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Cultură

Pasé una semana diciendo sí a todo y acabé en el hospital

Mi respuesta a la mayoría de propuestas e invitaciones es, o bien «¡No!» o uno de esos «sí» que delatan que miento. Fue todo un reto pasar una semana con una actitud positiva respecto a todo.
Foto: Dominik Pichler

Nota de la redacción: a Michael le gusta el vino blanco pero odia prácticamente todo lo demás y le gusta hacerlo patente en su canal de YouTube. Este año incluso ha ganado un premio por su vídeo «Mi lista de cosas que odio». Por eso, para él es todo un reto que lo obliguen a pasar una semana entera con una actitud positiva respecto a todo. Que empiece el espectáculo.

Me encanta decir que no. Mi respuesta a la mayoría de propuestas e invitaciones es, o bien «¡No!» o uno de esos «sí» que delatan que miento, aunque también ayudará el hecho de que casi inmediatamente después sacudo la cabeza vehementemente y de mis labios se escapa un «no».

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«Michael, ¿te apetece venir a una sesión de juegos improvisada y loca en mi casa esta noche?», me preguntó una amiga hace poco por teléfono. Me tuve que esforzar por no soltarle un bufido de gato cabreado al teléfono. Lo único más horrible que una «noche loca de juegos» sería que me invitaran a ir a un concierto de David Hasselhoff en primera fila. «No, gracias», respondí, pero mi amiga no se iba a rendir. «¡Siempre eres muy negativo!», me reprochó, enfadada. «¡Al menos una vez en la vida podrías aceptar una de mis invitaciones!».

Foto: Dominik Pichler

Por lo general, no tengo una opinión muy positiva de las personas que piensan que unas cuantas partidas a juegos de mesa son el epítome de una «noche de diversión», pero, de algún modo, mi amiga estaba en lo cierto. A veces me pregunto qué pasaría si siempre dijera sí . A todo.

Así que me decidí a poner en marcha un experimento: durante una semana diría que sí a todo lo que mis amigos me propusieran. Seguramente acabaría con un empacho de partidas de Yatzy, pero, ¿quién sabe? A lo mejor me lo pasaba bien.

Día 1

Mi primer día de experimento y es bastante difícil decir sí, quizá porque prácticamente no he salido de casa. Pero me sorprendí a mi mismo con una actitud muy positiva ante esos titulares escritos solo para que hagas clic en ellos («¿Te gustaría saber qué famosos tienen once dedos de los pies?». «¡Sí!»), pero no es este el objetivo de mi experimento.

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Horas más tarde, mientras estaba comiendo con mis amigos, las cosas cambiaron bastante. A todas las preguntas que me hacía el camarero –como «¿Le apetece otra copa de vino?» o «¿Le gustaría probar nuestra creme brûlée?»-, yo respondía con un sonoro «¡Sí!», mientras dedicaba a mis amigos una mirada de complicidad, con la esperanza de que alguno de ellos apreciara mi recién hallada joie de vivre.

Foto: Dominik Pichler

Desgraciadamente, un «¡Vaya, Michael, esta noche no te privas de nada!» fue lo único que dijeron, lo cual me hizo sentir mal. El vino y los postres a duras penas van a ampliar mis horizontes. Como mucho, ampliarán el contorno de mi estómago. Decidí poner más empeño en procurarme nuevas experiencias.

No tuve que esperar demasiado. Al llegar a casa, vi que había recibido un mensaje del editor de una cadena de radio que quería hacer un programa en directo en redes sociales al día siguiente. Me preguntó si estaba interesado en participar como invitado espontáneo en el programa. Cuando vi las palabras «radio», «directo» y «espontáneo», tuve que contener las ganas de echar la creme brûlée sobre el teclado.

Para alguien que sufre miedo escénico cuando tiene que hacer un pedido largo a la pizzería, la idea de hablar en un programa de radio en directo es horripilante. ¿Y si suelto un ronquido cuando me río y me oye todo el país? ¡Da igual! Me han dicho varias veces que tengo «cara para la radio», así que escribí mi respuesta: «¡Claro, me encantaría!» y la envié.

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Día 2

De camino a la radio, me sentí como cuando estoy a punto de quedar con alguien para follar: nervioso, algo escéptico y absolutamente preparado para salir disparado por la puerta si las cosas se tuercen.

Después de saludar a todos, me traen un vaso de agua que no tardo en derramar por la mesa. La mesa de control se salva por los pelos… ¡Una de las clásicas cagadas de Mikey! No se me da muy bien el lenguaje corporal, pero de alguna forma sabía que los presentes en esa sala ardían en deseos de matarme a microfonazos.

Foto: Alexander Wagner

Aparte de ese pequeño desliz, mi participación en el programa sorprendentemente fue como la seda. Solté un par de frases sarcásticas y atendí llamadas de los oyentes, mientras reía a carcajada limpia y decía cosas como «¡Ja, ja, ja, Tamara, eres la monda!», aunque lo que hubiera dicho Tamara no tuviera nada de gracia. También fui capaz de evitar soltar ronquidos audibles al reír. El día fue triunfal.

Día 3

Mientras paseaba por la calle, pletórico por mi experiencia en la radio, me paró una señora con una carpeta en las manos y me preguntó, «¿Tienes un minuto para hablar de las selvas tropicales?», como si tuviera un oscuro secreto. Normalmente, en estas situaciones, señalaría a la distancia y, a continuación, saldría corriendo en dirección opuesta.

Pero ese día, no: «¡Claro que tengo un minuto!», dije, con un tono de voz demasiado elevado que hizo dar un respingo a la mujer. Empezó a hablar y, cada varios segundos, yo asentía con la cabeza y decía «Mmm», como un robot programado para imitar a los humanos. Estaba receptivo y, a decir verdad, el tema me pareció muy interesante. «Entonces… ¿te gustaría adoptar un árbol?», me preguntó mi nueva amiga al final de su discurso.

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Foto: Dominik Pichler

Lo sé, lo sé, juré que diría que sí a todo. Pero si le daba dinero a esa mujer, debería hacerle una transferencia al príncipe de Nigeria, que también me había hecho una oferta muy atractiva por email ese mismo día.

No le solté un «¡no!» rotundo. «Todo a su tiempo…» susurré misteriosamente, como si fuera la abuela de Pocahontas, que, irónicamente, también es un árbol. Poco a poco me fui alejando de ella y continué mi camino a casa cuando recibí un mensaje de un amigo.

«¿Te apetece que entrenemos juntos mañana?», pregunta. ¡Aggggh!

Mi amigo es muy deportista. Al menos tres veces por semana, va a clases de Crossfit a las 7 de la mañana y lleva meses pidiéndome que vaya con él un día. «Claro», escribo mientras por mi mejilla resbalan diminutas lágrimas.

Día 4

Yo no soy nada deportista. Si fuera de compras a una tienda de deporte, seguramente me llamarían del banco para preguntarme si me habían robado la tarjeta. Hoy paso menos tiempo diciendo que sí que buscando excusas.

«La verdad es que no me siento muy bien. Quizá es la creme brûlée que me comí hace cinco días», miento. Mi amigo se da cuenta de que me horroriza el Crossfit e intenta convencerme. «No te preocupes, que ahí puedes ir a tu ritmo. Normalmente somos cuatro y el entrenador, y si alguno de nosotros se quema, los otros lo animan».

Foto: Dominik Pichler

Me desconcierta que mi amigo crea que me sentiré mejor describiendo mi concepto del infierno. Soy de los que van a correr a medianoche o que corre las cortinas cuando pongo uno de los DVD de ejercicios de Kim Kardashian para que no me vean.

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Día 5

A las ocho de la mañana (decidimos ir a la clase que dan «tarde») entré en el gimnasio, donde el entrenador me saluda con un «Has venido en un mal día».

«¡No me jodas, Sherlock! Cualquier día que empiece haciendo ejercicio es un mal día», pienso.

«Hoy, en vez de hacer ejercicios distintos, todos vamos a hacer 1.000 kettle bell swings. Las kettle bells son esas pesadas bolas de metal que seguramente usan las mafias para hundir cadáveres en el océano. Un kettle bell swing consiste en balancear esas bolas hacia delante y hacia atrás entre las piernas. En pocas palabras: ¡diversión, diversión, DIVERSIÓN!

«¿Podrás hacerlo?», me pregunta amablemente. «¡Sí!», respondo enérgico, mientras me pongo a ello con los otros tres asistentes a la clase.

Foto: Dominik Pichler

Después de 100 balanceos ya estaba sudando como un pollo y a los 200 empezó a fluir la sangre. La fricción de las asideras de hierro contra las manos desnudas hace que estas empiecen a sangrar. Al final de la sesión, tenía las manos como si le hubiera dado un apretón de manos al Capitán Garfio.

«¿Cuántos swings has hecho, Michael?», me preguntó el entrenador después de 30 minutos. «¡Seiscientos!», gruño.

«Vale, suficiente. Estás sudando más de lo que deberías».

Cuando tu entrenador te dice que puedes parar de hacer ejercicio porque estás sudando demasiado, sabes que eres un deportista de verdad.

Día 6

Volví a pasarme casi todo el día en casa, pero esta vez fue porque no era capaz de ponerme en pie. Incluso la mujer de la carpeta que me acosó días atrás me miró con cara de lástima cuando pasé junto a ella cojeando. «¿Qué ha pasado con toda esa alegría de vivir que te embargaba hace unos días?», me preguntó. Seguro que sabía que me ha costado tres minutos ponerme los calzoncillos esta mañana.

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Mientras estaba en el restaurante, fui al baño. Para mis doloridos músculos, aquel recorrido fue como hacer el Camino de Santiago entero. Una vez en el lavabo, me di cuenta (¡AVISO! Exceso de información) de que mi orina tenía un color que nunca debería tener la orina. Nunca. Preocupado, conseguí acercarme a mi médico, donde me hicieron un análisis de sangre.

«Tienes rabdomiolisis», me explicó la doctora, con la consideración de la Dra. Quinn, cuando llegan los resultados. «Significa que se te está desgarrando el tejido muscular. «¿Qué te has hecho?». «Hice una clase de prueba de Crossfit», respondí. En su cara podía ver que la doctora estaba intentando contener la risa.

El autor hospitalizado. Foto por el autor.

Me recomendó que ingresara de inmediato en el hospital para estar en observación esa noche y que me pusieran unas inyecciones para contrarrestar el elevado «recuento de CK». «¡SÍ!», respondí con entusiasmo, quedando como un completo idiota. Decir sí ha sido una de las decisiones más absurdas que he tomado en mucho tiempo (y eso que hace poco me compré un par de Crocs con forro blandito).

Mientras pasaba la noche en una fría y silenciosa habitación de hospital, sin poder dormir por el sonido del reloj y el goteo de mi bolsa de suero, me pregunté si aquello podía considerarse la «nueva experiencia fuera de mi zona de confort» que buscaba. Yo pensaba más bien en cosas como «probar quesos exóticos por primera vez o «dar de comer a animales muy monos en el zoo».

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Día 7

La mañana del día siguiente, me dijeron que podía irme a casa, que mis niveles sanguíneos estaban mejorando. Durante una fracción de segundo, pasó por mi cabeza la posibilidad de cantarle a la jefa de enfermeras una versión emotiva del tema «Thank You» de Dido, pero se me pasó enseguida.

Con todo el jaleo del día anterior, me había olvidado de leer el correo, así que aproveché para hacerlo en el vestíbulo del hospital. Además del inevitable spam, había un mensaje de mi amiga, a la que tanto le gustan los juegos de mesa.

Foto: Dominik Pichler

«¿Te interesa venir a un concierto de ukelele conmigo?», quiso saber esta vez. En ese momento me pregunté si mi amiga no se habría suscrito a un boletín titulado «100 cosas horribles que puedes hacer con tu amigo». ¿Cómo dices que llegamos a ser amigos esta chica y yo?

Estuve a punto de responder con un «¡Sí!», casi como un reflejo, pero me tomé un momento para reflexionar sobre la semana que había tenido. Pensé en la charla íntima que tuve con la chica de la selva tropical, en los balanceos infernales de kettle bell y, por último, pero no por ello menos importante, mi estancia en el hospital.

Así que escribí, «No, gracias» y sentí, por fin, que podía respirar con normalidad. Fue como meterse en la cama después de un largo festival. Envié el mensaje con una amplia sonrisa de satisfacción y salí cojeando del hospital, dejando en mi interior todo ese positivismo sobre la vida que había adoptado durante toda la semana.

Traducción por Mario Abad.