rappi rappitendero venezolano
Foto por la autora | VICE Colombia

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Así es un día en la vida de un rappitendero venezolano en Bogotá

Me monté en mi bicicleta un día entero a seguir al último eslabón de la cadena de lo que hoy es la segunda empresa colombiana de mayor valor.

Artículo publicado por VICE Colombia.


Me había quedado de encontrar con Daniel*, bicicleta en mano, cerca de mi casa. Todo lo habíamos hablado por Whatsapp: unos meses antes me había quedado con su número cuando un pedido que hice por Rappi llegó incompleto y él era el rappitendero asignado ese día. Antes de nuestro segundo encuentro me había dicho que sí, que lo podía seguir en mi bicicleta mientras él en la suya recogía y llevaba pedidos por Bogotá.

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Daniel es uno de los jóvenes venezolanos que en los últimos meses ha entrado a trabajar a Rappi y que han hecho que ahora en Bogotá ser rappitendero a menudo signifique ser venezolano. Ha sido un cambio súbito que todos los que utilizan la aplicación en la ciudad hemos sentido: cada vez son menos los rappitenderos colombianos y más los venezolanos.

Daniel también es uno de los jóvenes que han huido recientemente de Venezuela, su país, escapando de una crisis que les estancó la juventud y buscando mejor suerte en los países vecinos.

Rappi es una empresa fundada a mediados de 2015 que en solo tres años ha logrado expandirse a 27 ciudades de Latinoamérica y convertirse en la segunda empresa colombiana —después de Lifemiles, Avianca— en alcanzar un valor de los 1.000 millones de dólares en el mercado. En Bogotá, Rappi cuenta actualmente con 97,319 rappitenderos registrados, de los cuales 26.437 tienen cédula de extranjería. Según Rappi, entre el 80 y 90 por ciento de esos rappitenderos son venezolanos. Daniel es uno de ellos.

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Arrancamos, los dos en bicicleta, al mediodía. El primer destino es uno de los parches de rappitenderos que abundan en la ciudad: un par de árboles y unas escaleras al lado del CAI de Galerías, frente al centro comercial, donde varios venezolanos esperan sentados que les salga algún pedido. Esperando hay tres hombres y dos mujeres, ninguno supera los 30 años. Por cada uno de ellos hay una bicicleta apilada en un montón cercano. Unos minutos después se les une otro más joven, de no más de 16 años. Daniel tiene 21.

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“Todos son de mi pueblo, todos son conocidos de allá. Aquí prácticamente vive mi pueblo completo”, me dice Daniel, cuando le pregunto cómo conoció a quienes están sentados a nuestro lado. Su pueblo, me dice, se llama Naiguatá y queda en el estado de Vargas. De allá se vino con su prima y su sobrino de un año. De allá extraña todo, sobre todo la comida, la playa, la familia y la rumba. Pero eso no lo sabré sino horas después, cuando a fuerza de estar juntos, Daniel me empiece a hablar más. Por ahora es callado y serio, me responde corto y desconfiado.

Pasan unos 10 minutos hasta que un timbre y un “yiha” de vaquero caricaturesco salen del celular de Daniel: tiene un pedido. Cruzamos la calle y entramos al Carulla para hacer un mercado pequeño: salchichas, queso, unos pods de café, un tinte para el pelo. Le pregunto qué es lo más caro que le ha tocado comprar, me responde que botellas de whisky, la más cara casi de 300.000 pesos. “¿Y ustedes tienen que cargar con toda esa plata?”, le pregunto, me responde que no, que lo pagan con la tarjeta que les da Rappi.

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Mientras hacemos la fila para pagar me explica cómo funciona: él tiene dos tarjetas de crédito que le da Rappi, una de Davivienda y otra del Banco Pichincha. Cuando recibe un pedido pide por la aplicación de Rappi una “inversión” a la tarjeta por el monto de lo que vaya a comprar. Una vez le entra la plata a la tarjeta, paga y se elimina la deuda de la aplicación. Me cuenta que lo más bajo que gana por pedido son unos 3.500 pesos, que los fines de semana se gana mejor y que la suma de dinero más grande que le ha dejado un pedido fueron 14.000 pesos. Me dice que solo cuando ha acumulado mínimo 30.000, Rappi le da la plata: se la pasan a la misma tarjeta y él la saca en un cajero. Por este pedido de Carulla, que tiene que llevar a unas 12 cuadras, le pagan 5.400 pesos.

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Cuando nos quedamos callados me pregunta que si soy de Bogotá. Le digo que sí, que he vivido acá toda mi vida y que ya quisiera irme a otro lugar. “No vaya a Venezuela”, me dice, antes de que la cajera nos llame.

Vamos en bicicleta a entregar el pedido a una dirección al otro lado de la 30. Daniel anda despacio por pura consideración conmigo, pero aun así sube el puente de la 53 con 30 mucho más rápido aunque le esté inyectando todo mi esfuerzo físico a la bicicleta. Me lleva la ventaja física de pedalear ocho horas diarias todos los días de la semana. Una media hora después estamos de vuelta con los demás esperando a que salga el siguiente pedido.

Son las dos de la tarde cuando el celular de Daniel vuelve a hacer el ruido que le indica que hay otra orden. Esta vez es un almuerzo que tiene que recoger a unos pocos pasos de donde estamos. Cuando llegamos, el pedido ya está listo: lo empacan, Daniel lo guarda en el gigante maletín naranja que se cuelga en la espalda y arrancamos para el siguiente destino: un apartamento frente a la Universidad Católica. De camino, Daniel me guía por calles intermedias, lejos del tráfico, un camino que se nota ya tiene claro después de haber andado meses enteros en bicicleta por Bogotá.

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En esto, en Rappi, Daniel lleva cuatro de los seis meses que ha vivido en Colombia. Fueron sus amigos venezolanos, que llevaban acá más tiempo que él, los que le contaron que esto era una oportunidad laboral viable. Cuando decidió unirse, Daniel ya había probado los disgustos de trabajar sin pasaporte en Colombia, una situación que viven unos 100.000 venezolanos en el país que trabajan informalmente y que a menudo son víctimas de explotación y de maltratos.

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En su caso, me dice, fue el dueño de un restaurante en Bogotá el que se aprovechó de su situación migratoria: lo hacía trabajar en horarios extendidos —a veces de ocho de la mañana hasta las tres de la mañana del día siguiente— y cuando llegaba el día de pagar le daba mucho menos de lo que le correspondía. En ese trabajo ganaba unos 190.000 pesos a la semana —cuando su jefe le pagaba todo—, con Rappi se hace entre 300.000 y 500.000 semanales. Con eso paga el arriendo de una habitación donde sus tíos —unos 200.000 pesos— y ahorra para poder comprarse un carro en Venezuela.

“Allá el mercado es muy diferente a acá —me dirá más tarde cuando le pregunte si no le da miedo perder la plata comprando algo en Venezuela—. Si yo compro allá un carro en 1.000 dólares, por ejemplo, ya dentro de siete meses lo puedo vender en 1.500 dólares”. Su convencimiento hace que la idea suene como una inversión lógica.

Son las 2:15 de la tarde cuando un universitario abre la puerta del apartamento y recibe el pedido. Apenas un breve intercambio de palabras: “Buenas”, “Gracias”. Esta vez, cuando nos volvemos a montar en las bicicletas, Daniel decide que vayamos a otro lugar distinto en el que varios rappitenderos venezolanos se reúnen a esperar. Este es en la calle 51 con séptima y, a diferencia del otro, está solo. Daniel me explica que muchas veces salen pedidos uno tras otro, sin dar tiempo de parar o esperar, que debe ser por eso que no hay nadie. “Hoy ha estado flojo”, me dice, y me explica que normalmente a esta hora ya ha hecho unos siete pedidos. Le pregunto si es por mí, se ríe y me dice que hay días que son flojos.

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Han pasado dos horas y media desde que nos encontramos y Daniel ya me habla más. Mientras esperamos sentados el siguiente aviso de su celular, me pregunta cosas de mi vida, casi todas sobre mi trabajo y mi economía: hace cuánto hago lo que hago, por qué lo hago, cuánto gano, cómo me pagan, cuánto pago de arriendo.

También me cuenta cosas de la suya: que en Venezuela era bombero, que no se acuerda cuánto ganaba porque el sueldo no le servía de nada, que lo que le servía eran los bonos que le regalaban; que terminó con una novia por venirse a Colombia, que ella se quedó estudiando; que allá dejó a sus papás, a su hermana y a una sobrinita; que quiere pasar la Navidad allá, que acá en Bogotá está muy solo.

Suena el aviso del tercer pedido: un par de almuerzos que tiene que recoger a tres cuadras de donde estamos y llevar a la calle 41 con quinta. “¿Sí sube?”, me pregunta cuando me dice la dirección, le digo que sí aunque sepa que no. Después de unos 25 minutos en los que lo acompaño a recoger el pedido, subir por una calle empinada, entregarlo a los dos hombres que lo esperan y volver a bajar, nos volvemos a sentar sobre la séptima. Ahora me tiene más confianza para responder una de las preguntas que le hice horas antes y que respondió corto: cómo fue su viaje de Venezuela a Colombia.

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Daniel me dice que su viaje empezó en un bus desde Naiguatá. “Hay un muchacho en mi pueblo que es prácticamente el que ha traído a todos. Él pone una fecha y ya uno busca los reales para el pasaje”. En ese bus Daniel viajó hasta la frontera con Cúcuta junto a una prima suya y a su sobrino de un año. Él pasó por el puente, no tenía pasaporte —que, según él, actualmente está costando unos 800 dólares— pero sí tenía el carné fronterizo con el que podía cruzar legalmente. Su prima, su sobrino y otras personas con las que estaba viajando cruzaron por el río mientras él llevaba varias de sus maletas por el puente.

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“Muchos conocidos míos no han cruzado en la frontera por el puente sino por el río. ¿No leyó en las noticias hace como dos o tres semanas de los venezolanos que se llevó el río? Fueron como 10. Han encontrado a cinco nada más, hay cinco que están desaparecidos”.

Después de cruzar la frontera vendrían dos días y medio de andar en buses por carretera hasta llegar a Bogotá. Le pregunto por qué tanto tiempo y me responde que como venían de ilegales, tenían que coger otros buses, los que no cogen las carreteras principales sino las que están metidas en las montañas.

—¿Son buses que solo llevan venezolanos?— le pregunto.

—Sí, ilegales. Así fueron los dos días y medio. El primer día en la noche ya no teníamos nada de comer. Pura montaña y sin agua, nada.

—¿Y el bebé?

—El bebé aguantó, se portó muy bien. Cuando llegamos a Cúcuta buscamos agua por todo lado y nadie nos regaló, ni siquiera por estar con un bebé. Pero entre nosotros, que éramos como 10, nos ayudábamos porque veníamos del mismo pueblo. Tú traías, por ejemplo, 10 panes para el camino, pero si alguien se quedaba sin comida tenías que regalarle. Cuando veías al otro que no tenía los reales, que se había venido sin comida porque estaba corto de dinero, tú le dabas tu pan.

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Encuentro de dos rappitenderos venezolanos.

Para Daniel lo más duro se acabó cuando llegó a Bogotá a la casa de sus tíos, pero me cuenta que ese no es el caso de todos, que tiene conocidos a los que les ha tocado dormir en la calle, y que incluso supo de un “chamo” que se quedó donde un amigo de él que se vino caminando desde Cúcuta y que en Bogotá robó antes de conseguir trabajo.

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—Yo creo que también por eso a casi todos los venezolanos nos ven así, pues— me dice.

—¿Cómo?

—Como que venimos para acá a joder, a robar.

Le pregunto que si lo han discriminado por ser venezolano, me dice que sí, que cuando le toca correr en la bicicleta para llegar en el tiempo que Rappi promete, se atraviesa y lo insultan, y que cuando lo escuchan hablar le dicen “venezolano tenía que ser”. Pero también me dice que por lo general los colombianos no le caen bien y que incluso se alegró cuando Colombia fue eliminado del Mundial. Le pregunto por qué, me dice que no sabe, y le creo, sus palabras parecen ser más el resultado de la extraña rivalidad entre Colombia y Venezuela que a muchos aquí y allá, sin razón aparente, nos han inculcado por años. La misma rivalidad que muchos, también sin razón, seguimos obstinados en reproducir.

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Son más o menos las cuatro de la tarde cuando vuelve a sonar el celular de Daniel, esta vez es un rappicash, tiene que parar primero en un cajero a sacar 100.000 pesos y luego llevarlos a la calle 51, abajo de la Caracas. Lo acompaño. Casi de inmediato suena el aviso del quinto y último pedido que entregará Daniel por ahora: cinco jugos de Cosechas que tiene que recoger en Galerías y llevar al otro lado de la 30. Mientras hace la compra, yo lo espero al lado del CAI, a esta hora ya no hay nadie más, soy la única persona sentada donde horas antes había casi una decena de venezolanos. Daniel vuelve y salimos a hacer la última entrega de la tarde, normalmente para de trabajar alrededor de las cuatro de la tarde, va a su casa, almuerza, carga su celular y vuelve a salir a las siete de la noche. La hora hasta la que trabaja depende de lo flojo o no que haya estado el día.

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Cuando Daniel entrega su último pedido, el hombre que lo recibe le dice que está incompleto. Revisan. Sí, está incompleto. Hay que devolverse y traer un jugo que hizo falta. Lo acompaño y ya no quiero pedalear más. Pienso en el momento en que llegue a mi casa y pueda descansar el resto de la noche. Pienso en Daniel descansando dos horas antes de volver a salir a seguir pedaleando. Daniel trae el jugo de vuelta y nos devolvemos a mi casa, él va a almorzar cerca.

En el camino me pregunta que si después del pedido que él me llevó, meses atrás, he vuelto a pedir cosas por Rappi. Le digo que un par, pero que después de leer un artículo que contaba cómo era ser rappitendero dejé de usar la aplicación. Le explico que el artículo cuenta que a ellos, a los rappitenderos, les toca correr mucho, que a veces lo que se ganan es muy poco, que en ocasiones los restaurantes se demoran en preparar la comida y que son ellos los que se tienen que enfrentar a la furia de los clientes.

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“Sí, eso es verdad”, dice. “El perjudicado siempre es uno, el trabajador. A veces cuando uno pide la inversión no se la dan y tú tienes que pagar el pedido con tus reales (pesos). Y esos reales, si a ellos les da la gana, te los pagan dentro de dos semanas. Yo los he insultado y todo, pero no me dicen nada porque saben que están fallando. A mí, por ejemplo, me robaron 64.000 pesos por los que nunca me respondieron, me dijeron que ya me los habían puesto en la tarjeta pero nunca me llegaron”.

Pero al mismo tiempo, en un tono muy distinto al del artículo que le cuento, me dice que está haciendo plata y que está feliz porque no tiene jefe, trabaja en los horarios que quiere y está pudiendo ahorrar. Que las primeras semanas siempre son difíciles pero que eso se supera. Para él, que lleva trabajando cuatro meses en Rappi y que cuenta con muy pocas —más bien nulas— buenas posibilidades laborales en Colombia, Rappi es el mejor trabajo.

Finalmente, me dice, lo que quiere es tener “los reales” para poder volver a Venezuela a finales del año próximo y comprarse el carro o una casa.

“Yo estoy seguro de que cuando Venezuela se arregle, los venezolanos que no vuelvan, que se queden en otros países, es porque ya hicieron su vida allá. Porque de resto… Yo por lo menos aquí no tengo nada. Lo que quiero es trabajar, tener mis reales y volver”.

Cuando llegamos a la esquina de mi casa nos despedimos. Yo llego a mi casa con la cara roja, con el pelo vuelto nada y cubierta de sudor. Daniel sigue pedaleando impávido mientras va a buscar su almuerzo.

*Su nombre fue cambiado para este artículo.