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Especial de Sudan del Sur

Capítulo 17: Calma mortal

Como un borracho que se despierta en la resaca, el pueblo y sus habitantes están confundidos y avergonzados. Nadie sabe si las tropas del gobierno se retiraron o si planean contraatacar.

La línea de gente saliendo de Malakal no tiene principio ni fin. Es un flujo continuo de humanidad que huye de la ciudad destruida.

Al día siguiente la ciudad de Malakal se ve tranquila, y por tranquila nos referimos a que hay menos saqueadores, menos balazos y menos edificios en llamas. Me despierto antes de que amanezca y veo a cientos de civiles tratando de subirse a un solo camión; lo abarrotan. Traen bolsas y bultos colgados y se trepan por donde pueden. Un tipo en el techo cacha maletas mientras otros en el piso le lanzan la suya. Desesperado, el chofer avanza cien metros, pero la gente lo alcanza y se sigue subiendo.

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Una luz azul ilumina el pueblo. Alguien está disparando un arma antiaérea a la nada. A cincuenta metros un edificio se incendia, y el sol apenas se filtra por la cortina de humo.

A las seis de la mañana alguien toca una corneta. Los rebeldes caminan por ahí tapados con cobijas. Algunos se fueron a un campo cercano en donde se bajan los pantalones para cagar o se lavan los dientes, escupiendo en el piso. Todos tienen esa tos pesada distintiva del polvo, el humo y las infecciones respiratorias.

Como un borracho que se despierta en la resaca, el pueblo y sus habitantes están confundidos y avergonzados. Nadie sabe si las tropas del gobierno se retiraron o si planean contraatacar.

Cuando hay más luz puedo ver una muchedumbre absurdamente grande tratando de cruzar el campo para irse de la ciudad. No puedo ver ni el inicio ni el final de la fila de gente. Es eterna. Es como de una película. Es bíblica.

Cada persona carga algo. Un hombre arrastra un pedazo de madera; otro, empuja un bicicleta. La mayoría tienen colchones y sillas de plástico. Parece vital para todos sacar una silla de plástico de Malakal; en una tierra de árboles y manglares, una silla de plástico de tres dólares es considerada valiosa.

El Ejército Blanco escolta a las familias atrapadas que salen de las instalaciones de la ONu. Empiezo a contar, pero como la línea no tiene final asumo que estoy viendo a cinco mil personas por hora. Mientras caminan de cara al sol, los refugiados brillan como un espejismo. Les espera un viaje de todo el día en un sol ardiente hacia un campamento por el río a 20 kilómetros. El enorme número de soldados hace parecer que esto es más una retirada que una victoria.

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Nuestro fantástico general Gatkuoth está en una reunión en la casa de arcilla. Afuera, niños corren en círculos alrededor de sus mamás. Los soldados entran y salen de las instalaciones buscando a sus amigos o intentando averiguar qué pasa. No hay radios ni un sistema de comunicación. Incluso el teléfono satelital del comandante está fallando. Hoy quiere darnos un recorrido por el pueblo liberado de Malakal para probarnos que es suyo por completo (Gatkuoth perderá Malakal en unos días… y luego lo volverá a tomar).

A la mañana siguiente, miembros del Ejército Blanco se dirigen en caravana hacia el sur con sus familias y sus posesiones.

Un jet vuela sobre el pueblo exactamente a las 7:28 de la mañana. Se escucharon aviones pasar por encima toda la noche, pero a nadie pareció importarle. Esta mañana los rebeldes también disparan sus rifles y sus metralletas hacia el aire, como si finalmente tuvieran a qué disparale. La vibra de tensión y el miedo se fueron y ha sido reemplazada por confusión.

Un nuevo amigo nuestro, un maestro nuer llamado James, se enteró de que habían quemado su casa. Su esposa y sus hijos ya están en el campamento de la ONU. Él regresó a ver qué quedó de sus posesiones, pero no es mucho. Camino a la ciudad, pasamos aldeas dinka quemadas y abandonadas. Estaban en la misma condición que Malakal, si no es que peor. James sabe qué puede esperar, y no es bueno. “El enemigo no tiene nada por qué pelear”, me dice. “Nos estamos defendiendo nosotros mismos y estamos peleando por nuestro país”.

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Simon, un estudiante de 26 años, es otro residente de Malakal que de repente necesita encontrar un nuevo lugar donde vivir. “Es viejo, esto entre los dinka y los nuer”, me explica mientras un soldado detrás suyo lee nombres frente a una fila de reclutas mal uniformados. Simon me dice que muchos miembros del Ejército Blanco eran, o siguen siendo, miembros del ELPS que dejaron sus uniformes para participar en el saqueo recreativo.

A Riek Machar sólo le falta conquistar tres pueblos en el norte para controlar el petróleo. Aunque Malakal básicamente le da el control del Nilo, Machar y sus hombres aún tienen que alcanzar el corazón de las zonas productoras de petróleo en Paloch y Bentui, la fuente del dinero de Sal Kiir.

Nuestra Toyota robada llega, y nos subimos en ella. El general, que está sermoneando a unos soldados, se pasa al asiento de adelante. Quiere castigar a las tropas que estén saqueando y organizarlos para que vayan hacia el norte. Pero el Ejército Blanco está ocupado revisando sus botines, disparando al aire o sacando a sus familias del campamento.

Mientras seguimos el recorrido con Gatkuoth, se van deteniendo con grupos del Ejército Blanco que están en campamentos dispersos por la zona. Muchos tienen banderas tribales. El general le dice a los guerrilleros que dejen de estar sentados y avancen las filas hacia el norte. Los hombres reclaman. Exigen comida, agua y municiones. Otros quieren saber si trajimos doctores; hay muchos heridos y no hay cuidados médicos.

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Mujeres llevan agua desde uno de los pozos que aún funcionan. El Nilo está contaminado por los cadáveres.

“¿Por qué siguen aquí?”, les pregunta Gatkuoth. “Necesitamos perseguir a las tropas [de Kiir] para que nuestros niños puedan estar a salvo”.

Cada grupo tiene un montoncito de lo que parecen ser bienes robados. Las cosas a su alrededor incluyen generadores, motocicletas y electrodomésticos. El teléfono del general suena, pero tiene problemas para contestar. Mala señal. Le da el aparato a su asistente. Las reuniones con los grupos se vuelven cada vez más difíciles y finalmente el general le dice al chofer que regrese al pueblo.

Las ruinas humeantes de Malakal prueban que el aburrimiento y la venganza han reemplazado a la estrategia. Aunque los heridos necesitan un doctor, un grupo está incendiando una clínica.

Todo alrededor de nosotros es evidencia de asesinatos extrajudiciales de civiles y otros atroces crímenes de guerra. Hay cadáveres de dinka en camas de hospital. Niñas violadas y tiradas como basura. Ancianos fusilados. Una viejita a la que le volaron los sesos. Un señor con un bulto de maíz tirado boca abajo en el lodo. Los rebeldes pasan por ahí ignorando la carnicería, ansiosos de posar para las fotos de la victoria.

Una mujer shilluk traumatizada está sentada en estado de catatonia frente al fuego y el humo. Le doy algo de beber y un poco de dinero. Ella sólo sigue sentada mirando. El general se disgusta, y sus guardias niegan con la cabeza. No la puedo salvar.

Uno de nuestros compañeros del recorrido, un hombre serio con una voz profunda, que dice ser un oficial de información para el Ejército Blanco, responde mis preguntas de manera cortante: “En este momento no tengo suficiente información para responder eso”. Dice que estudiaba teología en Canadá hasta hace dos años. Vivió en Calgary, Toronto y en muchos otros pueblos del país. No le gustaba Canadá, así que regresó a trabajar en una ONG en Nasir. Se avergüenza de lo que ve, o al menos de lo que nosotros estamos viendo. “Esto es la verdadera guerra”, me dice. Le pregunto por el número de tropas y otras cosas. Se disculpa y me dice: “Tenemos problemas obteniendo información de su lado. Todavía no somos tan profesionales”.

Mientras caminamos, empiezo a calcular el número de civiles muertos. Me detengo cuando llego a siete en sólo unos minutos y me doy cuenta que no tiene ningún sentido. Nadie nunca va a aceptar que los mató. Nadie los va a contar. No habrá tumbas. Los soldados insisten que “quedaron atrapados en fuego cruzado”. La mayoría de las víctimas recubren la calle tiradas y dobladas en las posiciones que cayeron mientras intentaban huir. Un hombre está boca abajo con la espalda ensangrentada. Este tipo de violencia sólo genera más violencia al momento en que la gente se entera de cómo murieron sus familiares. Para cuando lleguen los medios con las ONGs, el mundo leerá historias de buitres, del olor de carne podrida y los recuentos de testigos. Nosotros estamos aquí en tiempo real. Como un niño atrapado en el acto, el Ejército Blanco no tiene nada que decir, sólo excusas absurdas.

Los soldados muertos que vemos llevan un día ahí, están en un estado más avanzado de descomposición. Aún no están hinchados pero están duros y negros. Llevan un día o dos más que los cadáveres de los civiles. Colocan a los civiles rígidos con los calzones abajo, revelando las puñaladas de cuando seguían vivos y pedían piedad, mutilados por lanzas y bayonetas tipo ruso. Algunos de los cuerpos están por el río, uno con una lanza rota clavada en la espalda. Otro está congelado en el tiempo, como si siguiera pidiendo clemencia a su torturador. Hay un soldado tan quemado que es irreconocible. Otros siguen flotando en el río. Sólo los cocodrilos saben cuántos murieron ahí.