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La mujer que vende pulque fuera de la ley

Doña Cande es la mujer que prepara y vende pulque ilegal en su casa de Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, desde hace más de 40 años. En este “toreo” se encuentran auténticos bebedores del jugo de maguey que lo han consumido casi desde la cuna.

"¿Dispara usted o disparo yo?", dice un anciano de 80 años a una señora que aparenta 10 años menos. "Dice "el cabeza de gato": te chupas el mío, me chupo el tuyo", contesta la dama y suenan sonoras carcajadas tras la pícara respuesta.

"Mira al joven, qué coraje le dio", me señala el hombre al ver cómo me carcajeo, con mi tarro de pulque en la mano.

Y así se rompió el hielo. Mis dos amigos y yo levantamos nuestros tarros de a litro para brindar con los ancianos que nos hicieron parte de su tertulia en aquella casa clandestina del pulque, en la calle de Francisco I. Madero en Xochimilco, en el sur de la Ciudad de México, donde aún se mantienen muchas de las tradiciones y costumbres prehispánicas y coloniales —razón por la que fue designado Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad por la UNESCO—.

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En ese "toreo" —nombre popular de las destilerías o expendios ilegales de pulque— se encuentran auténticos bebedores del jugo de maguey, que lo han consumido casi desde la cuna y que conocen a doña Cande, la dueña del negocio, desde hace más de 40 años, cuando ella acompañaba a su mamá con cubetas para vender la bebida blanquecina en la calle.

Lo hizo por muchos años. Vendía pulque ilegalmente a la puerta de donde vive, a media cuadra del mercado de Xochimilco. Sacaba de un barril de madera litros y litros de la bebida fermentada para llenar botellas de plástico de refrescos, jarras o botes para la leche, de esa que reparte el gobierno a familias pobres. Los fines de semana la gente se sentaba en banquitos de plástico a beber pulque en plena vía pública. Pero hace un par años las quejas de los vecinos hicieron que la delegación aplicara la ley y prohibieran la venta de octli —nombre del pulque en náhuatl— en la calle. Entonces esta mujer convirtió su casa en un "toreo".

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Doña Cande y algunos parroquianos en el toreo, bebiendo pulque ilegal. Todas las fotos son del autor.

Si uno camina por la zona no se imagina que detrás de la puerta negra, siempre entrecerrada, se reproduce uno de los centros de reunión con mayor colorido y tradición en México, donde se consume una bebida ancestral. Está escondido entre puestos ambulantes de ropa, objetos de ferretería, comida, una miscelánea, un local de pancita y las combis de la ruta 20. Afuera están doña Cande y otra mujer en un puesto improvisado con huacales sobre los que venden chapulines, nopales sazonados con ajo y cebolla, nopales en escabeche, habas hervidas, quelites con cebolla y cacahuates con ajo, para botanear con su producto principal, que no se encuentra a la vista: el pulque.

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Al empujar la puerta un pasillo conduce hacia el patio de la casa, que en realidad es una especie de vecindad. Desde ahí, a los costados, hay personas sentadas en bancos de plástico o cubetas, todos con un tarro de pulque en la mano. En el patio están los baños, los lavaderos, la pileta con agua, los tendederos, algunas plantas silvestres y unos magueyes pequeños. El olor a fermentado golpea las fosas nasales a pesar de ser un lugar abierto, con muy buena ventilación. Pero no molesta, al contrario, es señal de que el pulque está fresco.

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Doña Cande, la mujer que vende pulque ilegal desde hace más de 40 años.

Todos están en lo suyo: los hombres mayores de 50 platican sus anécdotas en el campo cuando Xochimilco era pueblo, un paraíso rural; también señoras que presumen que ellas solas, "luego de mandar a la chingada al marido huevón" sacaron adelante a los hijos. Tampoco faltan los que andamos entre los 20 y los 30, quienes escuchamos las historias de los viejos y que le hemos agarrado el gusto a esta bebida, tan mexicana y a la vez tan olvidada. Al beberlo, los jóvenes defemos al pulque de ese viejo rumor —infundado, según sus defensores— que promovió hace años la industria de la cerveza mexicana: decían que, para acelerar su fermentación, los pulqueros utilizaban una manta de cielo con caca de vaca. La muñeca, le llamaban.

La muñeca, por cierto, existe. Hasta la fecha, abundan testimonios de personas que viajan a los pueblos pulqueros alrededor del Distrito Federal y aseguran haber visto una misteriosa manta de cielo dentro de los barriles de aguamiel cuando se está fermentando el pulque. La vista no engaña. Sin embargo, la verdad es que no se trata de caca de vaca, sino del corazón del maguey, llamado "huevo". El corazón del maguey se pica en trozos pequeños y se coloca en un pedazo de ayate o manta de cielo, que se amarra y se introduce en el pulque, con la intención de que la bebida agarre mayor consistencia. "La muñeca" hecha con caca es solo un viejo y falso rumor que desprestigia a la bebida ancestral. La realidad es que "la preparación del pulque es tan delicada", me dijo alguna vez Jorge García, dueño del Salón Casino, "que require de limpieza extrema durante su elaboración. Al grado de que, si se hace con las manos sucias, se hace agua, se corta".

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La vecindad es vieja, tal vez tenga cien años o más. Las paredes están resquebrajadas, han quedado expuestos los ladrillos rojos y piedras volcánicas. Parecen vestigios arqueológicos porque en la cornisa, sobre la puerta de la casa de doña Cande, está incrustada una piedra circular tallada. El interior del cuarto es oscuro, aunque no llega a la penumbra. No le ayuda mucho las paredes color fucsia. Sólo es iluminado por un foco de limitados 60 Watts y la entrada, por eso siempre tiene la puerta abierta. Casi no hay muebles, sólo una cama matrimonial y dos roperos que están pegados a la pared. El que quiera puede pasar, sentarse en la cama de metal que rechina, en las sillas de plástico que están acomodadas al rededor o en la banca improvisada con una tabla larga colocada sobre ladrillo apilados, y beber pulque hasta hartarse. Como buena pulquería tiene su altar a la Virgen de Guadalupe, que comparte devotos con San Martín Caballero, una estampa de San Judas Tadeo y la pequeña televisión que siempre está encendida.

Pero ese cuarto triste, con un olor a fermentación y a sudor, no le resta nada al ambiente de camaradería: ahí se invitan las pláticas, los cacahuates sazonados con ajo, las habas hervidas. Algunos meten de contrabando la anforita de ron y la comparten a escondidas; si los llegaran a ver los dos muchachos que se encargan del "toreo", nietos de doña Cande, les dejarán de servir pulque y los sacarán.

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Frente al cuarto, en una pequeña habitación paralela al pasillo, están los barriles con pulque dulce —de sabor fresco, acidez moderada, con un toque parecido a la miel—, y fuerte —muy ácido—. Los clientes asiduos piden campechano: ni tan dulce ni tan fuerte, nomás mezcladito. Su consistencia es un tanto viscosa sin llegar a ser babosa, lo que indica que no está adulterado con alguna cactácea o echado a peder. Hay otros recipientes que guardan el curado de avena que, luego de dejarlo reposar con el pulque, no cuelan, así que las hojuelas quedan en el fondo del vaso. Tiene un gustito a canela y es dulce por la leche condensada que se utiliza en su elaboración.

No hay botana, salvo algunas golosinas y productos de marcas reconocidas en un pequeño exhibidor. Lo que hace quien tiene hambre es comprar a doña Cande chapulines y demás alimentos que vende, o ir a por una quesadilla en uno de los puestos ambulantes. Pero no hace falta. El pulque es tan bueno —no es baboso, no deja hilo, hule a hierba y es traslúcido— y la plática tan sabrosa, que el hambre se espanta. Además la sabiduría de los bebedores de este "toreo" es ley:

"Salud, porque mucho bla, bla y nada de glu, glu. La casa pierde y la plática no emborracha".