Mi padre se enamoró y viajó por todo el mundo con boletos de avión robados

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Viajes

Mi padre se enamoró y viajó por todo el mundo con boletos de avión robados

Después de un encuentro fortuito con un Pantera Negra, mi padre se embarcó en la aventura de su vida; una aventura que lo llevó, como por obra del destino, a mi madre.

Gordon Bishop, padre de la autora, a comienzos de los 70. Todas las fotos cortesía de la autora.

Papá creó mitos y luego los vivió. Me llevaba a caminar a las tres de la mañana por ciudades desconocidas y me contaba historias sobre cómo ayudó a derrocar el régimen de Suharto, cómo fue que su nombre llegó a la lista negra de Indonesia y cómo la muerte de mi madre fue un posible asesinato planeado por el régimen. Era por todo eso que, según él, teníamos que dormir con un bat de beisbol bajo la almohada.

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Pero hace poco comprobé esto: Gordon, mi Papá, y su exnovia Una, que era modelo y condesa, viajaron por el mundo con boletos de avión robados. De no ser por esos pasajes y por el viaje en el que lo embarcaron, yo no existiría.

Papá me contaba todas sus aventuras —incluyendo el crimen de los boletos robados— una y otra vez, como si fueran cuentos para dormir. Soy consciente de que el hecho de que sus historias fueran vívidas, no quiere decir que fueran necesariamente precisas. Pero las fui reuniendo del banco de memoria que compartía, así como de los diarios y fotos que dejó. Después de su muerte he pasado años viajando alrededor del mundo buscando verdades sobre su vida y regando sus cenizas. Ése fue su último deseo: que lo llevara a lo largo de océanos y continentes; al centro de cada ciudad, cada playa y cada memoria.

Los boletos de avión robados llegaron en una tarde lluviosa del verano de 1971, cuando un fugitivo de las Panteras Negras se apareció en su puerta, en Berkeley, empapado y desesperado por encontrar un lugar para esconderse. Tenía una pistola dentro de la chamarra de piel que lucía. Gordon lo invitó a tomarse un café y un porro.

"¿Puedo quedarme aquí?", preguntó el Pantera Negra.

"Claro. ¿Tienes algo de dinero?", preguntó Gordon.

"Tengo algo mejor que dinero", dijo el Pantera Negra. Sacó una pequeña caja fuerte de su maleta mojada. Adentro había 60, 90, tal vez 100 paquetes de boletos en blanco. "La amiga de un amigo trabaja para la aerolínea Qantas. Ella trajo esto a casa", explicó. "Te van a llevar a cualquier parte del mundo. Vas al aeropuerto y le pides al agente que te llene el boleto. Un destino a la vez. Pero no puedes quedarte por más de tres semanas. Diviértete. Puedes perder la noción del tiempo. Si eso pasa, rompe el primer paquete y vuelve a empezar con uno nuevo. No dejes que nadie se de cuenta. Porque, verás, estos boletos son…"

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"Te entiendo", dijo Gordon.

"Toma tantos como necesites. Pero ten cuidado, así es como uno termina con tres bebés en cada continente".

Gordon sonrió, tomó cuatro paquetes de boletos en blanco, y armó una cama improvisada en el clóset para su nuevo invitado. Hizo girar un mapamundi que tenía para ver dónde le caía el dedo; era una rutina nocturna para calmar sus pensamientos frenéticos.

"Huyamos", dijo Una poco después de que Papá recibiera los boletos. "Vamos a algún lugar nuevo. Un lugar lejos y exótico".

Así que Una y mi padre zigzaguearon entre naciones, zonas horarias y culturas. El encanto de Gordon y la belleza real de Una les abrieron puertas; juntos, se hicieron amigos de la realeza, políticos, artistas, ejecutivos, chamanes e indígenas de todo el mundo. Con los boletos de avión robados viajaron a Francia, Italia, México, Australia, Tahití, Fiji, Nepal, Brasil, Afganistán, Singapur e Indonesia. En cada destino Gordon compraba un pequeño souvenir y lo metía en su maleta color verde, que al final me regaló.

Un símbolo de los Black Panthers con fotos del People's Park, en Berkeley. Un regalo a la autora de parte de su padre.

En el aeropuerto de Los Ángeles, en 1971, comenzó su primer viaje. Mi padre dejó que Una asumiera todo el trabajo mientras él se escondía. Una llevaba un vestido largo color crema y aretes de aro. Habló con los agentes sin ningún miedo. Su inglés, que estaba mezclado con algo de alemán y francés, la hacía parecer muy internacional. Además, caminaba muy rápido, y ambas cosas eran rasgos útiles al negociar en un aeropuerto. Mientras tanto, mi padre, que llevaba pelo largo y sombra azul en los ojos (la usaba casi todos los días), se escondió en un kiosco. Sudaba como un loco, mientras la esperaba con un esmoquin de terciopelo y botas vaqueras, una dorada y la otra plateada.

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"El siguiente vuelo a París es en seis horas", dijo el agente mientras le daba a Una dos boletos.

"Eres una hechicera", le dijo Gordon. "Como todas las otras brujas de los cuentos de hadas de la Selva Negra".

Pasaron por seguridad sin levantar ninguna sospecha y con toda la adrenalina. Ya en el avión, pidieron champaña y brindaron "por Unzarella y Gordonzolla".

Gordon agregó, "¿No saben mejor las cosas cuando son gratis?"

Gordon Bishop y Una.

En París pidieron un aventón al Hotel Le Meurice, para hacerle una visita imprevista a un amigo que tenían en común, Salvador Dalí, con quien habían vivido en una comuna de artistas unos años antes.

"Ahh, ¡pero si es El hombre que planea comerse un carro! Pasen", dijo Dalí enroscando su bigote. Se refería al título del libro de collage que Gordon le había hecho alguna vez: una historia gráfica sobre un alemán aficionado a los carros que planeaba comerse uno. Seguía puesto sobre la mesa de centro de Dalí, y las páginas ya estaban cafés por el uso. "Es una obra maestra", dijo Dalí.

Papá le contó el secreto de los boletos de avión.

"Vayan a Bali", sugirió Dalí. "Allá hay magia".

Dalí sacó unos dibujos y se los dio a Gordon. "Para ti".

Gordon metió los dibujos en su maleta verde, entre los pasajes en blanco.

El álbum de recortes de Una de su tiempo en Tahití.

Próxima parada: Kabul.

En esa época, Afganistán pasaba por una ola de libertad ––una era dorada de modernidad y reformas democráticas––. Las mujeres iban a las universidades (muchas en minifalda) y trabajaban en el Parlamento. Los turistas llegaban a Kabul, curiosos por la "mística de oriente" y seducidos por la belleza de las esculturas antiguas de la ciudad, por las montañas nevadas que la rodeaban y por sus enormes jardines.

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Gordon y Una siguieron la Ruta de la Seda y visitaron los Budas de Bamiyán. Frecuentaban el Hotel de Sigi para intercambiar ideas con otros viajeros. Se bañaban en el Río Kabul. Dormían en un gran cuarto con tapetes gruesos, con otros 20 o 30 turistas. Hacían el amor a escondidas. Hippies hedonistas y todo tipo de turistas excéntricos llegaban a Afganistán en una búsqueda espiritual y de aventura, o para escapar con las convenciones. Las camionetas VolksWagen pintadas llenaban las calles. Kabul era el destino del infame sendero hippie y se le llamaba el "París de Asia". La mayoría de la gente que tenía boletos robados terminaba ahí. Eso ponía nerviosa a Una.

"Deberíamos irnos", rogaba, "nos van a atrapar".

"Relájate", le decía Gordon, "no va a pasar".

Gordon se estaba divirtiendo. Había perdido la noción del tiempo. Se había dejado la barba y caminaba descalzo hasta que las plantas de sus pies se hicieron duras, como el cuero de un elefante. Tomaba mescalina y escribía poesía bajo el seudónimo de Dubjinsky Barefoot. Regateaba en los mercados y compró un cuchillo con incrustaciones de madre perla. Escribió postales que nunca mandó. Y pasaron las tres semanas. Era hora de abordar otro avión. Pero en el momento en el que se dirigían al aeropuerto, el suelo se sacudió. Un terremoto. La región del norte estaba en ruinas. Los viajes aéreos quedaron suspendidos.

Una en Afganistán.

Volaron a India. Cuando estaban en su hotel en Nueva Delhi timbró el teléfono. Era la agencia de viajes. "Madame, es mejor que venga a nuestras oficinas. Hay un problema con su pasaje".

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La voz de Una tembló. "Quiero salir de Nueva Delhi ya", dijo. Tenía un nudo en la garganta.

"Sí, madame, pero primero tiene que venir a nuestra oficina". El tono del agente se volvió más fuerte y amenazante.

"Nos descubrieron", le dijo Una a Gordon.

Rompieron el primer paquete de pasajes y se dirigieron al aeropuerto. Con dedos temblorosos, Gordon le dio a Una los boletos nuevos. Ella se acercó al encargado. Detrás del escritorio en el que estaba el agente había un afiche que decía:

NO ACEPTE NINGÚN BOLETO DE AVIÓN ROBADO MARCADO QANTAS, SAN FRANCISCO, MAYO 10 DE 1971.

Eso era exactamente lo que estaba escrito en sus boletos. Una hizo lo posible por verse tranquila, más suntuosa.

"Lo siento, madame", dijo el agente, "no puedo aceptar su boleto. Tendrá que ir a nuestras oficinas en Nueva Delhi".

"Por favor, señor", rogó Una, "hay un vuelo a Bali en una hora. Debo reunirme con unos dignatarios".

La cara del hombre se suavizó y aceptó los boletos.

Una y mi padre pasaron por seguridad. En aduanas, alguien detuvo a Una, la tomó del hombro. Su corazón se detuvo. "Madame, olvidó su equipaje", dijo un desconocido.

Qué alivio.

En el vuelo, mientras celebraban con vino su encuentro cercano, el capitán anunció: "Damas y caballeros, por favor prepárense para el aterrizaje. Haremos una para en Bombay".

"El avión va aterrizar para que puedan arrestarnos", dijo mi padre con certeza.

Practicaron lo que iban a decirles a los oficiales. Tenían las rutas de escape en sus cabezas. Uno intensificaba la ansiedad del otro. Cerraron los ojos mientras aterrizaban.

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Fue sólo una parada por combustible.

Foto de un baile de trance en Bali, Indonesia, en la década de los setenta.

Según los diarios de Papá, llegaron a Bali, Indonesia, en Kuningan, un día en el que los espíritus ancestrales descienden de los cielos.

Cada vez que alguien le preguntaba por su profesión, Gordon decía algo extravagante sin soltar media sonrisa, como "soy un vendedor itinerante; es un negocio de pelucas vaginales que va en subida". La mayoría de veces le creían. En este punto, ya los boletos robados se habían acabado. Su madre le mandaba dinero cada mes, pero sobre todo consiguió mucho efectivo en los bares de los aeropuertos, vendiendo a desconocidos unas inofensivas y falsas "píldoras de lenguaje". Les decía que eran la razón por la que él hablaba tantos idiomas.

Gordon y Una rentaron un moto en Bali. Compraron sarongs tradicionales. Una se puso un hibisco rojo detrás de la oreja izquierda. Iban a danzas de trance en las que los habitantes se apuñalaban en el pecho con hojas de acero pero, protegidos por la magia negra, salían sin un rasguño. Asistieron a cremaciones y ceremonias, sacrificios, exorcismos y meditaciones. Peleaban y hacían el amor en la densa jungla que estaba junto a las laderas, en las calles serpenteantes, en los arrozales, cerca de los templos ancestrales y en los árboles sagrados banianos.

A medida que sus búsquedas espirituales se hicieron más profundas, sus caminos se empezaron a separar. Una estaba satisfecha en Bali. Gordon se sentía ansioso; necesitaba un cambio de ritmo. Peleaban más por cosas triviales, por ejemplo, la forma en la que se peinaban.

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"Consíguete a una javanesa más paciente", le dijo Una a Gordon con tono agridulce en esos días. "Ya no soy tu chica".

Hicieron el amor por última vez. Triste pero firme, en 1973, la dejó en Bali con su nuevo novio balinés, en medio de la tierra de los dioses. Encontró un mapa y dejó que sus dedos tomaran la siguiente decisión: la región de Yogyakarte, una ciudad en la isla indonesa de Java.

Gordon 'Joyo' Bishop, también conocido como Dubjinsky Barefoot.

En 1974, Gordon se encontraba en pleno festival por el día de la independencia de Indonesia, en la antigua ciudad de Yogyakarta. Estaba rodeado de miles de habitantes que lo miraban boquiabiertos desde la distancia, que se acercaban para tocar su piel blanca que jamás habían visto, o que se sorprendían cuando lo veían comer un pincho de pollo con su mano izquierda, la mano del diablo.

Un grupo de bailarines desplegaba sus extremidades como pétalos. La música gamelán vibraba. Los gongs sonaban. Los caballos desnutridos y los hombres viejos, sentados en bicitaxis parqueados, con los pies sucios y descalzos que se asomaban de sus sarongs. Los adolescentes escuchaban a Bob Dylan. Los sultanes eran levantados por encima de la multitud en carruajes dorados. La gente gritaba, "¡Merdeka!", "¡Independencia!".

Gordon escuchó una risa, como campanillas de viento. Siguió el sonido hasta llegar a una mujer con una sonrisa de labios rojos, con un corto vestido que abrazaba sus caderas; una visión demasiado moderna e incongruente para una ciudad conocida por ser el corazón de la cultura tradicional javanesa, en donde las mujeres, incluyendo la que la acompañaba, se resistían a las influencias occidentales y usaban los clásicos sarongs y blusas.

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En el pelo de la mujer del vestido atrevido había una orquídea morada. Tenía los pómulos arriba; era el fantasma de una mujer cuya fuerza era tan abrumadora, que verla lo excitaba pero al mismo tiempo lo lastimaba. Ella caminaba cogida del brazo de otra mujer que cargaba a un bebé con su batik.

Caminaron uno hacia el otro, deteniéndose a sólo unos centímetros de diferencia en los instantes en los que sus caminos se cruzaron. El sudor recorría las cejas de Gordon. Sus manos temblaban. Ella se volteó a verlo. Sus miradas se encontraron. Ella se sonrojó, pero no dejó de mirarlo. El locuaz y nunca tímido Gordon quedó clavado y mudo mientras se coqueteaban con los ojos. Todas las frases que tenía para seducir a una mujer se le pasaron por la cabeza, pero ninguna parecía apropiada, especialmente cuando las traducía a su indonesio mal hablado. Cuando logró ir para presentarse, las palabras no le salieron de la boca. Fue a comprar un cigarro en un kiosco cercano. Desde el rabillo del ojo, la vio irse del desfile. Corrió hacia ella chocando con otros asistentes, pero ya se había desvanecido entre la multitud.

Los siguientes 34 días, Gordon la esperó en donde su compañero de cuarto, Jono, creyó haberla visto; en lo más alto del Taman Sari, que ahora está en ruinas.

El rumor del extranjero en la atalaya buscando el amor empezó a correrse. Los chicos curiosos se le unieron. Otros iban y le ofrecían pociones mágicas de amor hechas de sangre de reptil y jengibre molido, que tomó con gusto y esperanza. Muchas veces que creyó haberla visto, se montó en su bicicleta, pedaleó a toda carrera con el corazón a mil por hora, sólo para darse cuenta de que se trataba de otra persona.

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Nanies Bishop, la madre de la autora.

La temporada de lluvias llegó y se fue. Era 1975 y mi padre llevaba dos años en Yogyakarta. Habían pasado más o menos cuatro años desde que empezó su viaje con Una. Caminaba por un sendero tranquilo en el atardecer, con la cabeza baja. Empezaba a fantasear con la vida en Nueva York. Sus padres le habían ofrecido pagar el viaje de 16.000 km a casa. Sin dinero y con el corazón roto, comenzó a evaluar sus opciones. Pensaba en los perros calientes de Gray's Papaya, un cheesecake del Carnegie Deli, un viaje a medianoche en el metro.

En ese momento, Gordon subió la cabeza. Vio a una mujer conocida. Cogió sus binoculares. Para su sorpresa, era la mujer que acompañaba a su amor aquella vez, con el mismo bebé colgando de las caderas. El niño ahora era dos veces más grande. Subió por unas escaleras, jadeando. La mujer suspiró; una mirada de sorpresa sacudió sus labios, que rápidamente tomaron la forma de una sonrisa.

"Eres el extranjero del desfile de Merdeka", dijo ella inmediatamente.

Gordon no podía creer que lo recordara. Esto le dio confianza.

"Pensábamos que simplemente estabas de paso, como la mayoría de los hombres blancos, bules", dijo.

"Por favor", le rogó Gordon, con su brusca personalidad, "dime dónde encontrarla".

"No puedo", dijo ella. Pero luego tomó un lápiz y una factura rosa y comenzó escribir. "Mira".

NANIES, decía en el papel.

"Si la amas lo suficiente, la encontrarás".

Le gustó este juego.

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La fecha de la prometedora boda entre Gordon y Nanies fue dada por los místicos javaneses. Todavía me parece que fue obra del destino que Papá muriera en el aniversario número 32 de su boda, julio 21, 1975.

Una se enteró del matrimonio de Gordon y voló desde Bali para impedir el casamiento. Llegó como una aparición alta y rubia en un vestido verde limón. Tan pronto Gordon la vio, sintió el brillo de una vieja amistad. Cuando Una conoció a la nueva novia —una princesa y bailarina de la corte real— se rindió. Encontró la belleza de Nanies poética y poco amenazante; ese tipo de belleza extraña que hace que te quieras ver más como tú y no como ella. Una se dio cuenta de que Gordon protegía a Nanies como a un tesoro. Había crecido, madurado. Hasta se había cortado el pelo.

"Nanies me centra en lo más profundo de mi alma", le dijo a Una. "Le da equilibrio a mi espíritu temerario. Ella convierte lo peor de mí en oro". Ver la yuxtaposición de Nanies y Una —contrastante y complementaria— fue una experiencia reveladora para Gordon: dos hemisferios de su corazón, dos mundos, chocando en paz.

Nanies, con su tranquilidad de javanesa celestial, parecía ser la pareja perfecta para la volatilidad de Gordon. ¿Qué más podría querer Una además de desearle el bien a su gran amor? Era hora de que volviera a Indonesia para cerrar este capítulo y volver a casa, de vuelta a París. El recuerdo de ellos tomados de la mano, flotando en el Mar Rojo, daba vueltas en su cabeza. No habría más Unzarella. No más Gordonzolla. Una se fue.

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Nanies y Gordon Bishop.

Pero Una nunca se fue del todo. Cuando era adolescente, huérfana de madre, Papá me llevaba a visitarla dos veces al año. Quería que yo conociera el amor de una madre. Decía que Una era su regalo para mí, que sin ella yo probablemente no existiría. La visité en 2007 en su casa en Ibiza, seis meses después de la muerte de Papá.

"Tengo algo para ti", dije, buscando entre la maleta verde. "Éstas son las cenizas de Papá. Quiero que tengas algunas".

Antes de poder decir cualquier otra cosa, Una se abalanzó a la mesa, quitándome la bolsita y metiendo sus dedos en ella. Sacó sus dedos polvorientos, los acercó a sus labios y los lamió.

"Ahora está dentro de mí. Nunca me abandonará", dijo.

Me reí. "El cáncer le quitó su ojo, su pecho y su pierna. Pero igual vino a ti. Voló aquí. Tú fuiste su último destino".

"Él fue hechizado y encantado", dijo ella. "El destino puede jugar malas pasadas".

Comimos paella y nos quedamos viendo el mar Mediterráneo, que centelleaba y se desvanecía con el cielo del atardecer.

"No puedo saborear la comida. Todavía me sabe a él", dijo Una. "No quiere irse".

Nunca tendrá que irse. Las cenizas de Papá ahora están en 39 países —y contando—, regadas entre las personas y los lugares que amó. Ni siquiera la muerte pudo evitar que viajara.

Esta historia forma parte de la biografía, ahora en proceso, de Naomi Melati Bishop. Síguela en Instagram.