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El grotesco show que parió a Dexter, a Coraje y a Johnny Bravo

'Qué historia tan maravillosa, el show' fue la cantera creativa noventera de la que nacieron casi todos los clásicos de Cartoon Network.

El 20 de febrero de 1995 salió al aire el primer capítulo de Las chicas superpoderosas: 'La carne de Peludito'. Emputado porque no ganó un concurso de mermeladas en el que Bombón, Bellota y Burbuja eran jurados, Peludito, un monstruo rosado con antenas, inventa una pistola que transforma todo en carne. Las chicas superpoderosas van al rescate de Saltadilla, su ciudad, justo antes de que la criatura convierta a los ciudadanos en bistecs, chorizos y lomos de cerdo. Después de recibir un disparo que transforma su pelo en un muslo de pollo, Burbuja derrota al villano y, en un giro de celebración caníbal, lo transforma en una hamburguesa. Una hamburguesa con antenas que le sirven al alcalde como gesto de celebración.

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Ese corto animado fue el piloto de un experimento creativo que revolcó la historia de la televisión para niños: What A Cartoon! Show (conocido en Latinoamérica como Qué historia tan maravillosa, el show). Ideado por Fred Seibert y producido por Hanna-Barbera, el programa salió al aire en Cartoon Network bajo la premisa de regresarle el poder creativo a los animadores y los artistas, recreando las atmósferas del corazón de la caricatura de mediados de siglo. El proyecto Qué historia tan maravillosa, el show fue la cantera (o, como dirían ellos, el "cartoon incubator") de los clásicos noventeros más queridos de la televisión animada: El laboratorio de Dexter, Johnny Bravo, Vaca y pollito y Coraje el perro cobarde.

Los cortos jugaban con el grotesco desbordado, la exageración cómica, el terror, el absurdo y el tabú. Sin censura y con luz verde para condensar, en siete minutos, ejercicios de creatividad libre, las piezas de Qué historia tan maravillosa, el show formaron y modelaron nuestros no-tan-inocentes cerebritos de niños. La televisión que nos formó, en gran parte alimentada por este programa semanal, ponía en nuestras caras cómicas escenas de violencia, representaciones escatológicas y de sexo —mierda, basura, culos, sangre— tras un envoltorio amigable que pasó bajo el radar de nuestros papás, incluso los más conservadores.

El proyecto original debutó con 48 cortos de siete minutos, craneados y grabados por diferentes directores y, como nunca antes, sin intervención de los departamentos ejecutivos ni de las oficinas de ventas. Seibert lo dijo en 2007: "No nos importa lo que las tendencias de comedia de situación eran, lo que Nickelodeon estaba haciendo, lo que querían los departamentos de ventas (…) Nosotros queríamos dibujos animados". El abanico de historias, estilos y personajes era enorme y, en la mayoría de los casos, radicalmente arriesgado. Un ensayo y error para medir gustos, cifras de recepción y, acaso, potenciar una parrilla de contenidos poderosa para entrar al nuevo siglo.

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Y funcionó. El catálogo de colaboradores incluía ídolos de la talla de Craig McCracken, Genndy Tartakovsy, Van Partible, Butch Hartman y el mismísimo Seth MacFarlane, que de ahí sacaría la estética y las ideas para crear luego Family Guy. La línea gráfica y el particular humor también llevaron al nacimiento de joyas como Ren y Stimpy que, sin duda, está en el corazón de El gusano paranoico, una de los más terroríficas piezas de la colección. En un tono de trauma, con una espiral hipnótica de fondo, un gusano con cara de criminal pregunta a la pantalla: "¿Qué están mirando? Ustedes son unos niños muy obscenos. Mírense a ustedes, ¿por qué no lo hacen? Es a ustedes a quienes deben mirar", y rompe en llanto. La historia, narrada por el gusano mismo, era una versión televisiva, cruda, sanguinaria pero infantil del Corazón delator de Poe.

Este espíritu exuberante de la serie se ve muy bien en Yuckie Duck, uno de los cortos más recordados. Allí, un pato chef y mesero de restaurante atiende a su público en una cocina con ratas, moscas y hormigas. La historia escarba los movimientos exagerados y la vastos del pato o la extrañeza de un pollo desplumado que sazona la sopa echándose sal y pimienta en el ano. Los objetos se personifican, se mueven, resisten (como un pedazo de queso que no quiere ser cortado); son orgánicos y, por eso, la violencia sobre ellos es casi como la violencia sobre nosotros: cuando el pato le clava un cuchillo al queso, el queso llora y grita en medio de olores fétidos y pedazos de carne con pelos aún. La resolución es tragicómica: terminan sirviendo al pato mismo en un plato de sopa quien al final se pregunta: "¿Esto es vida?".

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Y todos eran así. En Cocina Casanova, por ejemplo, un tipo está cocinando la cena para una cita. Con accidentes (el corte de un dedo que reemplaza por una zanahoria, una quemadura de manos en sopa hirviendo, un incendio en el horno) el clip desarrolla una verdadera comedia del dolor y el asco. La cena queda asquerosa, todo sale al revés, pero la plasta resultante de la receta es devorada con gusto por la pareja. Se besan después de tragarse incluso la mesa.

¿Qué querían nuestros papás de nosotros si fuimos criados así? Las caricaturas de Qué historia tan maravillosa, el show lograron generar una consciencia generacional diferenciada, una aceptación de la extrañeza, del cuerpo y la deformidad, una normalización del absurdo —perfecta preparación para esta extraña época—. Fred Seibert y sus amigos nos dibujaron la mente, rompieron a patadas el tabú infantil de la representación televisiva. En esas animaciones no había moraleja, no había salida, no había finales bonitos. Solo personajes esquizofrénicos, situaciones fritas, nihilismo y un derroche de creatividad narrativa.

El mejor ejemplo es La zarigüeya que no deja huella. Una zarigüeya quiere comerse los huevos de unas gallinas paranoicas. Después de cruzar un jardín de vacas descuartizadas, pero aún vivas, llega a una casa en la colina. Las gallinas le advierten que es una casa encantada y que se sienten perseguidas por el gobierno. El miedo estalla con la llegada de un par de agentes del FBI que hipnotizan a la zarigüeya con sus placas pero que, en realidad, son aliens. En medio de la producción de huevos, un extraño televisor proyecta el comercial de una retorcida imitación del viejo de KFC que vende pollo frito e intenta embutírselo a la zarigüeya y a las mismas gallinas.

Ese juego irónico del canibalismo (que también está en el piloto de Las chicas superpoderosas) se lleva al extremo con unas cabezas fritas de gallina o muslos de pollo que el viejo campesino intenta obligar comer a las gallinas. La zarigüeya, para defenderlas y defender sus huevos, atrapa al viejo y lo lleva a las autoridades. Pero, oh sorpresa, todos son aliens. Incluso la zarigüeya, que se rasga la cara con violencia y revela sus cinco ojos. Normal. Las desquiciadas mentes de la semilla dorada de la caricatura noventera.

*Manden antidepresivos, por fa.