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Foto de portada: Tito baila con una vecina abajo de la autopista en la Milonguita de Parque Chacabuco. Buenos Aires, Argentina. 
Identidad

Cómo no perder el abrazo

Los milongueros de Buenos Aires, con distintas posiciones, o trabajan en protocolos para reabrir con cuidados o crean espacios alternativos para poder seguir bailando.

Una cinta verde casi imperceptible separa a los milongueros del resto. A pocos metros, unos chicos pelotean en un partido improvisado bajo el puente de la autopista. Es enero en Buenos Aires, un enero de COVID-19 y crisis económica, y el calor agobia. En Parque Chacabuco los vecinos hacen ejercicio, se juntan a tomar cada uno su mate (porque somos argentinos, sí, pero hay una pandemia), juegan un picadito y se toman la mano. Es el Central Park del sur de una capital latinoamericana: mientras algunos relojean bolsos y celulares y otros trackean cuánto llevan corriendo, algunas extienden sus reposeras a la sombra para comentar los chismes de la semana. Todo pasa al mismo tiempo, todo convive perfectamente. Ahí, abajo del puente graffiteado y escrachado, a las siete en punto, empieza la milonga. La cinta verde marca el territorio. Una burbuja en medio del collage urbano. 

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Walter repite los ocho pasos de la baldosa, secuencia básica. Y la domina. Sus pantalones acampanados se deslizan rozando apenas los zapatos de baile que se puso para practicar: quiere acostumbrar el pie, aunque sea su tercera semana tomando clases en la milonga. Es como bailar en un horno, pero se la aguanta igual. Para compensar tiene puesta una musculosa a rayas que deja entrever sus tatuajes, leyendas, símbolos y dibujos impresos en sus músculos muy marcados. Ese cuerpo no tiene un gramo de grasa. Walter es profesor de artes marciales y, aunque parece de 35 años, tiene 50. Baila como flotando, primero con la profesora y después con una vecina que se acercó. Por la intimidad que hay entre ellos pareciera ser que se conocen de toda la vida, pero ella vino hoy por primera vez. Se le nota la experiencia mientras domina el contacto visual que la une con Walter. Los ojos son casi lo único que se ve de la cara por el barbijo, pero alcanza para que se entiendan. Tiene el pelo blanco y cortito, moderno, un barbijo con estampado de animal print y tacos medianos para bailar. Termina el tema y cambian de pareja. 

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Clase de tango para principiantes abajo de la autopista en la Milonguita de Parque Chacabuco. Buenos Aires, Argentina.

Tito, de 70 años, la saca. Ella accede. Él tiene pantalones largos y una camisa manga corta que planchó para la ocasión. Viene hace varios meses a la milonguita de Parque Chacabuco, que empezó en septiembre del 2020, y nunca falta. Ni siquiera hoy, que hay alerta violeta por las altas temperaturas y se recomienda a las personas mayores quedarse en su casa. Tiene una concentración quirúrgica. Cruza la pista con su compañera sin trastabillar. 

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—Para mí estos encuentros son un elixir —dice Tito cuando se detiene para conversar. Cuenta que participó en el Campeonato Mundial de Tango que se hizo en el barrio porteño de Boedo hace dos años. Muestra un video de la ocasión que tiene guardado en su celular. Pero, a pesar de haber jugado al tenis de forma competitiva por más de 30 años, lo que le pasa con la milonga es distinto. No lo hace para competir.

—No es que quiero ganar, es que quiero participar y que me dejen bailar. 

Su compañero René llega con una mochila colgada en la espalda. Se saludan con el puño y Tito lo presenta (“¡es mi amigo del tango, acá todos somos amigos del tango!”, su emoción siempre lo desborda). René vive en Berazategui, localidad del conurbano sur, a 33 kilómetros de Parque Chacabuco. Viajó en colectivo el trayecto desde su casa hasta el parque para llegar puntual a las siete y aprovechar las tres horas de milonga. 

—Me siento del barrio porque trabajé en Parque Chacabuco más de veinte años, pero en la pandemia me echaron. Ahora conseguí un nuevo trabajo en zona sur, pero al salir del trabajo a las cinco me vengo a bailar acá. Es un viaje, son casi dos horas, pero, ¿qué voy a hacer? Si voy a mi casa estoy encerrado en cuatro paredes. Acá tengo un proyecto de vida, vengo y me alegra la vida. 

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El club La Catedral es una de las milongas más emblemáticas del barrio de Almagro, en Buenos Aires. Abrió hace 22 años, y recibe turistas, bailarines locales y gente que solo quiere disfrutar del ambiente y tomar una copa. Desde el inicio de la pandemia permanece cerrado. Alrededor de 50 trabajadores (camareros, profesores, DJ) forman parte del local y no pueden trabajar desde el 20 de marzo de 2020. Buenos Aires, Argentina.

René apoya su mochila y se prepara para sumarse. Ahí en el cuadrilátero demarcado por el cordón verde casi que no se advierte que estamos en medio de una pandemia. Esto es algo bueno y algo malo: las milongas en las plazas y parques empezaron casi de hecho y por fuera del circuito oficial, que fue más precavido y todavía no reabrió. En el caso de la de Parque Chacabuco, sucedió así: Juan Carlos y Valeria estaban caminando en septiembre cuando se permitió salir a dar una vuelta en la Ciudad de Buenos Aires. Ambos bailan tango, son compañeros de baile. Se les ocurrió ponerse a bailar en el parque. Les gustó. Lo volvieron a hacer. Así se conformó la primera milonga en espacios abiertos de la era pandémica: la siguieron la de Parque las Heras y Parque Lezama, ambas inspiradas en los encuentros que iniciaron Juan Carlos y Valeria. A cinco meses del primer baile, la milonguita se hace los martes, jueves, viernes y sábados de seis de la tarde a diez de la noche. Una hora de clase y después milonga, para que bailen todos. Sus organizadores originales se unieron con otros tangueros para sostenerla. Circulan un flyer en Facebook con el punto de encuentro y los horarios. Si llueve, se suspende; y si no, a las seis hay alguien preparando el parlante para que empiece la profesora, que trabaja a colaboración. 

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—La mayoría de las personas que vienen acá son vecinas y vecinos de más de 40 años. Nos abrazan, nos agradecen, es muy reconfortante ver que les volvió la alegría al cuerpo. Nos dicen que recuperaron la salud. Nosotros creemos realmente que el aire libre y el encuentro aumentan las defensas, disminuyen las chances del contagio, es algo terapéutico —dice ella. 

La tarde transcurre y pasan muchas personas. La mayoría llega a un lugar conocido, se saluda y empieza a bailar. Algunas más tímidas se acercan y preguntan qué es, si se puede aprender (que sí, les responden, que de seis a siete hay clase para aprender). Alrededor la vida transcurre: los runners hacen su running, los pibes patean la pelota, los adolescentes comparten un cigarro en el pasto. La milonga del Parque es como una pausa en el mundo que le dio vida, porque todos usan barbijo, pero vienen a combatir el presente que nos condenó a todos al aislamiento. 

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Una pareja baila abajo de la autopista en la Milonguita de Parque Chacabuco. Buenos Aires, Argentina.

Entre la muchedumbre aparece Quique con su cuaderno. Un hombre muy pero muy bajito que se acerca tímido y silencioso. “Cada vez que escucho esta música tan linda me acuerdo de vos / cada vez que suena esta orquesta me acuerdo de vos / cada vez que cantan esta canción tan plena me acuerdo de vos / para decirte / ¿bailás conmigo?”. Quique sostiene su cuaderno de poemas escritos con una caligrafía perfecta y birome azul. Son más de 120, dice, y va pasando las páginas. No tiene celular, no tiene Internet, tiene su cuaderno y su memoria: comienza a lanzar dato tras dato sobre la historia de la milonga, sus orígenes en la cultura afro, su relación con el tango (porque no son lo mismo, la milonga es más pícara, el tango más melancólico). Quique no baila, pero toca, a su manera. La milonguita de Parque Chacabuco también es esto: un lugar dónde encontrarse con otros, dónde sentirse acompañado, dónde ser escuchado. 

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Izquierda: La profe de tango enseña un paso a Walter, abajo de la autopista en la Milonguita de Parque Chacabuco. Derecha: Una caja de fosforitos "Si Bailamos" en la casa de Inés Muzzopappa. 

* * *

Del otro lado del teléfono, Omar Viola es menos optimista. Creador de la Milonga del Parakultural, que hace 21 años funciona en una propiedad de la sociedad helénica —Salón Canning—, Omar es una figura mítica del under porteño. Estuvo ahí en los momentos más complicados de la cultura de la ciudad, vivió todas las crisis y sostuvo espacios en condiciones hostiles. Pero la pandemia es diferente: bailar no contempla distancia social alguna y su prioridad es prevenir los contagios. No comparte la creación de milongas sin protocolos, y aunque él quisiera reabrir su espacio y fuente de trabajo, prefiere postergarlo para un momento en el que haya un consenso sobre cómo será. 

Las dos asociaciones que nuclean al 90% de las milongas de la Ciudad —AOM, Asociación de Organizadores de Milongas y Miseso, Asociación de Milongas con Sentido Social— frenaron su actividad al comienzo de la pandemia y trabajaron en la aprobación de protocolos exhaustivos junto con el gobierno nacional para la reapertura de las milongas con protocolos COVID, pero la Ciudad de Buenos Aires todavía no habilitó la actividad. Los protocolos incluyen una disposición determinada de los espacios, registro de las personas que por allí pasen y sanitización de las superficies. En lo específico, sugieren, por ejemplo, que se cambien los zapatos de calle por los zapatos de baile antes de entrar al salón. Se refuerzan reglas del tango preexistentes, como no hablar mientras se baila, y limitan el turno de baile a dos horas con intervalos de 30 minutos para higienizar el espacio. Además, calculan un área de 12 metros cuadrados por pareja para garantizar la ventilación. Ninguna de estas medidas se toma en los parques, donde la política es que todas y todos pueden entrar, bailar, circular e irse. A pesar de que se forma comunidad, no hay ningún protocolo para contener la situación si alguna persona participara contagiada y contagiara a otras. 

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—No veo conveniente que se hagan milongas, ni clandestinas, ni de protesta, ni nada sin protocolo —dice Omar. —Lo que peligra es la vida de la gente: tengamos en cuenta que en la milonga hay un alto porcentaje de público que es de riesgo. 

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Clase de tango para principiantes abajo de la autopista en la Milonguita de Parque Chacabuco. Buenos Aires, Argentina.

Y es cierto: las milongas (como eventos, porque la milonga es a su vez un tipo de baile, un tipo de música, y un evento cultural) estuvieron desde la época dorada del tango, a mediados del siglo pasado, ancladas en espacios comunitarios en todas partes. Clubes, sociedades de fomento, asociaciones, colegios, restaurantes y salones privados repetían varias veces por semana el espacio de encuentro. Con la llegada del rock, el circuito milonguero mermó y hoy se localiza, sobre todo, en las zonas sur y centro de la ciudad. Los barrios históricos y tradicionales como San Telmo y la Boca aún conservan sus milongas típicas, y en los barrios más modernos como Palermo y Villa Crespo surgen cada tanto las milongas más jóvenes y queer (que desarman los roles en la pareja que baila), recuperando la tradición que muchas de las personas que hoy tienen entre 20 y 40 años heredaron de sus madres y padres, o incluso abuelas y abuelos. La globalización hizo naturalmente lo suyo, como con toda tradición folklórica: las personas jóvenes de Buenos Aires no bailan tanto tango como lo hacían sus mayores y, en muchos casos, ni siquiera sabrían qué hacer de entrar a una milonga. Sin embargo, el espacio de encuentro se mantuvo para las generaciones mayores que encuentran allí su hogar y su nostalgia. 

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Izquierda: Una señora ensaya los pasos mirando a la profesora en la Milonguita de Parque Chacabuco. Derecha: Walter hace una de las poses que estuvo ensayando durante la clase. Buenos Aires, Argentina.

De vuelta en la milonguita del Parque, Matías está conmovido. No pasa nada, sólo es que está bailando de nuevo . Como muchas otras personas, se cuidó durante toda la cuarentena. Le preocupaba la posibilidad de contagiar a otros. Pero en verdad, la milonga para Matías es casi como respirar: baila hace 20 años. Trabajó en shows de tango, viajó por el mundo, dio clases y pateó en todas las milongas de la ciudad. Para él, dice, estar en la milonguita es volver a la pasión. Pero durante la época de aislamiento se adaptó y bailó solo en su casa. Todos los días. Fue intercalando géneros, explorando los pasos de tango y milonga con otras músicas, enseñándole a acompañar a su hijita. Hoy vuelve a la pista con adrenalina y ansiedad. Lleva dos tatuajes en sus antebrazos: uno reza MILONGA, el opuesto reza TANGO. Es que se lleva en el cuerpo, incluso cuando no hay salón, el milonguero es milonguero todo el tiempo. 

En Buenos Aires nunca hubo tal cosa como un descenso de casos de COVID-19. El verano amesetó una cifra alta de contagios que se mantiene estable, augurando un 2021 tan complejo como el año que pasó. En ese contexto, los personajes de las milongas debaten, se organizan, discuten y también saltan las reglas. Bailar, para algunos, es la consigna principal. Para otros es también una manera de estar acompañados. Del lado de los organizadores históricos, la preocupación está puesta en la sostenibilidad de las milongas: hacerlo bien, hacerlo para que sobrevivan a esta nueva normalidad que se impuso. Pero hay algo en el encuentro casi natural de los milongueros que resiste la protocolización. Los habitués de las milongas se encuentran. Quique, Tito, René, Juan Carlos, las señoras que pasaron, los vecinos que se quedaron a mirar; no se conectan ni por grupos de WhatsApp ni Telegram, ni siguen cuentas en Instagram que anuncien los encuentros. Es un boca en boca, un mensajito, una certeza: si dicen martes, jueves, viernes y sábado, allí estarán, y el que llegue primero espera, porque los novatos van al centro de la pista y los que saben más bailan en los extremos exteriores; se esperan, se respetan, se hacen felices y después se despiden. Cada uno para su casa, a sus cuatro paredes, a seguir repitiendo con la punta del zapato el movimiento en soledad. Hasta que se venga el reencuentro, como sea, van a estar ahí. 

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Izquierda: Omar Viola, en el salón Canning, donde organiza la Milonga Parakultural. Derecha: El hilo verde que separa el espacio de la milonga de los que juegan fútbol en el Parque Chacabuco. Buenos Aires, Argentina.

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Mario Bulacio es uno de los directores del club La Catedral, donde también vive.

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Un banco al costado de la milonga del Parque Chabuco. Juan Carlos, a la izquierda, es el fundador de la Milonguita de Parque Chacabuco y Quique, a la derecha, uno de los aficionados. Buenos Aires, Argentina.

*Con el apoyo de National Geographic.