Querida Carol, el Bulldog Café cerró
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CDMX

Querida Carol, el Bulldog Café cerró

En 1992, a un empresario se le ocurrió abrir un foro en la CDMX para esas bandas que protagonizaron el boom del rock mexicano de los 90: Molotov, Café Tacvba, Fobia, La Castañeda, la Cuca, Jumbo, Kinky, todos tocaban ahí.

Querida Carol. Las últimas noches me he acordado de ti porque dejamos un tema pendiente hace 16 años, cuando terminamos: nunca fuimos juntos al Bulldog Café. Ahora es demasiado tarde. Lo cerraron.

Jamás te gustó hacer fila. Ir al Bull significaba sufrir una larga espera —como una hora, a veces más— para estar frente a Moi, el amo y señor de la puerta. Te seguí porque tu propuesta de faje con besos que aumentaran de intensidad en el hotel de paso que estaba muy cerca del Bulldog, siempre fue mejor que el alcohol y el rock.

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Yo quería entrar al Bull porque era la meca del rock mexicano, en la Ciudad de México. Por lo menos del fresón, ese que Hugo García Michel llamó "rockcito". Molotov, Café Tacvba, Fobia, La Castañeda, la Cuca, Jumbo, Kinky, todos tocaban ahí. Yo lo imaginaba como nuestro Hard Rock pero sin comida y con sonido MTV: canciones de Guns & Roses, Metallica, Limp Bizkit y Linkin Park antes de que tocara la banda en turno. Lo curioso es que la gente que ahora está rayando los 50 años dice que la mejor época del Bulldog la vivieron ellos.

Unos 10 años antes, en 1992, a un empresario que también le dio a la tocada —o más bien le intentó— se le ocurrió abrir un foro para esas bandas que protagonizaron el boom del rock mexicano de los 90. Se llama Rafael Villafañe, Raal es su yo rockstar. El compa le sabía ya al negocio de las discotecas. Él, junto a otro empresario de nombre Eduardo Césarman abrieron en 1977 el legendario Baby'O de Acapulco, al que tampoco entramos. ¿Te acuerdas, querida Carol, del edificio semicircular que está en la esquina de Sullivan e Insurgentes, ese que te conté fue diseñado Mario Pani? En la planta baja Raal abrió el primer Bulldog. Entonces era el Hotel Plaza. Hoy son la oficinas de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda de la CDMX.

Tenía 13 años cuando escuché a mis primos decir que, a excepción del cover, no se necesitaba nada para entrar a ese sitio de culto del rock, ni siquiera identificación —aunque a mí no me dejaron pasar cuando lo intenté—. También comentaban que la barra libre de vodka con jugo de uva —Moradito, le llaman al trago— no paraba, al igual que el ligue. Tampoco la música de Soda Stereo, de los Fabulosos, de los Caifanes, la Maldita Vecindad hasta terminar con unas de Rigo y otras de José José, todo bien mezclado sin necesidad de computadoras, software y botoncitos. En alguna ocasión escuché decir al periodista Sergio González Rodríguez que la gente que asistía ahí era más banda. Favorecía a la diversidad que el local estaba muy cerca del Centro Histórico, accesible para los que venían de Neza, de Tlalnepantla, de Atizapán y demás municipios de la periferia de la Ciudad de México, así como a los de Coyoacán, la del Valle y demás colonias “pequeñoburguesas”, como decía el Sub Marcos. Era esa época donde la banda reventaba toda la noche, pues los sacaban a las ocho de la mañana del siguiente día.

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Nunca pude entrar. Cuando cumplí 18 cerraron ese primer Bulldog. Era diciembre del 97. Raal dijo que el contrato de arrendamiento del inmueble había terminado y que el repertorio de bandas ya era muy limitado.

La última tocada del Bulldog de Sullivan la hizo Molotov. Dicen que fue una de las mejores noches de fiesta en la Ciudad de México, que a las ocho de la mañana el mariachi interrumpió al rock y puso a cantar a los borrachos y que todo terminó hasta las tres de la tarde. En una de esas también nos hubiéramos llevado, como todos los demás, un cachito del Bull. Dicen que Miky Huidobro lo sugirió desde el escenario: "En esta última noche en el Bulldog róbense un cacho y llévenselo a su casa". Y así todos le tomaron la palabra: venga un retazo de la barra, un trozo del tapiz, un cuadro de la alfombra, un pedazo de algún candil. Hasta nuestros nombres hubiésemos escrito en la pared.

Fue lamentable el cierre porque no había muchos lugares para el rock. Rockotitlán ya estaba en las últimas. Las opciones eran el Alicia, que tenía poco de haber abierto, y los conciertos masivos en CU y la Magdalena Mixhuca, donde pedían diez pesos y un kilo de frijol, arroz o despensa para entrar. Pasaron un par de años para que me enterara que el Bulldog estaba de regreso ahora en Mixcoac, desde el 2000, el mismo año en que nos conocimos.

Al inicio del milenio Raal anunció que el Bulldog tendría una segunda parte. Hace poco leí en un viejo ejemplar del Reforma que el músico dijo que extrañaba las noches de antro rockero y que el lugar abriría sólo por seis meses, suficiente para que desfilaran las bandas nacionales. Además la intención era hacerlo un bar itinerante. El tiempo se alargaría por casi 18 años.

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De las dos veces que nos formamos para entrar al Bulldog, querida Carol, lo que más te llamó la atención fueron sus paredes exteriores de estilo mudéjar, que lo hacían ver como un palacio árabe. Ni tú ni yo sabíamos que hacía una construcción así en la avenida Revolución y su insoportable carga vehicular. Muchos años después, Yuri Contreras, la gerente de Radio México Internacional, me contó que en 1903 el terreno de la casona era enorme, tanto que la Comercial Mexicana, cuyo estacionamiento también le servía al Bull, ocupaba el espacio que alguna vez fue el jardín y que ahí un tren de juguete, que simulaba la ruta México-Veracruz con montañas y todo, era la atracción de los niños que se asomaban por la reja.

En los años 40, cuando se realizó la traza de la avenida Revolución, se demolió prácticamente la mitad de la construcción. En los 90 un grupo de empresarios adquirió la casa en ruinas. En el 97 la restauraron. El INBA la añadió a su lista de inmuebles con valor artístico y se abrió al público como un restaurante bar llamado D'seo. Querida Carol, te alegrará saber que resolví nuestra duda por la letra “S” que está arriba de la puerta. Es una inicial. La casona perteneció originalmente a la familia Serralde.

Y así, un 9 de marzo del 2000, mientras tú y yo festejábamos desnudos tu cumpleaños en una azotea de Cuernavaca, en una casa que tuve que cuidar durante las vacaciones, una de mis chambas de universitario, Fobia inauguraba el nuevo Bulldog. Un año después veíamos las largas filas que llegaban hasta la Comercial Mexicana. Tenías 21 años y yo 22.

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He de confesarte que las dos veces que mis invitaciones al Bulldog no prosperaron, también lo agradecí. De entrada tenía que pagar 300 pesos: 250 de mi cover y 50 del tuyo. Lo bueno era que nos daban cortesías para las bebidas. También había que contemplar una cantidad para la cena, que regularmente eran los jochos de afuera, otro tanto para el taxi a tu casa en Tlalpan o el hotel por si nos ganaba la calentura. Por lo menos una salida así salía en 700 pesos. No era un tacaño, era un estudiante de la UAM Xochimilco. Ir al Bulldog significaba un atentado contra mi raquítica economía.

Un par de años después te fuiste. No supe por qué. Solo dijiste que tenías que alejarte. Me quedé sentado en la banca del parque cercano a tu casa, viendo como se distanciaba el conjunto que construían tu cabello largo alborotado que caía por tu espalda, tus piernas torneadas, tus caderas redondas y tus nalgas firmes. Unos meses después por fin pude entrar al Bulldog. Fui a festejar mi primer pago como asistente de producción de una estación de radio. Ya no tenía novia y pude ir a ver a Molotov sin preocuparme por quedar pobre esa noche. Mi amigo Pato —el que se ligó a tu amiga de filosofía— conocía a Moi, el jefe de puerta, así que tardamos unos 15 minutos en ingresar ¿Puedes creer que en 2005 ese compa abrió su propio bar en Insurgentes, llamado Rhino Café? De haber ido tú, con tu encanto de güerita del sur chilango, hubiéramos entrado más rápido. Me sorprendió que a diferencia de otros lugares ahí pudiéramos vestir como se nos daba la gana: con mis pantalones de cargo y mis playeras estampadas con portadas de discos de Metallica.

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Dentro era la locura. Todos al pie del escenario, la barra siempre a reventar. Los tragos costaban cinco o diez pesos. El gobierno chilango y su doble moral prohibió, a través de la Ley para el Funcionamiento de Establecimientos Mercantiles, las barras libres. Así llegaron las famosas plantillas con boletitos que se cambiaban por tragos en la barra y que estaban incluidos en la entrada.

Todo se ponía mejor si al tender le pasabas tu planilla de boletitos con un billete 100 varos. Se hacia pasar por tu súper compa y las bebidas coloridas no paraban. Fantaseaba con reconquistarte así, aunque eso jamás hubiera funcionado porque no te gustaba beber más de un trago.

La segunda vez que entré al Bulldog fue para ver a La Lupita y conocí la tan codiciada planta alta del Bull. Sólo los pudientes podían pagar las mesas de esa área que parecía balcón. ¿Te digo una cosa? El ambiente estaba más chingón abajo. Sí, arriba te podías sentar cuando quisieras, tenías mesa para los tragos, podías tomarte una chela con Lino Nava, al que todo mundo asediaba, y te servía como argumento para el ligue; pero no había slam, no conocías entre los empujones al compa con el que te hermanaba una canción, no podías ver de cerca al par de morras bartender que bailaban entre ellas. Ya no estabas conmigo.

Después de esa noche no volví al Bulldog. Me fui a estudiar una maestría a La Habana. En realidad ese fue el pretexto, porque a pesar de que tenía dos años que nos habíamos separado aún te extrañaba. Tenía que quitarme la tentación de ir a buscarte a Puebla, donde tu amiga Andrea me dijo que vivías. Cuando regrese al país había olvidado al Bulldog y a ti —o eso pensé—. Me atraparon las cantinas y uno que otro congal donde las ficheras gorditas me enseñaron a bailar cumbia y norteñas.

Hace unas semanas, cuando se lanzó el tuit donde se anunciaba el cierre del Bulldog, de inmediato me acordé de ti, querida Carol. La añoranza del inicio de siglo me llegó. Le dije a Pato que fuéramos por pura nostalgia pero me argumentó que hacía tiempo que aquello estaba en decadencia, que las tocadas chidas ya eran escasas y poco a poco habían dado paso a las bandas tributo, que se había convertido en un lugar para fresear con rock, que las celebridades que llegaban al lugar ya no eran músicos que formaron nuestro soundtrack de vida, sino youtubers que transformaron la plataforma digital en la nueva caja idiota, y que no aguantaría dos horas formado —ya no conocía al de la puerta—, para tomar mal alcohol por 300 pesos.

Decidí no ir al último ladrido del Bulldog el 28 de enero. Es que no quise llevarme una decepción de chavorruco. Será que ahora que estamos a unos arañazos de los 40 creo, como le sucedió a la generación del antro de Sullivan, que la mejor época del Bull paso hace 16 años, precisamente cuando estabas tú. Sí, querida Carol, cuando caminábamos por Mixcoac en las noches, cuando nos formábamos en la interminable fila para no entrar, cuando cambiábamos el rock y el alcohol por sexo. Sí, lo mejor del Bulldog fue hace 16 años, exactamente, querida Carol, cuando creímos vivir nuestra mejor época.

@MemoMan_

@CronicasAsfalto