a
Foto: Alejandro Mendoza.

FYI.

This story is over 5 years old.

Semana Marihuana

“Sí deja dinero esta madre”: Hablamos con dealers mexicanos sobre su trabajo

“Entre mis clientes hay amas de casa, empresarixs, abogadxs y señorxs con buenos ingresos, educación y trabajos”.

“Empecé a vender marihuana porque pasé por una mala racha económica, no encontraba trabajo aunque tengo una carrera, y tenía que mantener a mi hijo”, me cuenta Gemma*, una dealer de 57 años mientras endulza su café en un restaurante de Ciudad de México. Como muchos que no cumplen los requisitos para ser contratados por alguna empresa o, si los cumplen, no les alcanza con los sueldos, esta madre soltera ha encontrado una alternativa al desempleo en la venta de marihuana al menudeo.

Publicidad

El panorama en México no es bueno: se cree que este 2018 la tasa de desempleo crecerá y el número de personas con empleo informal, sin prestaciones y vulnerable, aumentará, según datos de la Organización Internacional del Trabajo. Gemma vende marihuana desde hace más de diez años porque, asegura, a su edad es todavía más difícil conseguir un buen trabajo. “Me dedico a esto porque gano más que en una oficina, vivo mejor y tengo mis propios horarios”, me dijo.

Le pedí a algunos de los colaboradores de VICE en Español que contactaran a sus dealers y platicaran con ellos sobre su trabajo, los problemas que han tenido por dedicarse a una actividad ilegal y cómo es que alguien termina ganándose la vida a través de la venta de marihuana.

Toribio*

Por Jorge Damián Méndez Lozano.

Mercancía de Toribio. Foto: Jorge Damián Méndez Lozano.

Antes de ser dealer, Toribio trabajó como repartidor del restaurante El Pollo Loco en una ciudad del norte de México. Hace ocho años, un vecino le ofreció trabajo: “La onda era cruzar 30 kilos de mota a Estados Unidos junto a un tipo a quien nunca había mirado”. Decidió aventarse el jale como copiloto. Cuando llegaron con el agente, el piloto se puso nervioso y los mandaron a revisión secundaria. Ahí salió lo que llevaban. Toribio tenía 17 años. “Mi amigo me dijo que me enviaba de copiloto porque, si nos agarraban, había más oportunidad de zafarme si decía que no sabía nada”. La libré, pero el otro tipo se quedó nueve meses detenido.

Publicidad

Un año después, el mismo vecino le preguntó si quería comprarle un kilo de marihuana para que lo vendiera entre mis conocidos. Me cuenta que el kilo le costó tres mil pesos y con él hizo 65 bolsas de a 100 pesos. “Saca cuentas, sí deja dinero esta madre”, asegura Toribio.

Actualmente cuenta con ocho años en el negocio y dice que nunca falta el dealer que llega tarde, deja de contestar el teléfono o da cantidades muy culeras. “No debes pasarte de vergas ni ponerte como diva o tratar mal a los clientes”, aconseja. “Tampoco debes hacerlos esperar mucho porque te dejan de marcar. Nadie soporta malos tratos”. Toribio no hace eso. Cuando le llega mota “de esa morada o medicinal” que le traen de San Diego, le manda mensajes a sus mejores clientes para que sepan que hay algo nuevo. Si los clientes son de mucha confianza, a veces les pide que vayan a su casa, si no, él va a las suyas. “En este negocio todos le compramos a alguien, por eso intento tener dos o tres proveedores por si uno falla”, explica.

“Los clientes de weed son menos molestos porque compran de día, no de madrugada. Ellos sí duermen”.

Toribio tiene clientes variados: desde estudiantes de preparatoria y locutores de radio, hasta profesoras, meseros, bailarinas y cocineros. “Hay una pareja que me cae bien. Son pintores pero como les va medio mal, ahora venden tacos de pescado. Cuando me hablan, les llevo 200 pesos y me invitan los tacos que no se vendieron”, cuenta. “Hasta me piden que les ponche el churro porque son medio pendejos y no saben forjar”.

Publicidad

Un tiempo también vendió y consumió cocaína, pero cuando la quiso dejar, supo que también tenía que dejar de venderla. “Los clientes de cocaína son muy enfadosos —cuenta—te llaman un chingo de veces a las cinco de la mañana como si fueran las tres de la tarde, no te dejan dormir y se ponen locos si no contestas. Los clientes de weed son menos molestos porque compran de día, no de madrugada. Ellos sí duermen”.

“Lo malo de este trabajo es que si te apendejas ya no haces otra cosa con tu vida. Llevo ocho años en esto aunque tengo una carrera”.

Cuando no está ocupado con las entregas, tiene mucho tiempo libre. Por las mañanas ve la televisión, hace las bolsitas con mota que vende y en las tardes va al gimnasio. Gana cerca de cuatro mil pesos a la semana. “Lo malo de este trabajo es que si te apendejas ya no haces otra cosa con tu vida. Llevo ocho años en esto aunque tengo una carrera”, asegura. La parte divertida es que fuma mota todo el día. “No recuerdo cómo es no estar grifo. Ahorita lo estoy. Los clientes me invitan a fiestas y carnes asadas. Éste es un buen trabajo porque tienes libertad, la mota que te fumas no te cuesta y sobre todo, soy mi propio patrón”.

“Lanza”*

Por Luis Carreño.

La mota que vende “Lanza”. Foto: Luis Carreño.

“Lanza” es un dealer que me rescató de la decepción en que muchos dealers nos dejan con sus malos tratos. Estudió administración de empresas pero empezó en este negocio por necesidad y ambición. Su primer trabajo en la venta de mota fue como repartidor de alguien más. “Se vendía en mayores cantidades y había menos persecución”, cuenta sobre una época, hace décadas, en la que su oferta era de marihuana y cocaína.

Publicidad

Cinco años después, “Lanza” emprendió una actividad de narcomenudeo similar, pero lejos de sus clientes y empleadores anteriores, como muestra de respeto. Los aspectos en que más se interesó para seleccionar sus productos y venderlos fueron la pureza y la calidad: “Bueno, bonito y un poquito caro”, dice. Decidió hacerlo así porque si no, “chingas el negocio, chingas a la gente, chingas tu bolsa y te chingas a ti mismo”.

Aunque “Lanza” nunca ha tenido problemas con la policía, pero con los dealers de otras zonas que lo detectan como competencia, sí. Hace un año, en Santa Fe (el distrito financiero de Ciudad de México), un grupo de vendedores de la zona lo despojaron de su mercancía y sus teléfonos celulares a punta de pistola.

“Lanza” compara su trabajo con el de los políticos y lo define como un medio de supervivencia. No siente que esté haciendo daño a la sociedad, ya que no obliga a sus clientes a consumir.

“Lanza” compara su trabajo con el de los políticos y lo define como un medio de supervivencia. No siente que esté haciendo daño a la sociedad, ya que no obliga a sus clientes a consumir. Cree que la legalización es una utopía lejana y que a pesar de que se consumara, el mercado negro no terminaría de existir debido a la inflación con la que llegarían al mercado sustancias como la marihuana. “Lanza” confía que esa misma mercancía legal podría llegar a conseguirla a mitad de precio y también cree que el negocio del narco es una actividad lateral del poder político.

Publicidad

Él consume drogas para probar por sí mismo la calidad de su mercancía. No las utiliza durante horas de trabajo, pero al final del día, con la cortina del changarro cerrada, consciente sus antojos sin discriminar entre sustancias.

“El Ajonjolí”*

Por Rogelio Velázquez.

“El Ajonjolí”. Foto: Roger Velázquez.

El Ajonjolí tiene 32 años. Comenzó a vender marihuana junto con unos amigos con los que repartía agua potable. Era el año 2003 y tenía 17 años.

Desde la primera vez que vendió supo que era bueno para el bisne. Con el paso del tiempo afianzó su negocio en la delegación Azcapotzalco, al norte de la Ciudad de México. Mientras él vendía mota, su mejor amigo comercializaba piedra (crack). Así, los negocios de uno no interfirieron con los del otro y la amistad se mantuvo.

Después entró a la universidad, pero dos semanas después lo detuvieron por cargos de robo y secuestro. Estuvo nueve meses en el Reclusorio Norte, hasta que no se pudo comprobar su culpabilidad. Al salir, regresó a su negocio y a la escuela.

Comenzó a vender droga entre sus amigos de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la más grande del país. Le iba bien y a veces ganaba hasta mil pesos al día, un buen ingreso para un estudiante promedio. Su mercancía se popularizó y expandió sus ventas a terrenos fuera de la Ciudad Universitaria.

Hoy su negocio continúa floreciendo. Gana un promedio de 30,000 pesos (unos 1,600 dólares) al mes, aunque a veces puede ser más. “Como en todo negocio, hay días buenos y días malos. Como nunca sabes qué tal estará el día, yo trabajo diario”, cuenta.

Publicidad

Vende en toda la ciudad. Lo buscan por WhatsApp, le mandan su ubicación y él va en su carro a entregar. El trabajo tiene su riesgo. Una vez le pusieron un cuatro con unos judiciales. Lo golpearon, le quitaron el dinero y tuvo que cambiar de número de teléfono, por seguridad. “Han matado a amigos míos —cuenta—. Las cosas están calientes en la ciudad y no sabes ni con quién te topas. Hay que cuidarse de los policías porque si te agarran, te piden 10,000 pesos (555 dólares, aproximadamente) para seguir trabajando. Pero si te agarran los judiciales, te piden hasta 100,000 (5,555 dólares). Si sabes negociar, lo bajas a un tercio… pero sí te ponen una buena madriza”.

“El Ajonjolí” asegura que pesar de haber aumentado la presencia de cárteles en la ciudad, la venta ha subido: “Siempre va a existir gente que quiera la mercancía, y yo se la vendo”.

A “El Ajonjolí” le gusta el futbol: le va a los Pumas, y hace años llegó a formar parte del equipo representativo de las facultades de la UNAM, pero la dinámica del negocio lo retiró. Me cuenta que el trabajo es tan demandante que ya casi no va a fiestas, pero escucha salsa, corridos y reguetón. Se despierta como a las once de la mañana y no deja de trabajar hasta las dos de la madrugada del día siguiente.

Aunque comercializa otras drogas, la mota es su fuerte. La conoce, sabe venderla y se siente cómodo haciéndolo. No se enfoca en otros productos como la cocaína, porque la demanda es tanta que los problemas para venderla son mayores. Todos quieren acaparar ese mercado. Me asegura que sus amigos son los creadores de la Happy Face —una variedad de éxtasis—, y aunque ha consumido todos los platillos del menú que ofrece por WhatsApp, ahora sólo fuma marihuana.

Publicidad

Cuenta que algún día se va a retirar del negocio. “Yo creo en unos 10 años. Por ahora debo de hacer más dinero para poner un negocio propio. Necesito tener algo mío”. Cuando le pregunto qué negocio le gustaría tener, dice que no lo ha pensado bien, pero lo que sí quiere es titularse pronto. “Aún debo siete materias y la verdad sí quiero acabar. Mi idea es dar clases de matemáticas medio tiempo y vender mota la otra parte del día. Por lo menos en los próximos 10 años”.

Gemma*

Por Alejandro Mendoza.

“Gemma” le pone dos sobres de azúcar a su café. Foto: Alejandro Mendoza.

Hace diez años Gemma pasó por una mala racha económica. Con 47 años, divorciada y un hijo que mantener, comenzó a vender marihuana. Con el tiempo y a través de conocidos, Gemma encontró un nicho en la Ciudad de México: adultos de clase media alta y alta, que consumen marihuana pero no saben dónde conseguirla. Actualmente Gemma trabaja todo el día, aunque prefiere no hacerlo en la tarde, por el tráfico de la ciudad. Sus ventas mensuales ascienden los 200,000 pesos (más de 11,000 dólares).

Gemma es una mujer de rasgos duros, voz amable y la piel tostada. No cumple con el estereotipo que la cultura popular pinta de un narcomenudista: hace entregas en su camioneta mientras escucha La Nueva Amor, una estación de radio de música romántica. La acompaña su perrita. Su aspecto no levanta sospechas ni desentona cuando ve a sus clientes en lugares como Polanco, Santa Fe o Interlomas, algunos de los barrios más lujosos de Ciudad de México.

Ya no acepta clientes nuevos, luego de un encuentro que tuvo con la policía federal. Un tipo la buscó diciendo que otro cliente de Gemma le había pasado el contacto. Quería cocaína. Gemma no corroboró la historia con su cliente y accedió a verse con él. Cuando llegó al lugar de la cita —el estacionamiento de un restaurante de cadena al norte de la ciudad— también llegaron elementos armados de la Policía Federal.

El tipo la había puesto con los policías. La subieron a una camioneta y comenzaron a dar vueltas. “No sé de dónde saqué tantos huevos para hablar, pero le dije al que estaba a cargo: 'A ver, ¿de qué se va a tratar?, ¿quieres un arreglo? Dímelo y no perdamos el tiempo'”. Al principio de la negociación le pidieron 200,000 pesos para liberarla. Al final sólo pago cerca de la cuarta parte. También querían que les pusiera un bisne: “¿Qué crees? Conozco a un chingo de gente pero no voy a poner a nadie porque son mis amigos”, respondió.

Después de ese día Gemma depuró su lista de clientes y ahora sólo trabaja con personas que considera seguras. “Entre mis clientes hay amas de casa, ejecutivxs, empresarixs, abogadxs, dentistas y señorxs con buenos ingresos, educación y trabajos —dice—. Tengo una clienta que dejó de tomar Rivotril y ahora fuma marihuana. Cada semana me habla para pedirme su 'medicina', como ella le dice”.

Sobre los prejuicios que tiene la marihuana en el país, Gemma cree que “tienen que ver con la desinformación y la falta de preparación de las personas, pero las cosas han cambiado”. No fuma el producto que vende y, aunque antes creía que su trabajo era algo malo, eso quedó atrás. “Ofrezco un servicio para un consumidor que no tiene opciones: es legal cargar cierto gramaje de marihuana, pero es ilegal cultivar y eso hace que las personas tengan que acudir al mercado negro. Conmigo, por lo menos, saben que soy una persona segura y que lo que vendo es de calidad”.

*Los nombres de los entrevistados fueron modificados para proteger su identidad.