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ídolos

El delirio del Káiser

El compacto Jaime Pizarro modeló su juego a imagen del gran capitán germano Franz Beckenbauer
Foto: Wikimedia Commons

La mente humana es capaz de trazar caminos improbables, realizar conexiones extravagantes, proyectar e imaginar mundos posibles. Salir de los surcos de lo razón para insertarse en una realidad paralela e incluso otorgarle sentido a aquellas disrupciones es algo que ha acompañado nuestras existencias desde tiempos remotos y es, al mismo tiempo, donde radica parte importante de lo que condimenta este extraño ser que somos. Sea por narcisismo, por olvido, por adulación, por intemperancia, por ignorancia, por demencia o por una combinación de ellas, los límites del sentido común —la cosa mejor repartida del mundo según Descartes— pueden ser sobrepasados por el hombre y llevarnos a terrenos que, como bien apuntó Erasmo de Rotterdam, son a veces más felices que los de la razón.

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Si la gloriosa historia de la selección alemana "Mannschaft" tuviese que ser reducida a un nombre, ese sería el de Franz Beckenbauer. Dotado de gallardía infinita, prestancia inequívoca y de una inteligencia y disciplina acaso sin parangón en el fútbol, poco tardó en caer el apelativo "Der Kaiser" —el emperador— bajo el que los alemanes identificaron a su máximo emblema. Conforme pasaban los años, Beckenbauer fue leyendo el juego de tal manera que fue retrocediendo cada vez más para armar la jugada desde su génesis, independiente de lo que pensara el técnico en ejercicio. Así, durante el curso de tres mundiales —66,70 y 74— fue bajando del medio campo a la posición de líbero, back centro o libre. El Kaiser, ya sea en la Manschaft o en el Bayern, urdía el destino de sus tropas lanzando maravillosas diagonales rasantes o matemáticos pases de 40 metros, a la vez que construía una década de gloria en la que ganaría todo e introduciría su nombre en un Olimpo en el que no caben más de cinco.

En Chile, principiaban los noventa y envalentonado quizás por haber conseguido la Copa Libertadores con Colo Colo, dejando de lado cualquier resabio de pudor, alejándose de todo parámetro de realidad, fruto quizás de una psicosis temporal, Jaime Pizarro y su picardía morena se apropiaban del apelativo "Káiser". A tanto llegó la fijación de este pequeño futbolista por el verdadero Káiser que su jineta de capitán lució los colores germanos en múltiples ocasiones.

La elipsis mental de Pizarro es absolutamente descabellada ¿Cómo se puede llegar a equiparar el tranco firme y largo, la estampa de gacela que surcaba raudos 40 metros como levitando sobre el césped cuando se descolgaba como un proyectil que se precipita hacia el arco contrario, con el picapedreo estoico y de paso corto? ¿Cómo puede llegar a cotejarse la elegancia y temple prusianos con la desbordada, fresca y perennemente impetuosa sangre criolla? ¿Por qué buscar un referente tan binariamente opuesto a lo que dictaban sus condiciones?

Quizás Pizarro debió inspirarse en alguna figura que estuviera más cercana a sus posibilidades. ¿Por qué, por ejemplo, no inspirarse en el guerrero mapuche, de infinito vigor y valentía? ¿En un Elías Figueroa de juego alegre y luminoso, de espíritu lúdico?. El delirio del Beckenbauer chileno radica precisamente en que sus pretensiones estaban lejos de alinearse con sus posibilidades estructurales, era una especie de ideal platónico, infinitamente lejano.

Su afán aparece como un gesto ridículo, profundamente pretencioso, pero al mismo tiempo, la gracia de Pizarro fue que su fuente de inspiración estaba más allá de sus limitaciones. Tal vez Pizarro fue un visionario, un místico capaz de superar los determinismos estructurales. Quizás su búsqueda era más profunda, una búsqueda que trascendía lo material, lo contingente, y era la búsqueda de un espíritu sempiterno que nos conecta una y otra vez con el gran Erasmo de Rotterdam: "¿Qué sería de la vida sin una mínima gota de locura? Seria algo triste, aburrido, fastidioso, insípido y desagradable."