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Ilustración por: Priscila Barbosa (@priii_barbosa)
Identidad

Luchar con uñas y dientes porque nos dejen vivir

Este año el Día de la Mujer tendremos que volver a manifestarnos por los femicidios. ¿No les parece absurdo que en pleno 2020 tengamos que protestar para que no nos maten por el hecho de ser mujeres, travestis o trans?

Cuando una noticia altera nuestra cotidianidad, tendemos a recordar detalles particulares del contexto en el que la recibimos. Yo me acuerdo del frío que hacía la mañana de hace diez años en que murió mi tía, del televisor cuadrado de la casa familiar desde el que vi las imágenes del 11 de septiembre de 2001, o los lugares en los que estaba cuando distintos presidentes ganaron y otros murieron, para bien y para mal. Con esa precisión también me acuerdo del momento en que supe de algunos femicidios.

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El 24 de mayo de 2012, apenas salió en los noticieros el femicidio de Rosa Elvira Cely, mi mamá me llamó a contarme. No era común que me llamara de la nada desde que me había mudado a Argentina, pero estaba muy impactada. Aunque ninguna de las dos conocía a Rosa, ella quería que comentáramos lo que había pasado, que repasáramos los detalles. De alguna manera, agradecía que las torturadas no hubiéramos sido nosotras.

Rosa Elvira, de treinta y cinco años, fue violada, empalada y asesinada en el Parque Nacional, en Bogotá. Había decidido salir con un muchacho sin imaginar que esa iba a ser la crueldad de su suerte. Recuerdo la saña con la que los medios cubrieron la noticia. Recuerdo la desidia a la que se enfrentó, todavía con vida: como era pobre no la llevaron al centro de salud más cercano porque era un lugar privado. Recuerdo que la Defensa del Gobierno Distrital dijo que ella se la había buscado por salir con extraños. Desde este femicidio, cada vez que voy a Bogotá evito caminar por el Parque Nacional.

También tengo clara la mañana de octubre de 2016 en la que en Argentina nos levantamos con el femicidio de Lucía Pérez, de dieciséis años, en las primeras planas. Unos días después de la noticia, tuve una cita con un desconocido. Pensé en no salir, quise cancelar. Al final salí, pero aumenté los recaudos, los mensajes a las amigas en el minuto a minuto de la cita, el “me voy a mover de lugar, si no aviso en un rato estoy con tal (foto del perfil y el teléfono)”. La amenaza constante significa perder cierta privacidad. ¿Cómo será vivir sin avisar dónde estamos para que si desaparecemos sea más fácil buscarnos?

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Fue tal la frustración que produjo el asesinato de Lucía, que llevó a las argentinas a organizar el primer paro nacional de mujeres. Primero circuló un mail entre algunas feministas de diversos sectores; intuimos la injusticia que vendría y la crueldad con la que se trataría el caso. Nos reunimos y juntas tratamos de ponerle palabras al horror. No era el primer femicidio que causaba conmoción en el país, pero sí fue el primero que tuvo una respuesta colectiva inmediata y organizada y frente al cual se tomó una medida sindical. No nos bastaba con marchar, teníamos que parar.

El día del paro, el 19 de octubre de 2016, llovió tan duro que parecía que se caía el cielo. Temimos que eso hiciera disminuir la cantidad de mujeres en la calle, pero ocurrió todo lo contrario. La imagen del abrazo mojado y generoso entre desconocidas que compartíamos sombrillas empecinadas en que teníamos que poder ejercer nuestro derecho a la voz me hizo llorar. A muchas otras también. Recuerdo nuestras lágrimas camufladas en la lluvia, miles de puños al aire y la obstinación con la que decidimos permanecer en la calle a pesar de la violencia, a pesar del frío, la tristeza y el miedo.

Gritábamos “Ni Una Menos”, una frase que se popularizó en junio de 2015, cuando se hizo una marcha multitudinaria como protesta ante el femicidio de Chiara Pérez, también argentina, de catorce años. En esas tres palabras habíamos condensado toda nuestra demanda: que no nos mataran más, que se nos dejara vivir. El feminismoy la manifestación fueron un refugio ante el miedo aleccionador de la violencia. Aprendimos —o mejoramos y pusimos en práctica— la ocupación colectiva del espacio público como método de resistencia y supervivencia.

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Apenas unos meses después del paro nos desayunamos con el femicidio de Micaela García. Yo estaba en mi casa, lo supe primero por los chats de feministas y después por las noticias. Llamé a mis amigas. Desde la calle escribí un texto muy enojada; el texto decía que ya no tenía nada nuevo para decir, que todo era redundante, porque cuánto tiempo llevaba escribiendo sobre por qué nos mataban.

Micaela García tenía veintiún años. La foto con la que muchos medios acompañaron la nota era una de ella sonriente, con una camiseta que decía “Ni Una Menos”. Micaela era militante política y feminista. Micaela estaba contenida por sus amigas, algunas como las nuestras, como las mías, que seguro habían recibido el mensaje de que estaba yendo a su casa. Y eso no fue suficiente porque el mensaje definitivo, el que mandamos todas avisando que estamos ya en nuestro hogar y a salvo, nunca llegó. El feminismo no nos va a mantener más a salvo. Ahí nos dimos cuenta, o al menos me di cuenta yo. El feminismo está en medio de este lugar hostil y patriarcal y no basta para mantenernos con vida, ni seguras, ni íntegras. Odié la certeza de que no era suficiente lo que estábamos haciendo. Me abrumó la bofetada de considerar vulnerables nuestros espacios seguros. Me rompió el corazón la cara de su familia al hablar de ella; tuve miedo de que algún día mi familia tuviera que hablar de mí públicamente por algo similar. Temí de verdad.

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Desde ese femicidio comencé a tener la sensación permanente de estar escuchando una voz que habla en un lenguaje incomprensible para los hombres, aunque sean ellos sus creadores. Un lenguaje que nos dice todo el tiempo que las mujeres tenemos que tener un poquito de temor. El femicidio y la violencia machista son un idioma cifrado, una forma de someternos y ordenarnos, como dice Rita Segato en su libro sobre las mujeres asesinadas en Juárez. Todas lo podemos entender, todas sabemos cómo y qué hay que obedecer cuando nos enteramos de esas otras a las que acosan, violan y matan. Con cada femicidio vienen el miedo, la prevención, el mensaje, la nueva medida de seguridad, el no salgas a la calle, el no vivas, el no goces.

*

Antes de que los paros y las marchas de mujeres se extendieran por el continente y se hicieran también para conmemorar el 8 de marzo, en las oficinas, universidades y colegios se celebraba ese día con flores, bombones y serenatas. Recuerdo que en mi colegio, en Bogotá, nos reunían a las niñas, nos daban una rosa y nos ponían “Mujeres”, de Ricardo Arjona, mientras los curas pasaban a darnos un beso agrio y baboso en la mejilla, siempre incómodo, siempre fuera de lugar, y circulaban mensajes de “mujer, eres hermosa porque eres amor, celebra hoy tu día”. Ni sabíamos la razón del Día de la Mujer; no se mencionaba que esa fecha había sido establecida como tal porque ya muchas habían muerto y no preguntábamos porque nos llenaban la boca con chocolates como si hubiera un hecho natural a celebrar. Quizás el mensaje era ese: merecen un premio por estar vivas. Una única cosa a la que aspirar.

Pasaron nuestros primeros paros y la fuerza de la medida sindical nos recordó que éramos también una fuerza laboral. Politizarnos y complejizar nuestras demandas sería un descanso de la narrativa de la víctima y de la muerta, que parece ser lo único que espanta a la sociedad, que la conmueve, que le importa. Yo estaba cansada de hablar de tener miedo a perder la vida y comencé a preferir —y aún prefiero— manifestarme por el derecho al espacio público, la brecha salarial, la participación política, la feminización de la pobreza, la construcción feminista del poder, la justicia, el amor, e incluso el derecho al placer.

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En los ochos de marzo empezamos a hablar a viva voz y en toda la región sobre cómo el objetivo del patriarcado es tenernos en el espacio privado, pariéndoles y criándoles a los hijos que serán la mano de obra, rogándoles por el amor que nos enseñaron a necesitar como único destino: explotarnos mientras nos daban rosas. Pusimos sobre la mesa que habíamos entendido que esto se trataba de una disputa de poder y que la violencia no era aislada, sino sistemática porque era una forma de sometimiento. Logramos que el Día de la Mujer no fuera más una “celebración” en la que nos dijeran que somos la ternura del mundo y que nuestro valor es dar belleza y amor. Hablamos también de la diversidad infinita que cabía en nosotras: de mujeres trans, lesbianas, bisexuales, travestis. Hablamos de nuestro enojo y la rabia se volvió nuestro lenguaje para paliar el miedo, para exigir algo mejor. Con esa rabia ocupamos la calle. Nos tomamos la voz.

Reclamamos con tanta fuerza el aborto legal, que el flamante presidente de Argentina anunció el pasado 1 de marzo que presentará una ley de aborto legal porque es nuestro derecho. “Derecho”, dijo. Tanto tiempo nos costó conquistar algo que debería estar dado por sentado. Y entonces, cuando estábamos ahí, celebrando esa victoria que tuvimos que arrancarle al patriarcado con años y años, marchas y marchas, y cantos y cantos, otra bofetada nos devolvió a la realidad: el día después del anuncio del presidente, un chico de diecinueve años asesinó a su novia de veinticuatro presuntamente porque él creía que estaba embarazada. Después tiró su cuerpo a una parrilla y la quemó antes de desmembrarla y regarla en pedazos por la ciudad. Ese mismo día un señor violó y mató a una niña de diez años, otro golpeó y tiró de un séptimo piso a una chica y encontraron el cuerpo enterrado de otra mujer en la casa de su ex.

En Colombia un policía mató el mes pasado a su exnovia en el Cauca. Hace dos semanas dos femicidios seguidos conmocionaron México. No nos dieron espacio ni de tomar aire. Algunos hombres heterocis no solo matan mujeres, lesbianas, travestis y trans a mansalva. Matan todo lo que no sea ellos, matan todo lo que se diferencia, matan porque pueden. Después divulgan las fotos de sus cuerpos sin vida, como pasó con Ingrid Escamilla, para que nos quede bien claro el mensaje.

El presidente Piñera presentó hace unos días una ley sobre femicidios en Chile y después dijo que también había que hablar de las mujeres que permiten los abusos. Lo dijo mientras presentaba una ley para prevenirlos, lo dijo con el país movilizado para que tome alguna medida. No podía dejar de hacernos saber que así es como piensa, y que así va a seguir pensando: que la violencia en contra de las mujeres es culpa nuestra y más vale que no se nos olvide que tenemos que guardarnos, hacer silencio y obedecer.

Este 8 de marzo tenemos que protestar por las mujeres asesinadas, porque nos siguen matando. En Argentina se calcula que cada treinta horas hay un femicidio. En México, cada seis. En Colombia cada ocho horas un varón asesina a una mujer porque puede. Terminar una relación parece ser un factor de riesgo para nosotras; bailar, coger, disfrutar y salir también. Cualquier cosa que sea el ejercicio de nuestra voluntad y autonomía es posibilidad para la barbarie. En 2020 ser mujer en América Latina sigue siendo razón suficiente para la precariedad, la crueldad, el golpe, la censura y para morir desmembrada, apuñalada, empalada y descuartizada. Más razón es ser mujer trans. ¿Cómo se vive cuando algo tan inevitable como la identidad es motivo de violencia?

De verdad lo pregunto: ¿no les parece absurdo que tengamos que manifestarnos para que no nos maten por el hecho de ser mujeres, travestis o trans? ¿No les parece lamentable tener que exigir lo más elemental? ¿No les da angustia pensar en todo aquello en lo que podríamos estar avanzando, todo aquello por lo que podríamos marchar, si tan sólo nos dejaran discutir y debatir algo distinto a estar vivas? ¿No estaríamos mandando el mundo si no tuviéramos que luchar con uñas y dientes porque nos dejen vivir? ¿Por qué nos castigarán así?