el impulso visceral de exposición y humillación del agresor (herencia de la vieja tradición de los suplicios) y la extensiva satisfacción de “revirar al compañero” uno mismo, más allá de un ajeno proceso penal.

El camino hacia una ciudad que prescinda de la venganza —impartida con sevicia por fuera de los marcos legales y las rutas reglamentarias de la justicia— se ve largo. Por ahora, y en sintonía con los llamados de las autoridades y de diversos ciudadanos, hay que rechazar estas violencias. Y saber que volviendo mierda al otro no se hace justicia.


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