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Rio 2016

Río de Janeiro más allá de la burbuja olímpica

La mayoría de los 30 mil periodistas cubriendo los Olímpicos pasarán su estancia muy cerca de los recintos deportivos. Nuestro escritor, Aaron Gordon, intenta experimentar el verdadero Río.
Photo by Aaron Gordon

Aaron Gordon, colaborador de VICE Sports, se encuentra en Río para manteneros informados diariamente de lo que acontece en la sede olímpica.

A lo largo del ajetreado calendario olímpico surge uno que otro momento valioso en el que recuerdo dónde estoy. Imagino que debe ser lo mismo para el resto de los 30 mil periodistas que cubren el evento, y con quienes paso la mayoría del tiempo en las vastas cavernas del Parque Olímpico, o en los autobuses que van y vienen de los recintos deportivos. Nada de esto ofrece una perspectiva verdadera de la ciudad.

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A pesar de que había escuchado la frase "burbuja olímpica" antes de visitar Río, ésta cobró más sentido ahora que me encuentro aquí. Supongo que muchos reporteros vivirán su experiencia olímpica dentro de esta burbuja, apenas interactuando con los cariocas, tal vez por miedo —más de un periodista se ha sorprendido porque he visitado las favelas—, pero en generan por sus obligaciones profesionales. La mayoría de ellos están aquí para informar sobre las Olimpiadas: los partidos, los atletas, las rivalidades, las historias, etc. Todas estas cosas suceden en la burbuja, pero no necesariamente en Río.

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Río de Janeiro es una ciudad complicada que ni siquiera pretendo entender en su totalidad, pero al igual que muchas urbes es muy evidente la división entre los que tienen y los que no. Presenciar la ceremonia de inauguración desde un bar exclusivo en Leblon, o desde alguna de las casas de hospedaje que abundan en la ciudad, provee una perspectiva diferente del lugar donde vi la ceremonia de apertura: una pequeña fiesta en una favela de Santa Teresa; un barrio donde se mezclan las favelas y los hogares de clase media. Unas diez personas se presentaron, y muchos ni siquiera pusieron atención porque estaban fascinados por el paisaje que se pudo observar desde el balcón. No los culpo. El Río verdadero es infinitamente más enigmático que una ceremonia que honra y, al mismo tiempo, crea una caricatura de la ciudad.

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También había visitado Santa teresa la mañana antes de la ceremonia. Mientras esperaba a un amigo, me senté en una pequeña cafetería con vista al Maracaná. La cafetería no era más que una lona que cubría una mesita donde se hacía el café y tapioca. Le ordené un café a la mujer detrás de la mesa, quien no paraba de sonreír.

A su derecha, un adolescente —su hijo— estaba sentado en una silla mandando mensajes de voz vía Whatsapp. Una perra (muy educada) llamada Melina, de hocico espigado y ojos tristes característicos de los perros merodeaba el lugar. En un principio, Melina era tímida y un poco titubeante para acercarse. Pero después de unos minutos, Melina regresó, se acercó a mí, y descansó su cabeza sobre mi pierna. La acaricié y, al parecer, le agradó. Inhalé profundamente una bocanada de aire mezclada con buen café y una vista cautivadora, esperando que algún día pueda volver a experimentar algo similar.

La madre le indicó algo a su hijo y éste respondió molesto. Pude reconocer la discusión entre madre e hijo porque solía hacerlo mucho con mi madre, particularmente cuando era un adolescente. En ese entonces, sólo quería estar solo, pero ella quería que aspirara la casa o limpiara mi cuarto. Supongo que ella le indicó que hiciera sus obligaciones, y él respondió algo similar a "después lo hago".

Después de disfrutar mi tapioca como nunca antes, le pregunté al adolescente si hablaba inglés. Me dijo que no, pero de todas formas corrió y se sentó a mi lado emocionado por intentar conversar conmigo. Utilizamos el traductor de Google para entablar lo que parecía una conversación. Cada enunciado respondido fue una pequeña victoria.

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"¿Turista?", me preguntó.

"No", le respondí. Le dije que estaba aquí para informar sobre los Olímpicos, pero que estaba interesado en la opinión de los cariocas, y no sólo la del COI. Sonrió, y me respondió, olvidando por un segundo que no hablo portugués. Se dio cuenta y comenzó a utilizar el traductor de Google. Dijo que era una pena que no hablara inglés, que tomaba clases en la escuela pero que se le había olvidado todo.

Unos minutos después, me enteré que su nombre era Joao Victor Souza Macedo, tenía 15 años, y estaba sentado en la cafetería, y no en la escuela porque estaban cerradas durante las Olimpiadas. Creyó que los Olímpicos podrían traer cosas buenas a Río, o al menos seguía esperanzado. Hasta el momento, no había experimentado nada bueno.

Cuando le pregunté si tenía pensado ir a alguna de las competencias, movió la cabeza de un lado a otro y, en lo que sería la única parte de nuestra conversación que no requirió traducción alguna, golpeó levemente su pecho, movió su dedo en señal de "no", y después dio un golpecito en mi pecho con su mano; el mensaje fue claro: los Juegos Olímpicos son para ti, no para mí.

Macedo tiene toda la razón. Las Olimpiadas son para mí, para los 30 mil periodistas, y para la "familia olímpica" —es decir, el COI, los Comités Olímpicos, las federaciones deportivas, y voluntarios que contarán con su propia infraestructura a lo largo de estas semanas—. La inmensa mayoría de los residentes de Río, desde mi estudio sin fundamentos, son como Macedo: están dispuestos a ser los anfitriones y esperan lo mejor, incluso si muy en el fondo saben que ya han visto este espectáculo muchas veces.

Aquella noche terminé regresando al mismo lugar donde había estado antes de la fiesta para ver la ceremonia de inauguración. Volví a ver a Macedo en la cafetería. Estaba anocheciendo y lo saludé de lejos, respondió mi saludo y me sonrió. Estaba a punto de salir con sus amigos, incluso cuando el café contaba con una vista privilegiada para ver la pirotécnica que salía del Maracaná.