Medellín: la violencia se transforma
Ilustración Clementina León.

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Medellín: la violencia se transforma

Nunca en la historia de América Latina se ha matado tanto en una ciudad. En 1991 alcanzó la tasa de homicidios más alta: 395 por cada 100.000 habitantes; tampoco ninguna urbe ha tenido una reducción tan drástica. ¿Qué hay detrás de este 'milagro'?

Capital Criminal es un viaje por siete ciudades de los siete países más violentos de América Latina. Brasil, Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala y México concentran un 34 por ciento de los asesinatos que se cometen en todo el mundo. Esta serie no es otro ranking sobre tasas de homicidios. Es una investigación del proyecto En Malos Pasos de Dromómanos e Instinto de Vida con VICE News para entender por qué y cómo se mata en nuestras calles.

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Tercera parada: Medellín (Colombia).

Unos días antes de regresar a Medellín, la ciudad donde creció, el ex traficante colombiano Carlos Ramón Zapata, alias El Médico, fue con una budista zen que le aconsejó perdonar a todos los que le habían dañado: a los asesinos de su padre, a los socios que lo habían traicionado, a los que lo acusaban de “sapo” (soplón). Pero él se negaba a perdonar a un paisano que hacía poco le había robado dinero en un negocio. La terapeuta lo convenció e hicieron una meditación. Cuando terminaron, le tomó una fotografía y su aura, cuenta, apareció completamente blanca. Estaba listo para visitar su ciudad.

“Llegué acá a Medellín súper peace and love. Y puta, ¡lo matan a los tres días!”, dice Zapata mientras da un sorbo a su limonada en un centro comercial de El Poblado, una de las zonas más exclusivas de Medellín. “Lo vi en el periódico, fue como a diez cuadras de aquí, en un restaurante. Y lo primero que pensé fue que mi terapeuta no me iba a creer”.

Zapata, un hombre calvo de ojos pequeños y barba de candado, es un ex miembro del Cártel del Norte del Valle, que en 1999 se entregó a la justicia de Estados Unidos y cumplió condena durante cinco años en ese país. Hasta 2015 no había regresado a Medellín, y ahora, prefiere venir poco para evitar problemas.

Dos semanas antes de la entrevista, en agosto pasado, cuenta que otro de sus “enemigos” fue asesinado. Se llamaba Santiago Toro Trujillo. Estaba en una barbería cuando un hombre le disparó en la cabeza. El asesinato quedó grabado en la cámara de seguridad del local y se hizo viral. Según Zapata, Toro había matado a uno de sus primos. “Llego y lo matan, entonces dicen que fui yo”, explica al tiempo que muestra en su celular la página Revelaciones del bajo mundo, un blog del periódico El Colombiano con noticias del crimen en Medellín, en la que un comentario relaciona su llegada a la ciudad con el asesinato.

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Cerca del restaurante donde conversamos hay tiendas, galerías de arte y bares de moda llenos de extranjeros. El Poblado es una de las imágenes icónicas del “milagro de Medellín”, aquel que convirtió a la ciudad en la que se ha matado más en la historia de América Latina —395 personas por cada 100.000 habitantes en 1991— en una referencia en la reducción de homicidios y la lucha contra la violencia (el año pasado la tasa fue de 23,16 por cada 100.000 habitantes). Medellín se proyecta hoy como una ciudad cultural, empresarial e innovadora mientras intenta quitarse el fantasma de Pablo Escobar y el de esa ciudad en guerra retratada en infinidad de series televisivas, documentales y películas.

Ilustración por Clementina León/VICE News.

En ese Medellín, Carlos Ramón Zapata se convirtió en El Médico cuando dos sicarios en moto asesinaron a su padre. La orden supuestamente provenía de Pablo Escobar. “Andaba poseído. Durante seis meses usaba la ropa de mi papá. El día que lo mataron, alcanzó a meter la mano para sacar la pistola y dejó los dedos pintados en el maletín. Yo lo cargaba así con la sangre seca”.

Zapata se había graduado como cirujano y por venganza, se hizo informante y ayudó a financiar a Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), un grupo de antiguos socios del capo que se aliaron para acabar con él. Después se convirtió en traficante y trabajó con los paramilitares. “No se podía confiar en nadie. No se sabía si el de al lado era Pabludo o de Los Pepes”, cuenta el ex traficante, cuya historia también se convertirá en una serie de televisión en México, país en el que vive actualmente. Todos los días había muertos. Cada semana, bombas. Años más tarde se enteró de que Escobar no tenía que ver con el asesinato de su padre, sino que habían sido sus socios, los hermanos Ochoa.

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Después de guerras entre cárteles, tres atentados, dos balas en el cuerpo y decenas de amigos y familiares muertos, Zapata se entregó a la justicia justo después de la Operación Milenio (1999) en la que fueron arrestados 30 narcotraficantes con orden de extradición. Desapareció del mundo criminal colombiano.

Mientras El Médico estaba en Estados Unidos, Medellín desaparecía de las listas de las ciudades más violentas del mundo. Muerto Escobar, en la ciudad todavía peleaban los grupos guerrilleros, después los paramilitares. Los narcotraficantes lucharon para heredar el trono de Pablo Escobar, que finalmente consiguió Diego Fernando Murillo, alias Don Berna. Con él, el último capo que manejó Medellín con fama más allá de Colombia, empezó el periodo de la Donbernalidad, una especie de paz narca bajo su dominio. Los homicidios descendieron.

“Cada vez los capos esos duraban menos. Don Berna mandó 10 años. Rogelio mandó cinco. Tito duró tres. Ahí se la dejó a Sebastián. Sebastián a Valenciano. Valen y Sebas se terminaron peleando. Después siguió Pesebre, luego Daniel. A Daniel lo mataron Morro y Pichi. Después mataron a Morro, luego mataron a Pichi. Y hoy se supone que la ciudad la tiene Tom”, dice Zapata.

Cuando regresó a Medellín no podía reconocer la ciudad: había demasiado tráfico y la gente ya no iba armada como antes. Llegaban turistas y se celebraban eventos mundiales. La tasa de homicidios se había estabilizado en niveles 15 veces menor a los años en los que él empezaba a traficar.

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—Antes si ibas a matar a un huevón que tenía a 15 armados, tenías que matar a los 15. Ahora van dos y te disparan. Es más discreto.

Zapata se ha convertido en un tipo espiritual, pero, aunque los números son innegables, no cree en “el milagro” de su ciudad. Nadie le puede quitar a Medellín el honor de ser la ciudad que más ha reducido los homicidios en el continente. Pero, ¿hasta dónde y por qué ha ocurrido? Esta no es la historia de un milagro, sino la de un proceso de dos décadas con inversión pública y privada, pactos entre criminales y una mafia, que lejos de desaparecer, se ha transformado.

***

Desde su ventana, Isis escucha a menudo el helicóptero que el alcalde Federico Gutiérrez estrenó este año para reforzar la seguridad de Medellín. Esos días se despierta a las 3:00 de la madrugada en su modesto ático de Belén Altavista, una de las zonas con más asesinatos de la ciudad. Pero el sobrevuelo del helicóptero —donado por la policía nacional y que la alcaldía acondicionó por dos millones de dólares— poco ayudaba en el mes de agosto para que en su barrio Los Chivos y Los Pájaros se dejaran de matar.

Al mediodía del domingo 20 de agosto, Isis, como pide que la llamemos, también estaba en su ventana cuando escuchó los disparos. A sólo una calle, los vecinos comenzaron a rodear el cadáver de Narly Gisela Tejeda. Tenía 33 años. Trabajaba en un autolavado. “Era pájara y extorsionaba a los vecinos. Dejó dos hijos y un marido muy triste”, nos contó.

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Isis es una mujer alta, morena y sensual que muestra las encías cada una de la veintena de veces que puede reírse en un día. Dice que las tetas se las pagó un narcotraficante pero que el culo, la parte del cuerpo que más le gusta presumir, es suyo.

Se crió en la parte alta de Altavista, en el suroeste de la ciudad, y desde pequeña paseó entre sus morros, situados en una ruta de salida hacia el Urabá (Atlántico) y el Chocó (Pacífico), puntos estratégicos para que la cocaína comience su viaje hacia Estados Unidos.

Ella recuerda que cuando tenía unos ocho años se encontró debajo de las escaleras de su casa un arsenal que su padre guardaba a la guerrilla urbana, el primer grupo armado en llegar. Después desfilaron por ahí narcotraficantes, paramilitares y hoy, según la Defensoría del Pueblo, cinco bandas se disputan la zona. Esa pelea dejó en los primeros seis meses del año diez homicidios (otros 20 en una comuna vecina), 76 desplazamientos forzados, tiroteos, reclutamiento de niños y adolescentes, extorsiones, intimidaciones y amenazas. En la parte alta del barrio, se ven grafitis de las AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia), una de las dos grandes estructuras que controlan el crimen en la ciudad, para avisar que ese territorio les pertenece.

Ilustración por Clementina León/VICE News. (Basada en fotografía de EPA).

Belén Altavista es una serie de callejones estrechos, unidos por una avenida grande que conecta con la montaña. De una calle a otra se puede pasar de un estrato 4 (medio-alto) a un estrato 2 o 3 (bajo). Sus calles son además fronteras invisibles que los vecinos no pueden cruzar.

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Aquel domingo, Isis, que ahora trabaja por los derechos humanos de su comunidad, nos lleva por toda la zona hasta llegar a una escuela junto a la Biblioteca Pública de Altavista, uno de los proyectos de inversión de la alcaldía en zonas marginadas. Un grupo de mujeres de varias edades estudia ahí el bachillerato los fines de semana. Todas piden hablar en anonimato por miedo a represalias.

“Ellos cobran vacuna y quitan las escrituras de las casas. En mi barrio ya hay 20 desplazados. Mi hijo no podía venir a visitarme porque hizo el servicio militar”, dice una de las mujeres. “Una banda mató a mi marido y otra me amenazó de muerte. Me tuve que ir”, cuenta otra. “Si no les guardas el arma, te tienes que ir o te sacan muerto”. “Cada barrio tiene un sector y en una calle cambia el grupo. En mi barrio hay tres disputándose la zona. Hay partes donde no podemos pasar y tienes que dar toda la vuelta para llegar a la casa”.

Desde los 13 años, Isis empezó a recorrer la ciudad y a conocer a gente de todos los combos. “Mis amigos terminaron siendo los jefes paramilitares de toda Colombia”, explica esta mujer de 38 años, que durante un tiempo fue proxeneta. “No vendíamos sexo, vendíamos alegría”. Ella logra cruzar esas fronteras invisibles en buena parte de la ciudad por su cercanía con Ericson Vargas, alias Sebastián, un antiguo jefe del tráfico de drogas en Medellín, que hoy cumple condena en Estados Unidos. “Yo tenía 20 años, no me fijaba quién mataba a quién. Cuando uno se daba cuenta, se quedaba callado y si era un amigo mío, uno lo tenía que abrazar. Uno nunca tuvo derecho a preguntar”.

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Ilustración por Clementina León/VICE News.

En las últimas tres décadas, el crimen en Medellín ha evolucionado y hasta hoy se mantienen dos estructuras hegemónicas, que el experto Fernando Quijano define como “paramafiosas”: la Oficina de Envigado, heredera del Cártel de Medellín y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), también conocidas como Urabeños o Cártel del Golfo.

“La mafia es ese pulpo con tentáculos que se mete con todo lo que signifique poder y dinero. Pero es una mafia que se ha fortalecido con el paramilitarismo”, explica el director de la Corporación para la Paz y el Desarrollo Social en la segunda planta de su sede, a la que va todos los días protegido por guardaespaldas.

Si bien es difícil saber cuántas bandas existen en Medellín y si dependen de una de estas dos estructuras, Quijano calcula que operan unos 350 combos, algunos con hasta 35 años de antigüedad. “Altavista es el nuevo escenario de guerra. Todo eso es el gran corredor estratégico. El paso de la mercancía para el mundo. Esto no es un debate sólo por una plaza de vicio, por la vacuna (extorsión). Hay el micro y el macro. Nadie desprecia un dólar”, dice Quijano.

Medellín tiene puntos rojos, pero su tasa de homicidio es mucho menor a la de ciudades como Cali (56) o Buenaventura (40). El Jardín Botánico y el Parque Explora albergan cada año eventos como la Fiesta del Libro. Los últimos alcaldes han hecho una gran inversión en urbanismo y movilidad, como los metrocables, que dan acceso a varias de las comunas adheridas a sus laderas. Varias organizaciones, como Casa de las Estrategias, y otras organizaciones de la sociedad civil, han trabajado durante años para aprender de su pasado violento.

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Pero en Medellín, también existe El Barrio Antioquia, donde cualquier persona, hasta un extranjero, puede ir a comprar droga sin que la policía intervenga. Y, en varias partes de la ciudad, ya no se mata, pero el crimen sigue ahí, con una lógica diferente, más empresarial. Son bandas diversificadas como Los Triana, que según Quijano, controlan el negocio de los embutidos, los lácteos, la harina y las arepas. En Altavista, según la Defensoría, las empresas de construcción pagan por cada viaje de sus volquetas 35.000 pesos (unos 10 dólares) a Los Chivos y otros tantos a Los Pájaros. Los buses, 40.000 (12 dólares) semanales a cada grupo.

“Las masacres de miles de muertos no le sirven al negocio. En la época de los 90, estaba metido el Cártel de Medellín, Los Pepes, milicias, bloques de búsqueda de los policías. Para mi es una ciudad de volcanes inactivos. Cuando hay guerra hay muertos. El tema de los pactos ayuda a manejar ciertos temas. No hay manera de gobernar esta ciudad sin pactar”, dice Quijano.

Isis nos lleva a otra zona, cerca del centro de la ciudad, controlada también por un combo de La Oficina. Ercinia, una indígena desplazada por la guerrilla, vive hacinada con su familia en una casa en medio de un callejón donde decenas de personas compran y consumen droga. Dice que, a pesar de las amenazas del Ejército de Liberación Nacional (ELN), quiere volver a su comunidad. Su plan es pedirle dinero al jefe del combo para el pasaje de regreso.

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Ilustración por Clementina León/VICE News.

Sus sicarios le dejaron con la mandíbula destrozada y dos profundas cicatrices que le cruzan las mejillas después de 19 cirugías, pero a principios de los 80, cuando el agente Darío Gutiérrez era un veinteañero inexperto que patrullaba las calles de Medellín y sus alrededores, para él era sólo un sobrenombre: El Patrón. Hasta donde recuerda, la primera vez que se atrevió a preguntar quién estaba detrás de ese apelativo tan común en el campo de Antioquía, fue en un retén cerca del Aeropuerto Internacional. Le pidió a un conductor que le dejara revisar su coche.

— No va a poder ser, porque lo que llevo es un encargo para El Patrón, le respondió.

— Ah, ¿Y quién es ese patrón?

— Pablo Escobar.

Ese nombre no le dijo nada. De todas formas, el agente Gutiérrez y sus compañeros decidieron que era mejor que el conductor se marchara sin revisión, porque sospechaban que el incesante rumor sobre ese hombre misterioso significaba peligro.

Los siguientes días preguntó por el tal Escobar: “Me dijeron que era un hombre que hacía dos cosas: buenas y malas”, dice Gutiérrez con una dicción maltrecha por sus secuelas desde el local en el que dirige la Fraternidad de Personas con Discapacidad de la Policía Nacional de Antioquía. Muchos de sus miembros ingresaron, como él, por la guerra contra el narcotraficante. Pero en esa época en la que patrullaba no habían llegado los continuos tiroteos, los secuestros, las bombas, esa violencia que ninguna ciudad latinoamericana ha visto desde entonces. El primer síntoma de que Pablo Escobar y otros traficantes como Griselda Blanco y los hermanos Ochoa, estaban exportando cocaína a Estados Unidos no fue el plomo, sino la plata.

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Juan Carlos Velázquez, un conocido cura que trabaja en las comunidades de Medellín, recuerda que a su padre, que era pintor de brocha gorda, de repente le empezaron a pagar el triple por pintar una pared. “Se creó una cultura de lo fácil, de lo material, cuando murió Escobar, ya nadie quería trabajar por el precio de antes”, dice.

Santiago Salazar, que vivía en una zona acomodada a las afueras de la ciudad, dice que empezaron a llegar nuevos vecinos, de familias desconocidas, que le invitaban a pasar un fin de semana en Miami. Sus padres nunca le dejaron.

Cuando Juan Gómez dirigía El Colombiano, el principal periódico de la ciudad, un día recibió la visita de Pablo Escobar y un sacerdote. Fue la única vez que vio al narcotraficante en persona. Le sorprendió que se alejaba de la imagen arquetípica de traqueto: vestía de manera sencilla, sin cadenas de oro ni relojes aparatosos. El sacerdote le pidió a Gómez que publicara una nota sobre las casas que Escobar estaba construyendo en Medellín para las personas más necesitadas. El director, se negó. “Yo no puedo ser el ascensorista de nadie”. Escobar guardó silencio hasta el final. Lo único que dijo fue: “Le entiendo doctor, no necesito que publique mi nombre, pero sí la obra”.

En el Medellín de los 80, una ciudad conservadora y desigual, el dinero de la cocaína era una promesa de ascenso social en una sociedad inmóvil y una nueva oportunidad de hacer negocios para la élite.

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“En la cultura paisa se rinde mucho culto al poder de la riqueza y no hay ningún límite ético para enriquecerse, y no te estoy hablando de los chicos, te estoy hablando de la clase empresarial. Ya habrás escuchado la expresión ‘consiga la plata mijo, consígala bien conseguida, pero si no, consiga la plata’”, dice Max Yuri Gil, sociólogo y experto en crimen.

Pero llegó el plomo.

Después de que el Cártel de Medellín matara al ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, el 30 de abril de 1984, empezó la persecución contra los grandes narcotraficantes. En Medellín, en 1985 la tasa de asesinatos llegó a los 113 por cada 100.000 habitantes, unos números similares a las ciudades más violentas de hoy. En los siguientes años creció exponencialmente hasta que en 1991 marcó un récord histórico. En los años más violentos de Ciudad Juárez, su tasa era algo más de la mitad. Ninguna ciudad de América Latina tiene una memoria de la violencia tan latente como Medellín, porque Escobar retó al Estado con el sicariato y el terrorismo. La violencia salió de las comunas para arrasar la ciudad.

A Santiago Salazar le mataron a su hermano Juan Pablo el 23 de junio de 1990, en la masacre del bar Oporto. Un grupo de encapuchados irrumpió en el local, una conocida discoteca de niños bien en las afueras de Medellín. Murieron 25 jóvenes.

Cuando en 1987 Juan Gómez era candidato a alcalde, un grupo de sicarios llegó a su casa para secuestrarle. Él y uno de sus hijos los repelieron a tiros. Dos años después, ya electo, decretó toque de queda: los coches no podían circular desde las 10 de la noche hasta las 5 de la mañana y si alguno lo hacía debía encender la luz de la cabina. “No podía dar gusto a todos, la gente se quejaba y con razón porque Escobar sí podía circular libremente”. Las bombas del Cártel de Medellín se habían hecho frecuentes como reacción a la decisión de extraditar a los narcotraficantes a Estados Unidos. Su lema: “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”.

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Para el agente Gutiérrez, El Patrón se materializó una madrugada lluviosa y de niebla espesa de 1988. Ya no era un patrullero inexperto, sino un policía en el bloque de búsqueda de Escobar. La policía tenía un informante que les aseguraba que el narcotraficante estaba en el municipio de San Luis. Llegaron a las 4 de la mañana. Gutiérrez apenas podía ver por la niebla, pero divisó una puerta vacía de una finca y paró el coche. Dos hombres, muy educados, se acercaron. “A la orden, ¿están perdidos?, ¿en qué les podemos ayudar? Era el primer círculo de seguridad. Estaban armados con R-15.

Un compañero de Gutiérrez se puso nervioso e intentó sacar el arma. Lo siguiente que recuerda es ver un charco de sangre, dientes en el suelo, su brazo agujereado. “Pensé que iba a morir, pero no”, dice Gutiérrez. Lo trasladaron primero en una patrulla y después en un helicóptero. Un par de años después la policía lo dio de baja por incapacidad.

Escobar murió el 2 de diciembre de 1993, pero un cuarto de siglo después, a pesar de los enormes esfuerzos de la ciudad para consolidarse como una referencia empresarial, cultural e innovadora, para cualquier extranjero sigue siendo la persona más famosa de Medellín. Quizás, con Gabriel García Márquez, la más famosa de Colombia.

En nuestros primeros días en la ciudad le preguntamos a una joven activista que había nacido poco antes de la muerte del capo, qué significaba Escobar para ella. “Un personaje de televisión”, nos respondió. Durante dos meses preguntamos lo mismo a decenas de personas. La respuesta más repetida fue un “genio del crimen y un asesino”.

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Más allá de que para los extranjeros Escobar se haya convertido en una figura de la cultura pop, en Medellín nuestras fuentes coincidían en que cambió la mentalidad de toda una sociedad: al lado del arquetipo del arriero puso la figura del narcotraficante.

“La imagen de Escobar se ha idealizado sobre todo en dos sentidos: uno en la de un hombre que se hizo a pulso y fue muy poderoso y la otra en una persona que luchó contra el Estado y que fue sacrificado. Eso habría que revisarlo, hacer memoria, porque era un completo criminal”, dice Max Yuri Gil. “Lo que pasó es que el narcotráfico terminó siendo como las meninges que recubren el cerebro, hay tantos vasitos comunicantes que es muy difícil acabar con eso. Yo creo que deberán pasar varias generaciones”.


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Ilustración por Clementina León/VICE News.

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La primera vez que el padre Juan Carlos Velázquez invitó a almorzar a los 12 jefes de combo del barrio Alfonso López, en Castilla, pasó una ponchera para que cada uno dejara su arma, les pidió que no dijeran malas palabras y que no usaran el celular. “Me tocó jugármela toda. O salíamos vivos o salíamos muertos”, cuenta el sacerdote. Aquel día, hace más de diez años, empezaron una serie de reuniones mensuales en las que les pidió que no mataran en las iglesias y las escuelas, después que no se metieran con niños ni con ancianos y que redujeran las plazas de vicio. Al final, les rogó que se dejaran de matar.

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“Hicimos de Castilla un oasis”, recuerda Velázquez, un hombre de pelo largo y canoso que parece más un rockero que un sacerdote.

Desde hace años, el padre ha hecho lo que muchos políticos ocultan: pactar con el crimen. En julio de este año, por ejemplo, el entonces secretario de seguridad, Gustavo Villegas, fue detenido por supuestamente incurrir en prácticas ilegales al negociar con jefes de La Oficina a cambio de resultados en materia de seguridad.

Hay una vieja tradición de pactos en Medellín. En 2009, Velázquez fue parte de la “Comisión de Notables” que logró una tregua entre Sebastián y Valenciano, jefes de La Oficina de Envigado, que llevaban más de un año en guerra. Cuatro años después participaría también en el “Pacto del Fusil” entre La Oficina y Los Urabeños.

“Las cifras de homicidios demuestran que el pacto sigue. Lo que pasa es que los mandatarios han tenido una visión muy corta y no han aprovechado para desarticular los combos”, explica el padre.

Hace dos años, cuenta, Federico Gutiérrez lo visitó durante su campaña a la alcaldía. “Le dije que hiciera como Sun Tzu en el Arte de la Guerra: apriete con la ley pero de una salida digna. Cuando a un animal usted lo encierra, se vuelve mucho más agresivo porque la única salida es la violencia”.

Aunque ya no trabaja en Castilla, Velázquez va casi todos los miércoles hasta allí para seguir con su trabajo de paz en el barrio. Uno de esos días, miraba complacido a más de una decena de chavales de un combo. El cura estaba en la segunda planta de un edificio y algunos de los hombres a los que un día pidió que se dejaran de matar, estaban tumbados en un mat haciendo yoga.

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Una mañana de agosto, James Zuluaga se aúpa sobre las ruinas de piedra de una trinchera desde donde hace más de una década los milicianos vigilaban toda la Comuna 13, un histórico barrio de Medellín en el que Zuluaga nació hace 30 años y en el que no recuerda vivir un sólo día sin grupos armados: milicias, paramilitares, combos y militares. A veces dominando, otras peleando el territorio con días seguidos de balaceras. Para llegar aquí ha subido unas escaleras infinitas, ha cruzado callejones con casas apiñadas y ha dejado atrás La Escombrera, una enorme pila de residuos en la que la memoria de la comunidad y el testimonio de algunos paramilitares desmovilizados dice que hay al menos un centenar de cuerpos enterrados. Después ha ido por un pequeño camino de tierra rodeado de antiguas casas de seguridad donde se torturaba y mataba durante los años en que la guerra colombiana también se combatía en estas calles.

La Comuna 13 que ve desde lo alto Zuluaga, un chico musculoso que viste una camiseta blanca ceñida y jeans, es muy diferente a la del relato oficial. Medellín es una ciudad de capas en constante tensión entre lo que fue y lo que quiere ser, y este barrio de 160.000 habitantes es un claro ejemplo. La historia de sus ciudadanos y de las autoridades tomaron caminos separados a partir del 16 de octubre de 2002, con la Operación Orión, la intervención militar urbana más grande de la historia de Colombia. Durante tres días, unos 1.000 hombres entre policías y militares, se enfrentaron a los últimos grupos de milicianos (las facciones urbanas de la guerrilla) en la ciudad.

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Para el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe, la operación fue un éxito que pacificaba la comuna. Pero, para muchos habitantes como Zuluaga, y como se demostraría con los años, la Orión fue también la entrada del paramilitarismo y el germen de los combos que hoy dominan cada sector de la comuna.


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Ilustración por Clementina León/VICE News. (Basada en fotografía de EPA).

Después de la Orión, el ayuntamiento de Medellín y los empresarios de la ciudad hicieron una gran inversión en la zona —155 millones de dólares— y hoy se observan tours de extranjeros que visitan los graffitis o sus célebres escaleras eléctricas. La comuna empezó a emerger durante las administraciones de Sergio Fajardo (2004-2007) —actual candidato a la presidencia— y Alonso Salazar (2008-2011), justo cuando comenzaba el “milagro de Medellín”, con su inversión social para frenar la desigualdad y la violencia.

Fajardo se retiró de una entrevista con VICE News sobre este tema. “No tengo tiempo para esto”, dijo. El alcalde actual, Federico Gutiérrez, nunca nos dio una entrevista a pesar de pedírsela durante casi dos meses.

“El homicidio depende fundamentalmente de los arreglos o desarreglos en el crimen organizado, no de las políticas públicas”, dice Jesús Ramírez, ex secretario de Seguridad durante el gobierno de Salazar. “La Don Bernabilidad, el acuerdo entre Sebastián y Valenciano o El Pacto del Fusil son ejemplos de que los homicidios son un indicador manipulable”.

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La Medellín del enorme descenso de los asesinatos es real, pero también la de una violencia transformada en control territorial. Aún en los últimos años, después del Pacto del Fusil, Zuluaga se ha tenido que desplazar temporalmente cuatro veces por las amenazas de los combos. Para caminar por la Comuna 13 y hacer su trabajo social, tiene que dialogar con ellos.

Baja de la trinchera y camina hasta una casa azul para saludar a un grupo de chicos que pertenece al combo de ese sector. Según sus cuentas, hay 39 combos, uno por cada sector de la comuna. “Todos los negocios pagan extorsión, si eres un comerciante más pequeño dependes del jefe del combo, pero de todos modos tienes un control social”. A pocos metros un grupo de turistas empieza su recorrido.

***

En la sala del departamento, un pequeño espacio de soltero en una urbanización, cuelgan tres cuadros que, dice, le regaló Pablo Escobar. También máscaras diabólicas y macabras, como una reproducción de una de Hannibal Lecter. La nevera está forrada con un diseño de Heineken, la cerveza favorita del capo. Él no vivió la transformación de Medellín, porque estuvo en prisión 23 años, y su casa, sin apenas muebles, es un homenaje a esos años en los que era uno de los sicarios de confianza de Pablo Escobar.

Si alguien en esta ciudad, que intenta escapar de la imagen mafiosa, está orgulloso de proclamar que él es la “Memoria del Cártel” ese es John Jairo Velásquez, alias Popeye. “Medellín era una ciudad bonita, porque era verde, pero insignificante antes de Pablo”, dice con su lenguaje directo y a mil por hora.

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El departamento está en Itagüí, el mismo municipio del área metropolitana de la ciudad donde creció con tres ídolos: el mafioso Fernando Galeano, un coronel del Ejército, y Scarface interpretado por Al Pacino.

— Vi la película y enseguida quise ser como él.

— Pero Scarface acaba muy mal.

— Sí, pero cuando ves eso piensas que puedes hacer las cosas mejor. Y yo lo superé.

Antes de empezar la entrevista, Velásquez contesta una llamada y pone el altavoz para que la escuchemos. Suena la voz de un amigo que está pensando en volver a Medellín después de escaparse amenazado. Le pide consejo: “Sí, me parece buena idea, y si no ya sabes…”, dice guiñando un ojo y riéndose.

Popeye es lo que se conoce en Colombia como un culebrero, una especie de encantador de serpientes, simpático, parlanchín, que enseguida busca y consigue la complicidad de la persona que tiene enfrente, pero también es brutal: “Para contar la historia vamos a ir por pedazos, como el descuartizador”.

Pasó un tiempo en la Marina, de ahí su apodo, y después de meterse al crimen acabó matando a Galeano. Pero ya tenía un sustituto en su santoral: Pablo Escobar. A sus 55 años sigue en forma y, aclara, sigue siendo un asesino, no porque mate sino porque su teoría es que un asesino siempre será un asesino. La primera vez que mató fue a un conductor de bus que había matado a la madre de un amigo de Escobar.

— ¿Sentiste algo?

— No, cero.

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— ¿Tenías una idea de qué era matar?

— No, porque vivíamos en la cultura de la violencia, que es lo que nos enseñaron. Y en un mundo violento tienes que ser muy violento.

— ¿Y cómo se lleva?

— No, bien.

— ¿Y no te arrepientes?

—Tú estás hablando con un asesino profesional, no tomo pastillas para dormir, no tengo taras ni huevonadas. Para dormir, la cosa es muy fácil: me quito las medias, los zapatos, el blujeancito, me quito la camisetica, estoy acostumbrado a dormir en calzoncillos por la guerra y todo eso, me acobijo, cierro los ojos porque parezco la muñeca de un rico, apenas me quedo dormido, duermo más que la verga del Papa, duermo más de nueve horas.


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Ilustración por Clementina León/VICE News.

Hoy, además de asesino, Popeye es una estrella mediática: ha escrito un bestseller sobre sus memorias, tiene una serie de televisión sobre su vida y es un youtuber con más de medio millón de seguidores. Su canal se llama POPEYE_ARREPENTIDO, aunque nunca ha mostrado arrepentimiento por los 257 asesinatos que ha cometido y los miles que ha ordenado.

Desde que salió de la cárcel le gusta hablar de política, “de los verdaderos mafiosos”. Se declara de extrema derecha y odia a gente como Timochenko, el líder de las FARC o Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela.

Lo que muchos críticos de Popeye se preguntan, es cuánto tiene que ver ese personaje mediático, el sicario, con su vida actual. Hace unas semanas fue capturado Juan Carlos Mesa, alias Tom, en un pueblo turístico de Antioquia mientras celebraba con todo lujo sus 50 años. Popeye estaba ahí. La fiscalía investiga sus nexos con el crimen organizado y ha pedido que se revoque su libertad condicional.

A los pocos días, hizo una encuesta en su cuenta de Twitter, @Popeye_Leyenda, un nombre más acorde a la imagen que tiene alguien que muchas veces habla de sí mismo en tercera persona. Preguntó a sus más de 50.000 seguidores qué querían para él. El 50 por ciento contestó "Cárcel". El 19 por ciento "Muerte". El 31 por ciento "Libertad y Felicidad".

Cuando camina por la ciudad, uno de los ejecutores de la época más violenta de Medellín, escucha insultos, pero también felicitaciones.

“Es esa imagen del paisa frentero, autoritario. El tipo pasó 23 años en prisión, listo, pero que sea una figura pública es un problema de esta sociedad de doble moral”, analiza Max Yuri Gil. “Me parece que la gente que lo aplaude está muy enferma”.

Ilustración por Clementina León/VICE News. (Basada en fotografía de EPA).

En los últimos años han proliferado los tours turísticos para visitar la hacienda Nápoles, la tumba de Escobar, el edificio Mónaco, los lugares emblemáticos donde el mayor capo de la historia vivió y murió.

En la peluquería y tienda de souvenirs de Yamile Correa, Charles Chaplin está relegado a un pequeño cuadro en la pared del fondo, porque aunque ella siempre ha admirado a Charlot y por eso decidió bautizar así su negocio, hace un par de años su marido veía que cada día pasaban turistas por el barrio Pablo Escobar, que el narcotraficante construyó en los 80 para reubicar a personas que vivían en un basurero. Le aconsejó que cambiara el nombre del negocio por el de otro señor con bigote. Desde entonces, la peluquería se llama El Patrón y la cara del traficante le sirve para vender llaveros, camisetas y hasta café.

En el barrio, como en el resto de Medellín, hay combos, pero los muchachos también se dedican en su tiempo libre a hacer de guías turísticos por una propina. Llegamos con Isis. Con su estilo improvisado, sabía que se encontraría a algún conocido. Nada más bajar del taxi, nos hace el contacto para que uno de estos chicos pasee con nosotros. Se llama Juan Pablo y él no había nacido cuando Escobar murió, pero cuenta las historias que su padre le transmitió y un guión que ha aprendido en su faceta de delincuente-guía. Él se encarga de la parte alta del barrio. Allí muestra el terreno de una de las fincas de Escobar. Lo que le parece más reseñable son los túneles por los que escapaba de las autoridades y los restos de las caletas en las que guardaba dólares y armas.

La visita es un ejercicio de imaginación o de fetichismo, porque apenas quedan restos. Escobar tenía aquí dos fincas, la que queda en pie es un centro para la reparación de víctimas. Desde el terreno de la otra hacienda se puede ver ese Medellín verde y lleno de cerros que, si hacemos caso a las películas, Escobar miraba como si fuera suyo.

Para la parte baja del recorrido nos espera Diego, 19 años. Lleva gorra y tiene sonrisa de pícaro y media melena. Él está parado al lado de un mural que retrata a Escobar con esa bondad que se desprende en las imágenes de los santos. Arriba del mural, está una virgen. Diego es el que nos lleva a la peluquería de Correa. Allí se sienta en una de las sillas y se queda esperando su propina.

Antes de despedirnos le preguntamos:

—¿Para ti quién es Pablo Escobar?

—Mi patrón, así aunque esté muerto.

***Los datos de este texto provienen de las Estadísticas vitales Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), y del Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia (SISC) basadas en datos del INML, SIJIN de la Policía, CTI de la Fiscalía.

***El dato de homicidios en 2017 se actualizó en cuanto se tuvo el cierre del año.

Todas las ilustraciones son de Clementina León.

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