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Feminisme

Breve historia de los sacerdotes de Roma que se autocastraban

Con frecuencia Roma es considerada por la derecha conservadora como un bastión de la masculinidad, pero el culto a Cibeles dice lo contrario.
Estatuas de Cibeles con Attis en el medio. Ilustración de Zing Tsjeng. Foto del Coliseo vía Pixabay, fotos de las estatuas vía Wikimedia Commons

Hace tres años, el sitio a favor de los derechos de los hombres Return of Kings exaltaba las virtudes del Imperio Romano en un artículo titulado "The Roots of Masculinity in Ancient Rome” [Las Raíces de la Masculinidad en la Antigua Roma]. “Si los hombres quieren renovar nuestra civilización…", cuestiona el autor, "¿por qué no empezar por adoptar el mismo estilo de vida que introdujo nuestra civilización a la grandeza que solía tener en el pasado?"

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No es exagerado decir que los derechistas adoran a los clásicos. Su versión blanca de la masculinidad retrógrada es casi tan precisa como el Thor de Marvel a la mitología noruega; pero tampoco es nada nuevo. Hemos usado a los romanos para respaldar nuestras narrativas de poder desde la caída del imperio, reimaginándolos cada vez con cualquier virtud del modelo autoritario vigente.

En realidad, Roma era un imperio multicultural donde las personas descendientes de no romanos podían, y a menudo conseguían, el estatus de ciudadano; además también se adoptaron costumbres y dioses no romanos a lo largo y ancho de todo el imperio. A pesar de que eran opresivas y tóxicas, las normas sexuales o de género en la antigua Roma eran ampliamente diferentes a las que tenemos hoy en día. Y ninguna es tan clara como el clero de Cibeles que se convirtió en parte fundamental de la religión estatal de Roma después de su introducción en el año 204 a. e. c.

Al estar tan conscientes de su estatus como civilización intrusa comparados con sus vecinos griegos, etruscos y cartagineses —y que tomaron gran parte de la religión y cultura de los griegos—, los romanos estaban obsesionados con la idea de que Roma había sido fundada por sobrevivientes de la mítica ciudad de Troya, una ciudad oriental destruída por la Grecia de la Edad de Bronce. Esto concedió a los romanos el mismo origen que las culturas vecinas y justificaba la apropiación de los dioses griegos y los referentes culturales de los Troyanos.

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En su búsqueda por demostrar sus raíces troyanas, Roma adaptó a una poderosa diosa llamada Cibeles de Anatolia (hoy en día Turquía), insistiendo que era la diosa madre perdida de la antigua Troya y que necesitaban reunirla con su gente. Esto implicaba robar su piedra sagrada y llevarla a Roma entre grandes festejos (porque robar los tesoros culturales de otros pueblos siempre requiere estos actos).

Sin embargo, Cibeles no se transformó fácilmente. Más bien, le provocó a los romanos mucha ansiedad al tocarlos justo en la herida: su masculinidad frágil y delicada.


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La masculinidad romana fue casi como la masculinidad tóxica actual, el acto mismo de la penetración representa la agresiva interpretación de la heterosexualidad actual: el romano penetraba a otros sin importar su género. Al hacerlo, demostraba la superioridad y dominio por encima de su pareja (o, más bien, su víctima). Por extensión, la virilidad y dominación de Roma misma se imponía al resto del mundo.

Era esencial que los hombres romanos no fueran penetrados nunca, voluntariamente o no. No sólo era un fracaso a la masculinidad individual, sino un ataque a la identidad colectiva del Estado. Su comprensión del género estaba tan estrechamente relacionada al cuerpo, que incluso la remoción involuntaria de los genitales masculinos era suficiente para retirarle a la víctima su categoría social de hombría. La idea de que cualquiera se extirpe el miembro por voluntad y con él todos los privilegios que conlleva es una maldición para la forma en que pensaban sobre el género, el poder, el honor y la vergüenza.

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La propia Cibeles quizá haya surgido siendo una entidad conocida como Agdistis, un ser de gran poder que era masculino y femenino a la vez, quien dio a luz al hombre más hermoso del mundo, Attis. Agdistis o Cibeles, se enamoró de él y castigó su matrimonio con una mujer mortal haciendo que se castrara a sí mismo. Dominada por el remordimiento, provocó su resurrección cada año, trayendo consigo la primavera y el reverdecer de la vegetación.

En otra versión, Attis es un sacerdote mortal, castrado a causa del castigo de un rey por defenderse de ser violado. En represalia, Cibeles envió un jabalí para saquear la región hasta que los lugareños la apaciguaron al llorar religiosamente la muerte de Attis una vez al año. Sin embargo, en otra versión, Attis se castra por voluntad propia para asegurar la fertilidad de la tierra y abraza su identidad de género ambigua, permitiéndole servir a Cibeles como sacerdote, amante y auriga a perpetuidad.

Cualquier versión que hayan preferido seguir, todos los sacerdotes de Cibeles (conocidos como gallus) realizaban una autocastración en honor de Attis como iniciación final del culto. Luego, se vestían con ropa de mujer y se presentaban como mujeres el resto de sus vidas.

"Su extraordinaria expresión del género los convirtió en seres marginados y transgresores".

Es imposible tratar de adivinar la identidad de género de los individuos después de su muerte, especialmente cuando provienen de una cultura que construye el género de manera diferente a la nuestra. Sin embargo, es una suposición razonable que, si bien algunos sacerdotes pudieron haber sido hombres cisgénero que sintieron el llamado divino, muchos otros fueron personas trans que se reconocieron en el sacerdocio de Cibeles y encontraron un espacio para abrazar su verdadera identidad.

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"Los galos fueron representados como objetos de repulsión en la literatura —la castración voluntaria no es algo que haría un buen romano—, pero no existe evidencia de que los sacerdotes asimilaran esta humillación", dice la doctora Helen Morales, clasicista de la Universidad de Santa Bárbara, a Broadly.

Es cierto que mientras la mayoría de romanos y el Estado mismo estaban molestos por los galos, había bastantes ciudadanos que nacieron hombres dispuestos a pertenecer al culto de Cibeles, tanto así que el Senado tuvo que legislar para evitar que los ciudadanos se unieran.

A pesar de esto, Roma no podía admitir que había cometido un error y enviar a la diosa de regreso a casa. Eso habría sido como admitir un fracaso y una enorme pérdida de prestigio, además Cibeles ya formaba parte esencial de su supuesta herencia troyana. Hubiera significado renunciar a la ascendencia divina proclamada por su casa gobernante a través del descenso de Eneas, el hijo troyano de Venus y uno de los míticos fundadores de Roma.


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Su solución fue dividir el culto en dos: encerraron a los galos en el recinto de su templo durante la mayor parte del año y designaron a un funcionario romano a cargo de las festividades públicas de Cibeles, el único momento en que se les permitía la entrada a la ciudad. Eventualmente, el sacerdocio se abrió para hombres no castrados, cambiando su naturaleza por completo.

Aún así, aquellos que no eran ciudadanos continuaron uniéndose a los galos mediante el método tradicional de la autocastración y condujeron procesiones por las calles de Roma, estirando la tolerancia religiosa hasta el extremo antes de que el Estado adoptara la Cristiandad como la fe oficial. Incluso se cree que los galos se extendieron por todo el imperio, llegando hasta Catterick al norte de Inglaterra.

"Los galos eran una paradoja", dice Morales. "Su extraordinaria expresión del género los convirtió en seres marginados y transgresores, pero la aceptación oficial de su culto por la religión romana los convirtió en una figura central y les confirió legitimidad. Fueron tanto deshumanizados por su condición de eunucos, como divinizados por su relación cercana con la diosa".

Quizá a los hombres romanos no les gustaban los galos, pero entendían que el imperio los necesitaba y eso explica cómo un grupo de personas inconformes con su género terminaron siendo tan esenciales para la legitimidad política de Roma y su alarde de poder. Roma estaba lejos de ser perfecta, pero era mucho más interesante y diversa de lo que los derechistas están dispuestos a reconocer.