DentistaTerror
Ilustración por Lenny Maya.
Salud

Historias de terror en el dentista

Hablamos con varias personas que no han tenido demasiada suerte en el consultorio del odontólogo.

Este contenido fue co-creado por Pepsodent.

Una recepción con revistas decoloradas y repasadísimas. Una luz fastidiosa que te apunta directo a la cara. Un taladrito cuyo sonido tiene un lugar ganado entre Freddy Krueger y Chucky dentro de la cultura popular. Un olor entre látex y productos de limpieza como salido de un nauseabundo laboratorio químico. Un gancho diminuto listo para excavarte los dientes. Y un doctor dispuesto a meterte la mano en la boca para desempeñar diversas y dolorosas tareas.

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Aceptémoslo. El consultorio de un dentista puede ser un lugar de terror.

Todos nos hemos preocupado por el diseño de nuestra sonrisa: ese elemento que se vuelve una de nuestras cartas de presentación más notables. También por nuestra salud bucal. Nada más alarmante que morder un helado y sentir que tus dientes se quieren romper por el frío. O tomar una taza de café por las mañanas y pensar que ingerimos fuego.

Este tipo de sobresaltos significan que tenemos que pasar por el dentista más pronto que tarde. Y aunque queramos; no podemos escapar de él así tengamos terror a vivir una terrible experiencia.

A continuación, hablamos con cinco personas sobre sus peores historias de terror sobre la silla reclinable.

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Alberto, 16. Vómito involuntario.

Cuando era más chico, hace unos siete u ocho años, mi mamá me llevaba al dentista a una de las clínicas de una universidad. Ahí los estudiantes hacen sus prácticas y básicamente cualquier tratamiento dental básico para ir agarrando experiencia para cuando salgan de la universidad. Como son estudiantes avanzados ya a punto de graduarse, hacen todo bastante bien, son dedicados y no te cobran tan caro, solo un poco para sacar lo del carnet, lo de los materiales y algo de consulta, pero no es mucho comparado con otros lados.

Mi mamá me había llevado ya varias veces y no había tenido ningún problema. Me habían hecho limpiezas, chequeos, una vez me quitaron un diente, todo bien. Empecé a seguir mi tratamiento con una estudiante específica y me dijo que iban a necesitar ponerme una corona en uno de mis dientes de abajo porque estaba fracturado de una parte y podía romperse o ponerse peor. Me tomó una placa y me pidió regresar la siguiente semana para ponérmela.

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Regresé y parecía que iba ser una cosa muy sencilla. Me pidió abrir la boca muy grande porque necesitaba espacio para colocarla, y en ese esfuerzo de abrir tan fuerte me dieron ganas de vomitar, le pegué en la mano a la doctora, y tiró la corona dentro de mi boca. Me la tragué sin querer y me espanté, y la doctora también un poco. Le dijo a mi mamá que no me la podía quedar porque podía ser peligroso y me llevó a un lavabo a vomitar. Me metió el dedo en la boca hasta que vomité dos o tres veces, medio llorando porque no quería, y salió el pedacito de resina entre el huevito revuelto que había desayunado. La lavó, la desinfectó y aún así me la puso. Acá la tengo todavía.

Fidel, 52. Aliento a lavanda.

Tenía mucho que ya no iba al dentista, de hecho nunca me ha gustado ir y ya solo voy una o dos veces al año para un chequeo normal. Esa vez la dentista me vio y me dijo que tenía un poco de placa en las muelas. Me pasó el taladrito un par de veces y me pidió enjuagarme en el lavabo que hay al lado del asiento mientras ella lavaba los instrumentos. El único vasito que había en el lavabo tenía un poco de un líquido morado que pensé era algún antiséptico, y como no me había dado agua me imaginé que con eso me debía enjuagar. Me lo eché y luego luego sentí ardor y como si la lengua se me hiciera chiquita. Como si te echaras un trago de perfume, horrible. Obviamente lo escupí rápido pero ya me había quedado un sabor exagerado en la boca que aparte me dolía, como si hubiera masticado una planta de menta. No había agua a la mano pero fui al baño a enjuagarme la boca y no se me quitaba. Pasé un ratote ahí, de verdad como 15 minutos, y no podía quitarme el sabor. La doctora me dio un cepillo de dientes para tallarme y ni así.

Me tardé y más o menos se me quitó. Le pregunté qué era y me dijo que era limpia pisos, uno con olor a lavanda que había dejado ahí después de limpiar. Medio despreocupada, me pidió disculpas y me dijo que no pasaba nada, porque yo pensaba que el líquido podía tener algún solvente o algo que pudiera hacerme daño. Pero no. Ahí quedó, no volví a ir con esa doctora y pasaron unos cinco días hasta que volví a sentir bien otros sabores. A la fecha, tengo ese olor impregnado en la nariz y me causa nauseas exageradas ver comerciales de limpia pisos de lavanda.

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José Antonio, 46. Muela equivocada.

Siempre he tenido problemas con mis muelas. Según mi dentista, tengo mis dientes muy desgastados por apretar mucho la mandíbula durante la noche. Con el paso del tiempo, mis dientes, y sobre todo mis muelas, han comenzado a sufrir roturas y descomposiciones que he tenido que tratar y cuidar para mantener mi sonrisa, aunque algunos me han causado problemas.

Hace muchos años, unos 15 quizás, comencé a sentir mucho dolor en una de mis muelas. Era un dolor sinceramente inaguantable, que se extendía a toda la cabeza y no me dejaba hacer o pensar en ninguna otra cosa. Fui con mi dentista de cabecera durante la madrugada del día que comencé con el problema porque el dolor ya era ridículo, además de que se me había inflamado la encía y el olor que desprendía la muela era muy desagradable. Fui a una clínica 24 horas. Un dentista me dijo que a la muela se le había producido una pequeña cavidad interior que había permitido un principio de infección y que se iba a tener que retirar la muela. Le creí y con tal de que se me quitara el dolor le dije que sí.

Me anestesió la zona, me sacó la muela, me cosió, me mandó algunos analgésicos y me envió a mi casa. Llegué y durante el transcurso de la mañana, cuando el efecto de la anestesia empezó a pasar, el dolor regresó. Pensé que era por la extracción de la muela, pero no; cada que me tocaba la muela de atrás de la que me fue extraída, sentía mucho dolor. Regresé a la clínica, me atendió otro doctor, y este me dijo que, efectivamente, tenía una infección en el segundo molar y que, al parecer, el dentista anterior me había sacado el diente incorrecto y por eso seguía con el mismo dolor. En ese momento, además del dolor, sentí mucho coraje y me salí del consultorio a buscar al otro dentista que ya había acabado turno. Hablé con los encargados de la clínica y me ofrecieron seguir un tratamiento gratuito, primero para quitarme la muela y después para ponerme un implante en los espacios que me habían quedado vacíos. Eventualmente todo se compuso y mis muelas quedaron perfectas. No volví a ver al otro dentista.

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Ana, 21. Convulsiones en la silla.

Durante casi toda la mi vida he jugado volleyball como deporte recurrente. Formando parte de los equipos representativos de mi escuela y practicándolo ya casi de manera semi profesional. Antes de entrar a la universidad me tocó sufrir una lesión que me marcó: caí de un salto y me rompí el ligamento anterior cruzado de la rodilla derecha. Recuperarme me costó diez meses entre operación, tratamientos y rehabilitación para volver a caminar bien y recuperar la confianza para volver a jugar.

En ese tiempo, empecé a batallar también con las muelas del juicio. Ya me había salido una de las inferiores y la del otro lado comenzaba a salirme y causarme mucha molestia porque ya no tenía espacio en mi boca. Fui al dentista y me dijo que iba a extraerlas, intentando sacar las dos en una misma sesión para que todo fuera más rápido y no sufriera tanto. Agendamos la cita, fui y me sugirió usar anestesia para el dolor, pero yo no quise porque las agujas nunca me han gustado mucho y porque según yo no me iba a doler tanto. Obviamente me equivoqué y me dolió mucho. Me pidió poner anestesia para sacar la segunda de una vez y con tal de no que no me doliera le dije que sí. Y ahí fue cuando se puso peor.

Me inyectó en la encía, me dolió normal, y empecé a sentir un adormecimiento extremo que me llevó a perder la conciencia muy rápido. Desperté muy repentinamente y espantado, según supe apenas unos dos o tres minutos después de perder la conciencia, con mucho dolor en el pecho y en la cabeza. El chico con el que salía en ese momento, y quien me acompañó al dentista, estaba al lado de mí viéndome con los ojos llorosos y temblando, y el dentista estaba hablando por teléfono y también se veía muy espantado. Me dieron agua y empezaron a calmarme, y supongo que yo a ellos, platicando un poco. Me contaron lo que pasó. Había perdido la conciencia y me había convulsionado ahí mismo, en la silla del dentista. Era la primera vez que me pasaba así que me asuste todavía más, pero, al intentar descifrar porqué había pasado, el dentista me dijo que se pudo haber tratado de un cuadro tóxico por los medicamentos que estaba tomando para la rodilla unidos a la anestesia. Fui a otro doctor que me confirmó el diagnóstico y no he vuelto a convulsionar desde entonces. No quise quitarme la muela nunca más, y dejé de ver al chico que me acompañó a las semanas de eso.

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Gema, 33. Diente volador.

Siempre me dieron mucho miedo los dentistas. Mi mamá me llevó un par de veces cuando era niña y la verdad nunca me gustó. El taladro, la luz, el olor, todo dentro del consultorio me daba esa sensación de miedo y nerviosismo cada que tenía que ir con el dentista. Y aunque nunca tuve una experiencia verdaderamente mala, desde chica le dejé muy claro a mi mamá que no me gustaba ir y que no quería tratarme los dientes, que prefería tenerlos feos. Mi mamá, quizás por orgullo, me dijo que estaba bien y no volvió a pedirme que fuéramos.

Fui creciendo y mi sonrisa se fue viendo cada vez peor. Tenía la higiene dental básica pero al nunca haberme tratado con ortodoncia tenía los dientes terribles, desacomodados, y en muy mala posición. O sea, mi colmillo por encima de mis dientes de enfrente, dos dientes ocupando un mismo espacio. Crecí y llegó un punto donde ya me parecía demasiado, ya no quería seguir viéndome de esa forma y ese deseo se sobrepuso al miedo que todavía le tenía a los dentistas. Así que volví y comencé a tratarme. El dentista me dijo que mi única opción era que me pusiera brackets, mi peor pesadilla, y con eso se solucionaría mi sonrisa en unos años. Acepté.

Acá cabe decir que, por haber faltado tanto tiempo al dentista, tenía un problema también en las encías (periodontitis) que hacía todo más difícil y que me terminaría perjudicando en lo que vendría después. El dentista me pegó los brackets muy fácil y durante el segundo ajuste un par de semanas después, le dije que me dolía mucho uno de los colmillos. Más o menos lo revisó y me dijo que era normal, así que cambió las ligas, me apretó un poco más y, durante la mañana siguiente, me pasó lo peor. Desperté con un dolor exagerado y con mucha sangre en la boca y en mi almohada. Fui a verme al espejo y me di cuenta que mi diente se había zafado totalmente de la encía. Digamos que todavía tenía el diente pegado a los brackets pero ya no a mi dentadura. Ahí se veía mi diente, como volando por encima de todo con la encía destrozada. Obviamente comencé a llorar y gritar del terror y cuando me calmé un poco le hablé al dentista. Fui, me revisó, y me desarmó los brackets para quitarme el diente. Me lo quitó, me arregló la encía y me dejó el hueco. Me dijo que viéramos después lo de los brackets.

Para ese momento, yo todavía sentía que todo había sido un accidente o culpa mía. Que me había recargado mucho en el diente o que no me había cuidado bien o algo. Pero empecé a notar comportamientos muy extraños del doctor así que fui con otro por una segunda opinión mientras sanaba. Me dijo que el tratamiento estaba pésimo y que era negligencia del otro dentista porque, en primera, hubiera necesitado pasar por otro proceso de ortodoncia antes de ponerme los brackets que además estaban mal colocados y por la periodontitis eran muy peligrosos. Quise demandarlo pero vi que era mucho rollo y mejor ya no hice nada.