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El número en llamas

"El número en llamas" recomienda dos libros para arrancar el año

"Dos veces Alicia", de Albalucía Ángel, y "La mosca", de Sławomir Mrożek.

Esta historia hace parte de la edición de febrero de VICE.

Dos veces Alicia
Albalucía Ángel
Barral Editores

Pretendamos: let's pretend. El juego preferido de Alicia. Pretendamos que nacimos en Pereira en 1939. Pretendamos que somos escritores, cantantes, críticos de arte. Pretendamos: let's pretend. Pretendamos que somos una mujer, que vivimos los sesentas, que en una entrevista afirmamos: "A mí nadie me puso un motor más grande que la rebelión". Pretendamos que escribimos una novela, que se llama Dos veces Alicia, que nos publican en el 72 en Barcelona. Pretendamos que así comienza el libro: "Let's pretend", que la narradora relata los chismes de una pensión londinense al tiempo que intenta escribir su propia Alicia en el país de las maravillas. Pretendamos que nos llamamos Albalucía. Albalucía Ángel. La irreverente contracara del canon literario colombiano. La que a punta de convulsionar el lenguaje le grita al establishment: "¡QUELECORTENLACABEZA!".

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Vámonos a una Londres con tonos tropicales. Al hogar de la paranoica señora Wilson, la elefanta Susan, el inconforme Charles, la señora Keller, un tal Johnathan. Los hipócritas "viernícolas", que se reúnen todos los viernes a beber y a comer tostadas con queso derretido. Imaginemos una Alicia que pinta no rosas sino guanábanas, anones, granadillas, chirimoyas, chontaduros y mamoncillos. Una narradora desdoblada. Imaginemos Dos veces Alicia: un torrente de palabras en el que se intercalan una versión de Alicia y las pequeñas historias de aquella pensión maniática. Suena complicado, sí. Y lo es. Porque el texto (difícil decirle "novela") confunde dos regímenes: el de la invención y el de la vida. La Alicia que la narradora está escribiendo es simultánea a su vida en aquel lugar. Es puro lenguaje bombeado sin filtros donde lo que se escribe y quien lo escribe están en el mismo nivel de ficción.

La escritura de Albalucía desestabiliza cualquier voluntad de orden y coherencia. Intenta ponerlo todo patas arriba: enhebrar caracteres paranoicos, cagarse en la mojigatería victoriana que sigue palpitando en el mundo inglés (y que de este lado del charco también anda rondando), gritarle en la cara al patriarcado que es posible pensar de otra manera. "Es muy difícil. Hacer que las palabras resulten antipalabras o las cosas anticosas no es la solución a nada. Es más bien una puerta falsa. (…) ¡Qué enredo, madre mía!".

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Dos veces Alicia es uno de esos libros transgresores que pasaron desapercibidos en su época. Experimentación pura; escritura que no come cuento. Aquí, toda versión es una subversión. Pensamiento esquizoide llevado al límite: el espejo, en el caso de Albalucía, es un espejo de puro lenguaje. Quizá por eso no se ha vuelto a editar desde los setentas —está escondido en librerías de viejo y contadas bibliotecas—. Porque lo que importa no es aquello que se cuenta sino cómo es contado. "Comprendía las palabras pero no su significado, o mejor, su significado era obvio pero las palabras no existían, o mejor, lo que significaban las palabras no estaba de acuerdo con el texto, o mejor… no sabía cómo explicarlo". Este libro es un ejemplo de cómo desafiar con la escritura, esa que, a través de la irreverencia de la forma, pone de manifiesto otro modo de pensamiento: uno en el que es posible ser dos veces Alicia. Y no serlo.

Felipe Sánchez Villarreal

La mosca
Sławomir Mrożek
Acantilado

¿Cuál es la relación entre el Apocalipsis y McDonald's? ¿Cómo deciden los payasos quién entre ellos va primero en los carteles de publicidad? ¿Qué hay en las habitaciones secretas de los dictadores o qué esconden los cofres de los piratas legendarios? ¿Quién más, como Kafka, se ha convertido en un animal extraño, y qué le sucedió luego? ¿Qué pasa cuando un dragón muere y toca deshacerse de su cuerpo? En los relatos reunidos en La mosca se encuentran las respuestas a todas estas inquietudes.

Podrán ser muy cortos, pero en los cuentos de Sławomir Mrożek hay de todo. Hay, por ejemplo, filosofía, política y economía; hay personajes que buscan respuestas en la religión, la alternativa laica y la teoría social, o que se preguntan por la diferencia entre naturaleza y cultura, entre física y metafísica, entre el entendimiento y el no entendimiento; hay referencias a Sartre, a Marx, a Stalin; hay militares y vampiros (y militares vampiros); hay alguna fábula con un príncipe llamado Capitalismo y una princesa llamada Rusia, hechizada por un malvado nigromante que la sumergió en un sueño; hay noticias de periódicos y alguien que trabaja en un diario; hay surrealismo en las situaciones y hay referencias explícitas al surrealismo ("ser espiado por un avestruz es normal dentro de los límites del surrealismo"); hay mercadeo y cine y también hay algo de chovinismo. Pero si hay algo que tienen los cuentos en común, si hubiera que buscar en todos lo mismo, diría que es el humor: todos arrojan una mirada cómica sobre el tema que sea, desde las ganas de orinar hasta el antisemitismo.

Algunos autores famosos que vivieron bajo regímenes socialistas, como Milan Kundera o Ismaíl Kadaré, han dicho que la vida era entonces una tragedia con tintes cómicos –una tragicomedia–, y que el humor era una forma de decirle no a ese mundo: de ahí que muchas de las obras de ese periodo, de los escritores de la época, tuvieran sus dosis de humor. En el caso de Sławomir Mrożek, que huyó de su Polonia natal en 1963 para regresar 33 años después, habría que hablar de sobredosis (sin su consecuencia fatal): en La mosca el humor abunda, está presente de principio a fin. Sus cuentos, por su brevedad y sus líneas finales, que suelen concluir las historias con un comentario sarcástico o mordaz, podrían considerarse chistes, casi.

En la literatura, muchas veces los chistes resultan planos, predecibles. Con los cuentos de Mrożek pasa lo contrario: tienen variedad y sutileza, y están llenos de situaciones absurdas. Su escritura además es ágil y fresca: en ellos no hay lugar para nada que no valga la pena.

Iván Hurtado