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violencia de género

'Un ginecólogo de una prestigiosa clínica bogotana me acosó'

Ana María López, una literata bogotana, cuenta cómo el tratamiento de una endometriosis terminó dando paso a la mala atención y al acoso sexual.
Imagen por Liubov Burakova vía Stocksy.

Fue en julio de 2014, una semana después de que mi periodo se hubiera ido, cuando sentí un hilo de líquido hirviendo que recorría mi pierna izquierda. Era mi primera hemorragia, el inicio de una condición que no se cansaría de enviarme señales en un lenguaje ininteligible pero contundente. La que por varios meses haría que la incertidumbre se apoderara de mi útero, de mis ovarios y de mi cabeza. Poca idea tenía yo sobre lo que estaba sucediendo. ¿Era un aborto? ¿Me estaba desgarrando por dentro? Mucho después sabría que el dolor profundo que me tumbaba y la corriente imparable de sangre eran producto de la endometriosis, una enfermedad que, según la Asociación Colombiana de Endometriosis, padece una de cada 10 mujeres. Pero a pesar de lo común que puede llegar a ser, algunos movimientos sociales como Endomadrid, en España, afirman que la enfermedad carece de visibilidad suficiente. Mi propia experiencia me lo demostró. Lidiar con la enfermedad fue problemático desde el principio pese a la alta reputación de la clínica a la que acudí. Me hospitalizaron dos veces: exámenes de sangre, pruebas de embarazo, ecografías transvaginales. "Usted tiene un ovario poliquístico", fue el primer diagnóstico. Anticonceptivos. Dolor. Analgésicos y morfina. "Eso va a ser el colon", fue tal vez el segundo. Cólicos. Colonoscopia. Vómito. Más morfina. "Hay abortos progresivos, se demoran semanas y usted solo sangra". Más ecografías. "Hola Ana María, me han dicho que te sientes algo triste, soy psiquiatra y vengo a hablar contigo". Grupos enteros de jóvenes que me miran y toman nota en sus libretas. "Tal vez es endometriosis, pero habría que operar para saber". Vientre lleno, vacío, entredicho. "Déjenla ir, el diagnóstico sigue siendo incierto…".

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El médico me recibió con un abrazo y a manera de chiste me advirtió que la próxima vez que fuera impuntual me mandaba a la mierda.

El médico que me diagnosticó y operó, me explicó que el mar de sangre y dolor en el que había estado navegando desde hacía meses se había producido por células endometriales que crecen fuera del útero —donde deberían crecer— y que cubren o invaden otros órganos. Aunque tuve el privilegio de pagarle a un médico particular para que me diagnosticara, varias veces tuve que volver a la fundación a hacer trámites para exámenes y otros servicios que, en teoría, debía cubrir el servicio prepagado que pagaba. Lamentablemente, no fue así. El lunes 6 de febrero de 2017 fui, por primera vez, al consultorio de uno de los ginecólogos más prestigiosos de la institución que me había dejado ir con un diagnóstico incierto. Fui en busca de una voz profesional y recomendada que lograra hacer de mi enfermedad algo menos frustrante y desgarrador. Llegué tarde, el médico me recibió cálidamente con un abrazo y a manera de chiste me advirtió que la próxima vez que fuera impuntual me mandaba a la mierda. Me senté frente a su escritorio y le conté el porqué de mi visita. Hasta antes de toparme con este sujeto, me he esforzado por ver la consulta ginecológica como una incomodidad necesaria que, por tanto, hay que volver cómoda de alguna manera. Pero, ¿cómo hacer cómoda una situación en la que un desconocido debe, no solo preguntarte por lo que haces o dejas de hacer en tu intimidad, sino además tocar tu cuerpo? Claro, se logra entendiendo todo contacto verbal y físico como una práctica profesional. A pesar de esto, el médico logró borrar por completo esos límites cuando me preguntó por mi vida sexual: —Bueno, ¿Y el novio? ¿Si se lo come?— preguntó. —No, no tengo novio— respondí. —Ah, pero entonces, ¿no tiene amigos que se coma?— complementó el médico en un tono que, en un principio, interpreté como esos intentos fallidos de empatía que tienen algunos baby boomers (la generación que nació después de la Segunda Guerra Mundial) cuando le hablan a gente más joven. "Seguro quiere sonar cool", pensé. Me envió unos exámenes y me pidió que agendara una nueva cita, que pedí para el 13 de marzo de este año. Ese lunes llegué a la fundación con ansias de conocer los resultados de mis exámenes. Cuando entré al consultorio, me senté en la misma silla de la vez pasada, frente al escritorio del doctor. Nuevamente llegaron las preguntas de la vez anterior. —¿Tiene novio? ¿Se lo come?— preguntó otra vez. —No tengo— dije. —¿Y amiguitos? ¿Tampoco?— insistió.

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En este punto las preguntas y su tono me resultaban sumamente incómodas, manilargas, entrometidas. Era una sensación que, aunque estaba presente, no logré identificar hasta después de salir de la cita.
La consulta continuó, los resultados que el doctor interpretó indicaban que mi enfermedad podía controlarse. Luego, cuando llegaba la hora de quitarme la ropa y dejarme examinar, la sangre que por tanto tiempo me había atormentado hizo imposible la realización de la citología. Ahora agradecía la presencia de esa misma sangre. El médico me explicó que este tipo de exámenes no podían realizarse con la menstruación. "No importa, en la siguiente cita lo hacemos", me dijo.

Salí de la clínica y apenas puse mis pies en la calle, me ataqué a llorar.

Me levanté, dando las gracias, para despedirme. El sujeto que tenía en frente también se paró de su silla, se acercó a mí y me abrazó con fuerza. "Mucha confianza", pensé. Después de todo, era la segunda vez que lo veía en mi vida. El abrazo fue prolongado, cada segundo se extendía en medio del silencio y el aire denso que ahora invadía el consultorio, un espacio cobijado por la intimidad, la confianza y la profesionalidad que ahora sentía permisivo y propenso al acoso. El hombre, que aún me tenía en sus brazos, acercó sus labios a mi oído y dijo: —La próxima cita la empeloto toda y me enamoro de usted. Fue como si las palabras que brotaban de la boca de aquel sujeto de repente se restregaran contra todo mi cuerpo, lo ensuciaran, lo invadieran. Se despidió con un beso en la mejilla, me soltó y salí del consultorio sintiéndome fuera de mí: un cuerpo ahora deshabitado por la mujer que siempre responde ante los acosos cotidianos. En medio del shock, casi pido una tercera cita; en cambio, salí de la clínica y apenas puse mis pies en la calle, me ataqué a llorar. Bastó con un abrazo disfrazado de gesto amistoso y el uso de unas palabras para que mi cuerpo se sintiera vulnerado. Mi primera reacción fue preguntarme si estaba exagerando. "Tal vez no es para tanto", dije. Encendí un cigarrillo, di vueltas y vueltas antes de llegar a convencerme de que tenía todo el sentido del mundo sentir esa capa de asco y vulnerabilidad sobre mi cuerpo: sí, Ana María, te acosaron y es para tanto. Es para mucho. Fue entonces cuando decidí denunciar, así estuviera sola ante una clínica de nombre grande. Escribí una carta en la que narraba los hechos y exigía tomar medidas. Gracias al amigo de un amigo de mi padre logré hacerla llegar al director médico de la institución. "Aquí fue", pensamos con mi familia. "Si este señor la recibe, no hay forma de que evadan la respuesta".

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Elegí alzar la voz porque sé que esa parálisis del cuerpo y del espíritu ha callado a más de una mujer que se ha convencido —o desde niña la han convencido— de que eso que sintió no es para tanto.

Ha pasado más de un mes y sigo esperando que me contesten. También adelanté un proceso de denuncia ante la Secretaría de Salud y actualmente estoy buscando asesoría para llevar mi denuncia ante la Federación Colombiana de Obstetricia y Ginecología. Quiero que la institución responsable me dé respuesta, que se salgan del silencio cómplice, y que quede claro que el acoso y este tipo de violencias también pasan en clínicas de prestigio, en servicios exclusivos. Aunque siempre fui consciente de que era muy probable que mi denuncia pasara desapercibida, decidí hacerla en nombre de todas las mujeres que hemos pensado que nuestro dolor, nuestra incomodidad y nuestros cuerpos violentados "no son para tanto". Escogí hablar porque un médico acosador me hizo sentir el entumecimiento que llega, casi como mecanismo de defensa, cuando nuestro cuerpo se siente en peligro. Elegí alzar la voz porque sé que esa parálisis del cuerpo y del espíritu ha callado a más de una mujer que se ha convencido —o desde niña la han convencido— de que eso que sintió no es para tanto. Escribo desde mi posición privilegiada de mujer que puede costearse una prepagada y me imagino, con un dolor inmenso, todo aquello que el resto de las colombianas deben vivir no solo en su cotidianidad, sino cuando tienen que buscar atención médica. El servicio al que acuden, supuestamente, para recibir atención y cuidado. ¿Quién habla por ellas o quién les responde si a mí, que logré enviar mi denuncia a las altas esferas de la "prestigiosa" institución que me atendió, no me han contestado? Mujeres, sí es para tanto. Es preocupante que los espacios en que nos sentimos atacadas se encuentren en lo cotidiano y, además, lo excedan. Sí es para tanto que vivamos con miedo y que ni siquiera podamos confiar ni sentirnos seguras ante sujetos que se aprovechan de su estatus profesional para violentar nuestros cuerpos. Sí es para tanto que un médico te toque o te hable inapropiadamente. Es para tanto cada chascarrillo sobre "cómo joden las mujeres" que se botan los comediantes de medio pelo; cada foto misógina que circula en infinitos grupos de whatsapp; cada palabrita que tu compañero de trabajo suelta mientras "por error" te roza una nalga; cada toqueteo en el transporte público; cada "piropo" que te lanzan en la calle; cada vez que en televisión, Twitter o Facebook te enteras de que hay otra mujer asesinada, violada, mutilada; cada Yuliana, cada Claudia, cada Sarita, cada Jennifer.

El área ginecológica ha estado dominada por una investigación pobre en la que problemas tan comunes como la endometriosis no se reconocen a tiempo ni con la seriedad con que sí se reconocen otras enfermedades.

Sí es para tanto que nos indigne cómo suben las tasas de feminicidio, las violaciones, las agresiones físicas al interior de los hogares. Todo es parte del mismo problema de machismo y de violencia de género que es sistemático y que hay que llamarlo por su nombre. Llevo tres años lidiando con una enfermedad que me ha obligado no solo a abrazar y aceptar que este es el útero que me tocó, que este es el cuerpo que habito, sino a asumir que en un sistema de salud que resulta paupérrimo para la gran mayoría de los colombianos ser mujer dificulte el asunto aún más.
Hasta hace muy poco, la medicina ha venido siendo un campo que piensa, ante todo, en los hombres. En ese sentido, el área ginecológica ha estado dominada por una investigación pobre en la que problemas tan comunes como la endometriosis no se reconocen a tiempo ni con la seriedad con que sí se reconocen otras enfermedades. Así lo intuí cuando varios de los médicos que visité durante el pico de mi enfermedad invalidaron mi voz, mis explicaciones, mis antecedentes y mis sentimientos para responder con cocteles de analgésicos. Ha sido impresionante confirmarlo al leer, en redes de apoyo de mujeres con endometriosis, que ese es un problema mundial. Nunca entenderé por qué, si en mis hospitalizaciones se descartaban todas las demás posibilidades y solo quedaba por explorar la endometriosis que ellos mismos (todos hombres) plantearon, se negaron a hacerlo. Tampoco entenderé jamás cómo el pudor, la hipersexualización y la censura del cuerpo femenino pueden llegar hasta la medicina y, por ende, se termine investigando muy poco sobre las enfermedades que solo nos aquejan a nosotras. Las organizaciones de apoyo que conozco, como Endomadrid, están de acuerdo en que uno de los grandes obstáculos que tiene la endometriosis es que ese mismo pudor y censura impide una investigación más amplia al respecto. ¿Por qué? Porque estamos hablando de "cosas de mujeres", de aquello que nos enseñaron a esconder desde niñas porque la menstruación es algo sucio, algo que debe darnos pena.

Escribo frustrada, harta y solo me pregunto: ¿Qué nos depara a las mujeres de úteros, ovarios, labia o senos enfermos? ¿En manos de quién ponemos nuestra salud sexual, si el acoso, con su gran amigo, el miedo, no solo se asoman en cada esquina, cada bar, cada discoteca, cada Transmilenio, sino también en cada consultorio médico? Por ahora solo nos queda la denuncia: aunque no nos escuchen, tenemos que seguir haciendo ruido.