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Cultură

Mi vagina ha sido mi peor enemiga en el sexo

Tenía 15 años cuando descubrí que sufría vaginismo, un trastorno psicosomático que provoca que los músculos del suelo pélvico se tensen de forma involuntaria cuando se produce la penetración.

Mi novio del instituto, David*, y yo lo probamos absolutamente todo. Lubricante, vino tinto, velas aromáticas, maría, el tema "Glory Box" de Portishead en bucle, ejercicios de respiración, estimulación del clítoris, hidrocodona o mirarnos a los ojos y repetirnos, "No pasa nada, te quiero". Nada de eso funcionó. Mi libido era la normal para una adolescente saludable, lo que quería decir que estaba cachonda las 24 horas del día, y sin embargo mi cuerpo reaccionaba a la penetración como si fuera el de una anciana decrépita. Podía estar húmeda y excitada, preparada para el sexo, pero mi pequeña cueva se negaba a abrirse, sin previo aviso ni remordimientos. A mi imposibilidad natural de llegar al coito había que sumar el dolor físico y el penoso esfuerzo que para mí representaba. Para mí el sexo era como si rociaran mi interior con un ácido muy caliente y me provocaba una sensación de extrema soledad. Al acabar me sentía aislada, inepta y, a falta de una palabra mejor, jodida.

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Poco tiempo después supe por qué practicar sexo era una cruz para mí: sufría vaginismo, un trastorno psicosomático que provoca que los músculos del suelo pélvico se tensen de forma involuntaria cuando se produce la penetración. Los síntomas del vaginismo y de la disfunción eréctil se conocen desde hace siglos. En el caso de los hombres, hace años que existe una pastilla que les ayuda a animar el asunto, pero las únicas dos opciones para el vaginismo son la terapia y los dilatadores, dos tratamientos subjetivos que no garantizan que pueda haber penetración en un determinado periodo de tiempo. Claro, decirle a alguien en tu primera cita que sufres este trastorno no es precisamente la mejor manera de romper el hielo, y tampoco ayuda demasiado su nombre, que recuerda demasiado a alguna enfermedad venérea rara.

La simple idea de tener cualquier cuerpo extraño en mi interior me provocaba espasmos. Me puse el primer tampón cuando tenía 15 años y para ello necesité 45 minutos, dos amigas y un ataque de pánico, hasta que mi amiga Erica consiguió quitármelo en el suelo de su baño.

"¡Había entrado muy poco y ella ya estaba gritando como una loca en el suelo!", recuerda Erica entre risas cada vez que le cuenta la historia a amigas o desconocidos. Aunque la historia siempre picaba la curiosidad de algún indeseable que quería saber más sobre mi vagina, también fue Erica la que sacó un trozo enorme de algodón ensangrentado de dentro de mí. Supongo que eso nos deja en un empate técnico.

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Pese a que no hay mucha información sobre el trastorno, resulta ser una de las disfunciones sexuales más comunes entre las mujeres. Según las estadísticas médicas, 2 de cada 1.000 mujeres sufren vaginismo, pero al sentirse avergonzadas de esta especie de cinturón de castidad de serie, no se atreven a pedir ayuda. Incluso hay mujeres que nunca han probado la penetración porque se sienten sexualmente incapaces. Durante años pensé que sería como ellas.

He reprimido la mayoría de mis intentos fallidos, pero hay un recuerdo muy vívido que no consigo enterrar y que sucedió el día de mi 18 cumpleaños. David y yo habíamos reservado una noche en un hotel de Disneyland y, aunque ya habíamos estado intentándolo varios años, tenía la esperanza de que, como en un cuento de la Cenicienta al revés, cuando dieran las doce en el reloj mi calabaza impenetrable se convirtiera en un carruaje dorado, con sus puertas abiertas. Durante una hora y media se sucedieron diez posturas distintas, dos ataques de pánico y una bolsa de hielo para mi pequeña guerrera, pero nada cambió. A la mañana siguiente, me regalaron un pin en el que se leía "¡Es mi cumpleaños!" y que inspiró innumerables canciones de felicitación por parte de varios personajes de Disney.

Toda mi vida había estado recibiendo mensajes de advertencia sobre mi incapacidad de "hacerlo". Por ejemplo, nunca me metía los dedos, y sigo sin hacerlo. Cada vez que lo intentaba sentía dolor y acabé por descartarlo diciéndome a mí misma que "no me molaba". Pero encontré otras formas de darme satisfacción sexual. A los ocho años descubrí casualmente los placeres de juguetear con la manta. En Disney Channel estaban emitiendo el estreno de Zenon: la chica del milenio y yo experimenté mi propia definición de chica supernova. Estaba tan extasiada con mi descubrimiento que llamé a todas mis amigas y lo compartí con ellas. Sí, yo era "esa niña" en las fiestas pijama de tu hija. A todas las madres preocupadas de Sherman Oaks, California: lo siento.

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La única información que tenía sobre el vaginismo cuando la necesitaba procedía de mi terapeuta, WebMD, Wikipedia, Yahoo Answers y, aunque parezca raro, de mi madre. El vaginismo no es genético, pero ella también lo había sufrido. Se conocía tan poco del trastorno que sus médicos, confusos y poco preparados, pensaron que lo mejor sería sedarla con anestesia general y penetrarla con un pene artificial. Mientras me contaba la historia, sentí que la vagina se me encogía como una pasa, no solo por el hecho de escuchar a mi madre describir cómo la "penetraban", sino porque me hizo pensar que quizá un día yo también tendría que pedirle a mi ginecólogo que me drogara y me hiciera lo mismo. Pero bueno, mi madre cumplió su mayoría de edad en la Australia de la década de 1980… Ahora las cosas son muy diferentes.

"Pero, ¿cómo lo superaste?", le preguntaba siempre a mi madre, esperando recibir una respuesta distinta, quizá una serie de pasos concretos que no requirieran el uso de una polla de pega.

"No lo sé… ocurrió."

Al igual que mi madre, yo tampoco sé bien cómo logré superarlo. David y yo rompimos nuestro romance adolescente sin llegar a consumarlo. A mis 18 años, había empezado a plantearme la vida sin sexo, sin llegar a entender el significado de "conectar" y sin poder tener mis propios hijos. A no ser que me fijara en chicos que llevaran anillos de pureza, me consideraba a mí misma no apta para las citas y, en cierto modo, tampoco para ser amada. Fue un comentario asqueroso de un novio asqueroso lo que me ayudó a derribar esos muros vaginales de la derrota y a domar a la bestia.

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Sean era mi supervisor en el trabajo. Tenía 22 años, un tatuaje de Bright Eyes y un historial de promiscuidad. Yo tenía 18 años, un tono de llamada de Pavement y un libro en blanco. Él sabía de mi trastorno, pero la mayoría de los hombres a los que se lo contaba pensaban que me lo inventaba o que se trataba de una última prueba de fuego. A esas alturas, el sexo ya me daba igual. Para mí, la virginidad no era nada sagrado, sino más bien unaenorme carga.

Aunque al principio me aseguró en repetidas ocasiones que no le importaba que no hubiera sexo, a medida que pasaba el tiempo se sentía cada vez más frustrado. "No estamos en el instituto, detrás de las gradas", me dijo con desprecio después de que hubiera acabado de masturbarle. Se dio la vuelta en la cama y yo me puse a llorar. David era muy joven cuando salíamos juntos y siempre se había mostrado comprensivo y paciente, pero Sean era mayor, tenía más experiencia y mucho rencor.

Al día siguiente se celebraba la Pascua judía, probablemente una de las festividades menos excitantes, pero después de celebrar el Séder con mi familia, Sean me preguntó despreocupadamente si me apetecía "hacerlo". Me subí la falda larga y me dejé la camisa puesta, pensando que así podría largarme corriendo después de otro intento fallido, pero ocurrió. Ocurrió de verdad. Fue la experiencia más reconfortante y anticlímax que he tenido hasta la fecha. No se desarrolló en absoluto como lo había imaginado: a las 7 de la tarde, con mi familia en la habitación de al lado y "Bulls on Parade" (su elección) sonando a todo volumen, después de haber comido huevos pasados por agua y rábanos, pero para mí lo significó todo. No fue por él, por el momento, ni por el hecho de haber perdido mi virginidad mientras escuchaba Rage Against the Machine. Fue simplemente que al fin me sentía sexualmente preparada, no para nadie, sino para mí misma.

Todavía hoy tengo ciertas dificultades dependiendo de la situación, pero la mayoría de las veces todo va bien. Incluso en plena fogosidad del acto, el sexo puede ser doloroso e incómodo, por mucho lubricante y preámbulos que haya. Pese a que todos estos años he recibido el apoyo incondicional de mi madre, una quinceañera o puede acudir siempre a su madre llorando porque no puede follar. Si el vaginismo fuera un tema del que se hablara en público sin miedo a los prejuicios, quizá no me habría sentido una mujer anormal o una carga como pareja. Me habría sentido más segura con mi incapacidad. Ninguna mujer, al margen de su edad, debería temer a su vagina.

*Los nombres que aparecen en este artículo se han cambiado.

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Traducción por Mario Abad.