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Identidad

Así es un exorcismo criollo

Vimos en primera fila cómo un sacerdote anglicano se enfrentó a un demonio en un salón de reuniones sobre una pollería en Bogotá.

Foto por: José Álvarez.

“Sebastián, apúrate que vamos a llegar tarde con tu mamá”, me reprochó mi novia. Llegamos a la casa de mi madre, quien nos recibió en la puerta con cara de AK-47. Saludó y abrazó a mi compañera sentimental, para luego dirigirme una sonrisita hipócrita; en el fondo me quería disparar. Le presenté a su nuera e hice lo propio con mi padrastro. Me senté junto a él y mientras las mujeres se conocían, compartimos un par de vinos.

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Cuando mi padrastro se disponía a servir otra copa, el celular me vibró en el bolsillo. “Sebastián, ya voy llegando al Portal de la 80, ¿tú dónde vas?”, decía el mensaje de Whatsapp. ¡Mierda! Se me desbarató el plan con mi mujer, pensé. Días antes me había comprometido con unos compañeros de la clase Comunicación y Cultura a entrevistar a un padre católico anglicano que hace exorcismos. Pero debido a la lejanía del encuentro, pensé en aplazar el compromiso para disfrutar del poco tiempo que disponía con mi novia.

La Iglesia Católica Anglicana es otra rama del cristianismo. Practican los mismos rituales litúrgicos de la Iglesia Romana, sólo que no se rigen por sus mandamientos vaticanos. Sus sacerdotes le responden a la Iglesia de Inglaterra, no cumplen con el celibato y hacen misas encima de un asadero de pollo; todos unos bacanes.

Sebastián, no seas así, cumple con tus deberes, me sermoneó mi yo responsable. Le hice caso e interrumpí la conversación de los presentes, les dije que tenía un compromiso y que debido a éste tendría que marcharme de inmediato. Mi madre me alentó en la responsable decisión, me dio algo de dinero porque no tenía ni para el pasaje, y después de un par de besitos de despedida, me encaminé junto a mi chica al Portal de la 80 (una de las estaciones de Transmilenio, sistema de transporte masivo de Bogotá, en Colombia). Cuento con sólo dos fines de semana al mes para estar con ella y en ese momento me la estaba llevando a entrevistar a un exorcista. La madre de David, otro integrante del grupo, es fiel seguidora de la iglesia del padre Freddy. Fue ella quien nos pasó el dato.

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Cuadré con mi compañero el lugar del encuentro. Las indicaciones fueron sencillas. “Te bajas en el Portal de la 80, coges un ruta fácil hasta la estación Quirigua, gira a mano derecha por una calle destruida y camina por ahí hasta que te topes con un asadero de pollo, se llama Pakko Pollo”, indicó.

Tal como dijo mi amigo el guía, dimos con la esquina que conduce a la calle de escombros asfálticos. Eran las cinco de la tarde, el clima era más bogotano que nunca: vientos rápidos y gélidos que hacen quedar mal a cualquiera que esté sacando a su costeñita por primera vez.

La calle se nos presentó también muy bogotana. Amplias panaderías de esquina emanando su característico olor; pequeños antros repletos de jóvenes queriéndose beber el sábado, algunos, curiosos e irrespetuosos, me incomodaron por su ocular interés en el culo de mi novia. Caminé junto a ella como un pastor Alemán, receloso, atento y a la espera de algún movimiento que desencadenara al loco que llevo adentro. Luego de ocho largas cuadras, divisé en una esquina el asadero de pollo. Eché un vistazo en su interior y encontré una familia despedazando, parte por parte, las carnosidades de un ave fallecida. “Qué pena, señor”, le pregunté a quien parecía ser el padre de familia, “¿será que me puede indicar dónde queda la iglesia anglicana del padre Freddy?” El rebaño paró enseguida de atacar al pollo —que en ese momento ya era un cuarto—, giraron sus cabezas y el bigotudo señor señaló con su índice al techo. Le pregunté que si era arriba y esta vez su hijo, debido a que su padre iba a terminar muriendo por intentar responder y tragar a la vez, respondió por él: “Sí, es en el tercer piso, la entrada está a la vuelta”. Mi novia les hizo un gesto de agradecimiento y caminamos hacia la iglesia.

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Dimos unos cuantos pasos rodeando Pakko Pollo y nos topamos con Sebastián, mi socio en el proyecto. Estaba sentado en unas escaleras que, con un letrero brillante Baloto (la lotería de Colombia), invitaban a los curiosos a seguir. La vendedora de boletos de lotería nos señaló el camino a la salvación. Primer piso: asadero de pollo y punto de venta de Baloto; segundo, hogar de la propietaria; y el tercero, para rematar, iglesia católica anglicana. ¡Que viva Colombia, carajo! Subimos hasta el tercer piso que, con aspecto de salón social, hacía las veces de iglesia hechiza. No faltará algún creyente que reclame que “la iglesia está en nuestros corazones”. Seguro sí.

El recinto estaba lleno de feligreses. El piso estaba recubierto de ladrillos faltos de una buena pulida. El lugar, de unos 40 metros cuadrados, se encontraba completamente rodeado de sucias ventanas. Las formas y colores de los asientos variaban como varía el estado de ánimo de una cuarentona. Sofás, sillas de plásticorojas, verdes, azules y blancas. Baldes volteados y asientos con aspecto de haber sido el juguete preferido de un tigre de bengala; en fin, muy pintoresco el esquema de reposadero de culo adoptado por aquella iglesia. El aspecto de las personas era maltrecho. Observé mucha calvicie cancerígena, mucho tapabocas pulmonar y un par de sillas geriátricas. Mientras miraba a las personas a mi alrededor, escuchaba, con pésima acústica, la charla aparentemente normal del padre católico. “…No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, decía el padre Freddy con su micrófono de karaoke.

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El hombre terminó con la misa apostólica romana y se transformó en una especie de pastor evangélico. La avalancha verbalista que desató tardó tan sólo cinco minutos en hartarme. Miré a mi novia y a Sebastián, les hice un gesto de desaprobación y les señalé con los labios la puerta de salida. Cuando nuestros movimientos revelaron nuestro interés en abandonar el sitio, una señora, madre de otro compañero, nos frenó en seco. “No se vayan, ahorita empieza el ritual de sanación. Háganse adelante y quédense callados”, susurró. Persuadidos por la intervención, nos trasladamos en fila india hasta un punto en el que el rostro del cura fuese visible. De repente, el señor soltó oraciones potentes, gritadas y acompañadas de bruscos movimientos de manos. Sus fervientes seguidores lo miraban con esperanza, como si en él fueran a encontrar la solución a todos sus problemas. Bolsas, botellas y otros recipientes cargados con sal o agua se alzaron en busca de algún contacto divino. Mientras el padre continuaba gritando a pulmón herido, una señora pasó por nuestro lado, nos pidió por favor que abriéramos las manos y luego puso en ellas un poco de sal. “No la boten antes de que termine el ritual”, nos aconsejó. “Cuando termine, échensela encima”. El ritual ya había pasado por un ferviente ataque contra los espíritus de la enfermedad, del desamor, del sexo y las impurezas. Luego se transformó en una especie de exorcismo masivo, atacando de manera generalizada al demonio y a todos sus secuaces. En respuesta a esta ofensiva verbal, una joven, de aproximadamente 16 años, comenzó a temblar descontroladamente. Se tomaba el pelo, se arañaba la cara, movía los brazos y respiraba sonoramente. “Yo no creo en brujas, pero de que las hay, ¡las hay!”, recordé en boca de mi madre. Me encontraba viendo, por primera vez en mi vida, a una supuesta poseída.

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La chica se encontraba a escasos centímetros de nosotros y no paraba de arañarse y gritar. Pues mano, yo no es que crea mucho en esto pero, ¡Dios mío, no dejes que esa joda se me vaya a meter, por favor!, repetía en mis rezos. Uno realmente sabe si es ateo cuando el avión va en picada o cuando tiene a una Emily Rose criolla a escasos centímetros, el resto es paja.

“No aguantas el poder de Dios, no aguantas el poder de Cristo (…) Enfréntate, Satanás, enfréntate”, repetía Freddy mientras se acercaba a la joven. Se postró frente a ella, soltó el micrófono, pidió a sus asistentes que rezaran a su alrededor y comenzó el ritual personal. “¡Demonio, no tienes poder contra Dios! ¡Deja a esta mujer en paz, te lo ordeno, en el nombre de Cristo! (…) ¡Enfréntate, Satanás, mírame, mírame!”, repetía el cura frente a la adolescente. Aleatoriamente hablaba en un idioma que aún no logro identificar; pudo ser el del Señor de los Anillos, la verdad no sé. En fin, la joven y el padre se encontraban enzarzados en una batalla religiosa, o tal vez mental, en la que el cura acudía a la presencia de los santos con el fin de expulsar al demonio. El sacerdote lanzaba agua bendita y violentos manojos de sal divina sobre la niña.

La poseída no le sostenía la mirada a Freddy, se movía bruscamente en su puesto, haciendo una especie de sonido canino, como el de un perro rabioso. En un par de ocasiones, debido al frenético ataque del cura, la joven lo intentó atacar físicamente, lanzándole uno que otro puño. Por fortuna, el padre contaba con asistentes, quienes atentos detuvieron rápidamente las falanges comprimidas de la chica. “¡No me pegue, por favor no me pegue!”, gritó desesperada la adolescente, como si el mismísimo demonio en su interior le estuviese suplicando a Freddy que detuviera la tortura. Los del cielo iban ganando. La joven yacía en el suelo retorciéndose, empapada en agua bendita y emitiendo sonidos que rayaban en lo visceral. El padre le gritaba: “¡Vomítalo! ¡Vomita ese clavo, demonio!”, y sin que me lo esperara, la adolescente se atragantó y comenzó a vomitar sangre en el suelo. Una señora se acercó y, con la experiencia que sus ojos revelaban, me susurró: “Es mejor que no mire, hágame caso”. No logré atender su consejo, mis sentidos, bastante curiosos, se encontraban volcados en la situación que a mi lado acontecía.

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Los sollozos de la poseída, junto a su tos violenta, daban señas de que en su interior algo ardía, de que algo más quería salir. El padre pidió a sus ayudantes que trajeran una bolsa para que la niña vomitara allí. Los gritos cambiaron su razón social, dejaron de ser violentos y agresivos para convertirse en súplicas. “¡No, no me pegue!”, gritaba de nuevo la Emily criolla entre dolorosas lágrimas. Freddy no desistía en expulsar al enemigo. “¡Dame tu nombre! ¡Dame tu nombre!”, vociferaba el de Dios. “¿Cómo te llamas, demonio?”. En aquel instante esperé afanosamente a que la niña soltara, con voz de Zordon el de los Power Rangers, un: “I have many namesI'm the one who lived in Judas, Cain, Legion, Belial...”, que las luces se apagaran y que concluyera cambiando de idioma: “…y soy el mismísimo Lucifer”. Pero no, no pasó nada de eso.  “¡Que me des tu nombre!”, insistía Freddy. “¡Sé quién eres, Satanás!”. El padre cambió el discurso al idioma desconocido para rematar al espíritu, por lo menos eso reflejaban los gritos de la pelada. Aquellas palabras extrañas fueron la estocada final del torero. Miré a la chica sufriendo, tirada en los ladrillos junto al sustancioso charco de sangre y grumos blancos. Su mirada parecía no encontrar foco, balbuceaba sinsentidos con su ropa empapada en aguasal bendita. En lo profundo de mi ser, aunque me lo negara rotundamente, estaba cagadísimo del susto. Luego de unos minutos, la joven perdió el conocimiento. La misa siguió y nadie, ni siquiera un familiar, se acercó a ver qué le pasaba.

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Durante la mayor parte del tiempo pensé que todo era un juego de palabras, que todo era una farsa. Pero, ver a la chica vomitando sangre de la nada me hizo escudriñar en mi materia gris para continuar firme en mi escéptica posición.

El padre continuó con su ritual, tumbando gente por doquier. Otra mujer comenzó a temblar, aparentemente poseída. El sacerdote se abalanzó sobre ella y con los mismos conjuros del primer exorcismo, indujo a la rubia en un trance de tranquilidad. Aquel trabajo estuvo más fácil.

Una señora levantó a la exorcisada y la sacó del lugar, la misa terminó y casi la mitad de los asistentes se quedaron esperando por una charla privada con Freddy. El charco de sangre aún continuaba en el piso, indicando la victoria divina.

Después de una larga espera el padre se sentó junto a su esposa —los sacerdotes anglicanos no practican el celibato—, la tomó de la mano y accedió a charlar con nosotros. Con la sinceridad que su presencia reflejaba —pantalón y camisa negra, un rosario en el cuello y un par de cotizas como rieles—, declaró tener un don divino para localizar y expulsar espíritus de maldad. “Sí, en mi caso particular siento las presencias. Siento y veo los espíritus que hay en ellos. Cuando pongo nomás una mano, como ustedes vieron acá, y alzo las manos e invoco el Espíritu Santo, se revela lo que tienen dentro”.

El padre se expresaba sobre estos eventos con bastante soltura y fluidez. “El demonio ataca de diferentes formas. Una de las tres formas en las que ataca, la más fuerte de todas, es la posesión diabólica. O sea, que el espíritu, el demonio como tal, está en la persona. La otra es la obsesión, que maneja a la persona con imágenes, con voces que lo molestan en los sueños y terminan por deprimirlo profundamente. La última es la infestación, que se presenta en los lugares: en las casas, vehículos, maquinarias; en fin, lugares a los que el demonio acude o manda a sus secuaces”, concluyó el exorcista criollo.

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Le agradecimos su atención al padre y nos marchamos del lugar. Para mí, en aquel sitio un juego de palabras y acciones simbólicas activó una serie de reacciones físicas cuya explicación dejo a los expertos.

La verdad no sé qué pensar… Por lo pronto, podéis ir en paz, hermanos.

PS. Aquí les dejo esta grabación, por si creen que esto es pura mamadera de gallo:

Audio del ritual de sanación / exorcismo.

Sigue a Sebastián en Twitter:

 @tatanfue