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Cultură

Especial de narrativa: Historia

Thomas Gebremedhin se graduó del Iowa Writer’s Workshop y de Duke University. Vive en Brooklyn y trabaja en Vogue.

Fotos por Chad Wys.

Últimamente me topo a Troy en todas partes. Lo vi en Whole Foods mientras exprimía frutas de verano. Me balanceé junto a él una noche de copas en un concierto de Wilco en la playa. Su cabello resplandecía como plata a la luz de la luna y su piel era tan blanca como el interior de una concha. Seguido intento llamar su atención, pero nunca me ve.

Incluso ha visitado de vez en cuando la librería donde trabajo. Hojea biografías y libros espirituales vestido con una camisa de franela y jeans arremangados para el viaje en bici.

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Sigo trabajando en la librería aunque ahora salgo con Patrick, quien gana más de lo que Troy gana o ganará en toda su vida.

Patrick vive en una casota en la playa.

En las suaves noches de Santa Mónica se puede oír desde cada cuarto cómo chocan las olas del océano.

***

Llevo cuatro años trabajando en la librería independiente de Wilshire y Ocean. Lleva abierta casi 45 años. Su dueño, Dennis, es un hombre gris que vive en un pequeño departamento sobre la tienda y que intenta ligarme a cada rato. Durante la guerra de Vietnam, Mavis, quien en ese momento era su esposa, se ocupó de la tienda mientras él estaba en la Marina. A su regreso vivieron juntos tres años más antes de que él ya no pudiera y le dijera la verdad. Después de eso Mavis se mudó a Miami Beach con un judío y empezó una nueva familia.

Cada año le envía tarjetas de navidad, mismas que Dennis coloca con orgullo junto a la caja registradora durante las fiestas. En ellas, se le ve rodeada de una gran familia de hijos adultos, nietos chimuelos y, en épocas más recientes, un bisnieto. A Dennis le encanta presumirlas con sus clientes, pero a mí me parecen un poco pasivo-agresivas y se lo dije, como si lo castigara después de tantos años, porque en las fotos que él le envía de regreso, Dennis siempre está solo. Pero eso es justo lo que para mí significa estar solo a esa edad: una especie de castigo. Aunque sé que me equivoco. Tan sólo vean a Dennis.

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***

Hace unas semanas Dennis nos dijo que le habían subido la renta del local. Esa tarde cerró temprano y nos llevó a Madison y a mí al muelle. Antes de darnos la noticia nos compró una nieve. Estábamos de pie sobre la cálida arena mientras veíamos a los pájaros patinar sobre el agua.

—Ya no puedo pagarlo —nos dijo—. Es demasiado dinero, chicos.

Y luego empezó a llorar, puso su mano sobre mi muñeca y su cabeza en mi hombro. Madison y yo intentamos reconfortarlo. Ella le enjugó una lágrima. Cuando finalmente dejó de llorar el sol era una cicatriz naranja brillante en el horizonte. Ya se veían unas cuantas estrellas salpicadas en el cielo.

Esa noche, Madison y yo acompañamos a Dennis a su casa. Nos despedimos en la puerta y lo observamos a través de los libros en el escaparate mientras subía lentamente las escaleras al fondo de la tienda.

Madison ha trabajado en la tienda casi el mismo tiempo que yo, y durante ese periodo siempre ha traído el mismo corte: cabello similar a un duende, rubio oxigenado, que se escurre por su cráneo. Cuando hacemos lecturas de terror en Halloween y nos disfrazamos, elige a su personaje de acuerdo con él: Campanita, Daisy Buchanan de El gran Gatsby, la Novicia Rebelde con diminutos niños Von Trapp cosidos a su falda.

—¿Qué opinas? —dijo una vez que Dennis había desaparecido.

—Supongo que no hay nada que podamos hacer al respecto —dije.

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—Vaya, para ti es fácil decirlo —dijo, y me picó las costillas más fuerte de lo que esperaba—. Patrick no dejaría que nada te pasara. No todos corremos con la misma suerte, señor.

***

Cuando llegué a mi casa eran casi las nueve y Patrick ya estaba en la cama, con una MacBook abierta en su regazo y audífonos que colgaban de su cuello. Una copa de vino estaba sobre el piano en el otro extremo del cuarto. Componía. Me quité toda la ropa menos los calzones y me deslicé a su lado en las sábanas, envolviendo con fuerza su torso suave y bronceado con mis brazos. La puerta que llevaba a la terraza estaba abierta de par en par y se podía oír el agua que se estrellaba abajo, en la costa, y el silbido del viento entre las palmeras.

Patrick tiene 40 años, 17 más que yo. Algunos mechones de canas se juntan en sus sienes como telarañas. Ha escrito música para series de televisión y para películas que sólo salieron en DVD, aunque lo que en verdad le gustaría hacer es trabajar en una película de gran presupuesto. En este momento compone la partitura para un programa de zombis en FX que protagoniza Kate Mara.

—No vas a creer lo que mi jefe nos contó hoy —dije.

Mi cabeza descansaba sobre el estómago de Patrick y articulé las palabras en su caja torácica. Sentí cómo la piel se calentaba con mi aliento. Le conté sobre la clausura de la tienda.

Patrick siguió escribiendo en su computadora.

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—Tiene problemas para juntar la renta —dije—. Me siento mal por él. ¿Te imaginas perder todo aquello por lo que has trabajado con tanto esfuerzo, así, de la nada? No es que tenga muchas otras cosas. ¿A poco no es triste?

—Bueno, no es tu culpa —dijo Patrick—. Además, ¿tú qué sabes del trabajo?

Lo dijo con un tono irritado, pero de una manera tan exagerada que, de ser necesario, podría hacerlo pasar por una broma. Cuando alcé mi mirada dudosa me besó en la frente y pude oír la voz de Madison repicando en mis oídos: Para ti es fácil decirlo.

—Ya sé. Sólo digo. Es extraño. Pensé que a la tienda le estaba yendo muy bien —jugué con el parche de vello que se asomaba por el resorte de los bóxers de rayas de Patrick. Compases de diferentes longitudes se apilaban uno sobre otro en la pantalla de su computadora y me recordaban largas hileras vacías de libreros. —Pero, ¿no es triste? —finalmente volví a decir.

—Sí. Es triste. ¿Vale? En serio lo es. Pero ahorita tengo que trabajar. Y ya no puedo escuchar mis pensamientos —me quitó de su regazo con un empujón y se puso los audífonos.

Así es Patrick. Todo puede cambiar de repente, en especial mientras compone. A veces es como intentar moverse por una casa muy grande y muy oscura. Caminas por la casa sin poder ver, con los brazos extendidos, tanteando en busca de la salida. Entonces chocas con un muro —ups, te equivocaste aquí—, luego chocas con una silla —ups, te equivocaste allá—, hasta que finalmente encuentras el hueco en la pared, una puerta que atravesar, una salida.

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Pero esa noche estaba demasiado cansado como para encontrar la puerta. Así que me di la vuelta y me dormí.

Esa noche soñé con el tipo que me gusta, Troy.

Íbamos por el desierto en coche, con la piel cubierta de mugre y polvo, y reíamos. Cruzamos un puente que colgaba sobre un río embravecido con olas grandes y encrespadas. Allí nos detuvimos y bajamos del coche, nos asomamos por la cornisa. La luz del sol astillaba la superficie del agua, cada vez quemaba con más fuerza, como el primer destello de una explosión, hasta que ya no pude ver a Troy y estaba solo.

Cuando desperté pensé por un instante que el cuerpo que dormía a mi lado era el de Troy.

***

La siguiente mañana me desperté temprano para ir a trabajar. Por lo general a Dennis no le importa si llego una o dos horas tarde, así que lo hago. Más bien me da una palmada en el culo cuando llego a las 11 en vez de a las 9, de manera casual, un camino de arena a mis espaldas, como si sólo viniera a platicar, y dice algo por el estilo de: “¿A qué debemos el placer, cariño?” Pero esa mañana quería llegar a tiempo. Patrick ya se había ido al estudio para grabar con la orquesta.

Salí por la puerta trasera, que me sacó directamente a la playa. Vi cómo los surfistas se lanzaban al agua, un cinturón azul fresco que se extendía sin obstáculos por kilómetros. Ciclistas y mamás con carreolas me rebasaron en el camino.

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Cuando entré a la tienda, Dennis estrelló su mano contra la frente con falsa (o verdadera) incredulidad, parecía que su mente hubiera estallado. Madison frunció el seño desde su esquina. Sólo sonreí. Ese día me tocaba comprar libros usados a los clientes, así que me dirigí a mi puesto al fondo de la tienda y me paré detrás del gigantesco escritorio de roble sin decir una sola palabra.

Me gustan los libros. Me gusta cómo desde lejos los colores de uno escurren sobre otro en el librero como atardeceres untados en la playa. Me gusta que un libro pueda cambiar la opinión que tienes de alguien, casi al instante, crees que ya los tienes medidos y, pum, todo cambia. No podría decirte cuántas veces he visto a un surfista musculoso y bronceado apoyado contra una palmera, con el rostro oculto tras un ejemplar de Despachos de guerra o Rojo y negro.

Esa mañana entró una chica alta y rubia con pechos que prácticamente se salían del sostén de su bikini. Sacó varios libros de pasta dura de su mochila camuflada. Parecían nuevos. Los hojeé. En la portadilla de cada libro se leía una dedicatoria escrita a mano: “Para Kate, ¡creo que te gustarán! Te quiere, papá”. Estaba escrita con una cursiva alargada y serpenteante.

Supongo que no fue así, pensé.

Una vez que había calculado el valor de los libros en crédito y en efectivo, llamé a Dennis, que estaba al otro lado de la tienda, para que me diera su aprobación. Le echó un vistazo a los libros, con delicadeza, una última vez antes de sonreírle a la muchacha y decir:

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—Ya no damos efectivo por los libros. Sólo crédito —y pasó su mano sobre su cuero cabelludo.

La chica nos frunció el entrecejo. Señaló el letrero en rojo y blanco que estaba en el escaparate.

—Ahí dice efectivo —dijo.

—Sí. Bueno, es un nuevo cambio en la política.

—En ese caso deberían quitar el letrero —nos vio fijamente.

Nosotros la vimos fijamente.

—Entonces me los llevo —finalmente dijo la rubia, con firmeza. Guardó los libros en su mochila antes de irse.

—Desde ahora el dinero sólo puede entrar —me dijo Dennis después de que se fue, señalando al piso en un esfuerzo por enfatizar que se refería a la tienda. —Nunca salir.

Dennis fue hacia el escaparate de enfrente y arrancó el letrero. Lo arrastró por la tienda y subió las escaleras con él hasta su departamento, que funge también como almacén. Su apariencia mientras arrastraba el letrero tras de sí, como una muñeca o un oso de peluche, era muy similar a la de un niño haciendo berrinche. Entonces Madison se me acercó, mientras Dennis aún estaba ausente, y dijo:

—Anoche estuve pensando. Tengo una idea.

—¿Sobre qué? —dije.

Torció el labio, molesta.

—¿Sobre qué? ¿Sobre qué crees? Sobre cómo podemos ayudar a Dennis a salvar la tienda.

Madison y yo nunca hemos sido cercanos. Su voz siempre tiene un tono cortante, tan afilado que podría atravesar el acero. Pero es la mejor amiga de Troy, entonces intento congraciarme con ella.

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—Deberíamos hacer una recaudación de fondos — dijo—. Ya sabes, una de esas cosas en las que las personas van y le dan dinero a Dennis para la tienda. Como uno de esos teletones que pasan en la televisión pública. Lo único que necesitamos es que lleguen unos cuantos peces gordos, con eso Dennis estaría bien al menos un par de meses.

Por la manera en que lo dijo sabía que esperaba que Patrick se apareciera y donara mucho dinero.

—¿Y después de eso, qué? —le dije. Estaba siendo sincera, casi, aunque entendía que era el tipo de pregunta que la molestaría.

—No sé qué pasa después. Se nos ocurrirá algo más permanente. Pero por ahora es lo único que se me ocurre, a no ser que tengas alguna idea brillante.

Me encogí de hombros.

—Vale. Podría ser una lectura o algo así —dijo.

—¿Y luego pasamos un sombrero para donaciones como en la iglesia? —dije.

Me ignoró.

—Algo que le demuestre a las personas que vale la pena salvar este lugar —dijo—. Digo, no mames, este lugar tiene historia.

***

Con el paso de los años, la librería ha tenido muchos clientes regulares famosos. En sus muros colgaban fotografías enmarcadas y brillantes de Dennis con iconos literarios y estrellas, el tipo de fotos que ves en sombríos restaurantes italianos o en cines, ampliadas tras el bar; Dennis del brazo de Allen Ginsberg, Dennis riendo con Lisa Kudrow, Dennis con Gore Vidal y una expresión pétrea. Incluso había un retrato de Dennis y Mavis con Roy Scheider en medio de ellos y un ejemplar de Tiburón en las manos. Le he dicho que ésa debería quitarla.

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Dennis se ve diferente en cada foto y aun así, de algún modo, igual. Creo que es su sonrisa. Su cuerpo cuelga de manera diferente conforme pasan los años, su cabello se adelgaza, pero su sonrisa no cambia.

***

Cerca del mediodía, dos o tres días después de la reunión con Madison, un viernes, me preparaba para tomar un smoothie en el muelle. Había pasado la última hora organizando varios libreros en el área Biografía y Memorias y me dolía la cabeza. Además, ¿tú que sabes de trabajo? Las palabras de Patrick aún retumbaban en mí.

Cuando me iba Troy entró, traía un traje de baño y una camiseta blanca de cuello en V Puso su tabla de surf a un lado de la puerta antes de ir directo con Madison. La abrazó mientras ella gritaba y trataba de zafarse.

Casi todo lo que sabía de Troy era gracias a Madison. Aunque “de oídas” es una mejor descripción. Ella pasaba su hora de comida picoteando un wrap vegetariano y hablando con él por teléfono afuera. Su voz siempre atraviesa el vidrio: planes de fines de semana para hacer yoga en la playa, una fiesta en Malibú.

Jugueteé con los papeles que estaban sobre mi escritorio mientras ellos se preparaban para irse, intentando con todas mis fuerzas dar la apariencia de que estaba ocupada. Luego sentí cómo se acercaban a mí y, antes de alzar la mirada, oí a Madison.

—Pues estábamos hablando sobre la recaudación de fondos. ¿Se te ha ocurrido algo?

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—Hola —dijo Troy, sonriendo. Su sonrisa era dulce, como un paseo en el parque.

—Hola —le dije.

No pude sostenerle la mirada por mucho tiempo. Su cabello estaba decolorado por el exceso de sol y sus ojos eran del color de la arena húmeda.

—Creo que una lectura funcionará, ¿tú no? Las personas pueden venir y compartirnos pasajes de sus libros favoritos —dijo Madison.

—¿Qué personas? —dije.

—Bueno, la tía de Troy es asistente del alcalde —dijo, señalándolo.

—Sí, creo que puedo conseguirla.

—Eso sería genial —dije.

—¿Y tú?

—¿Quieres que lea? —dije.

—No. A lo que me refiero es a quién podrías traer.

—No conozco a nadie del estilo —dije, aunque ya sabía a qué se refería.

—¿Qué hay de ese importante novio tuyo? ¿No conoce a algunas estrellas gracias a su programa? Apuesto a que tiene una agenda llena de personas a las que podría llamar. Troy asintió con la cabeza.

—No puede pedir favores así nada más. Así no funciona.

—Bueno y ¿por qué no? Si hay un momento para pedir un favor es éste. A lo que me refiero es, Dennis ni siquiera ha bajado en toda la mañana. Podría estar… —hizo el gesto de pasarse una cuerda por el cuello y ahorcarse, con la lengua colgada sobre su labio con brillo.

Eché un vistazo a la puerta de su departamento cerca de la cima de la escalera de caracol de madera. Una aldaba gigante con forma de gárgola que había instalado hace años me respondió con una sonrisa. Era cierto. Dennis no había salido de su nido en toda la mañana. Volví a ver a Madison y a Troy.

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—¿En qué programa trabaja? —preguntó Troy. Y luego, cuando le respondí, dijo—: ¡Genial! Me encanta ese programa. Yo creo que cualquiera del elenco atraería a un chingo de gente. En serio.

Volvió a sonreír. Durante todo este tiempo había intentado llamar su atención y, ahora, finalmente estábamos hablando. Me hizo sentir débil.

—Bueno, supongo que si se lo pido, lo haría por mí. Pero no sería Kate Mara ni nadie por el estilo —la sonrisa de Troy se desvaneció un poco. —O no sé. Quizá podamos conseguirla. Seguro a algunos de los otros sí.

—¡Puta! —dijo Madison—. Estaría increíble.

En ese momento, Dennis apareció en su umbral y bajó las escaleras. Sonreía y silbaba para sí mismo, mientras se abotonaba su cárdigan rojo. Prácticamente daba brincos.

Nos saludó al pasar a nuestro lado, moviendo los dedos, como si nos hubiera encontrado en la calle mientras daba un paseo, antes de salir por la puerta y dar vuelta en la esquina. El timbre de la puerta sonó dos veces a su salida.

—¿No se suponía que estaba triste? —dijo Troy.

—Hundido en la miseria —dijo Madison, casual. Movió su dedo en círculos a un lado de su cabeza—. En verdad te jode.

Troy y yo asentimos al unísono.

Mentiría si no aceptara que he fantaseado sobre lo diferente que sería mi vida si estuviera con Troy en vez de con Patrick. Es una locura, lo sé, pero pienso en eso de vez en cuando. Volver a empezar con alguien nuevo.

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***

Dennis vivió durante casi una década en el departamento de arriba con un hombre. Conoció a Damon en un bar gay de West Hollywood a principios de los años ochenta, varios años después de que Mavis empacara sus cosas y se fuera. Cuando me contó esta historia, me explicó que Damon se había portado como un idiota esa noche, había rechazado su invitación para bailar, había intentado ligarse a otros chicos, sin embargo Dennis había logrado amarrarlo de alguna forma; él lo llamaba amor a la primera pelea.

Las otras cosas que sé de ese hombre se las debo en buena medida a fotografías. Hay dos de ellas en lo alto del muro. En una Dennis prácticamente lo tiene sujeto con una llave, su tatuaje de ancla se abulta en su bíceps flexionado. Damon es negro y correoso, como yo, e intenta desesperadamente zafarse del agarre de Dennis. Su piel parece tan suave y brillante como la cera. Una Kim Basinger joven sonríe pícara a su lado.

Una vez le pregunté a Dennis por qué tenía colgada la foto si las cosas habían terminado tan mal: Damon lo había engañado demasiadas veces. Sacudió la cabeza y sonrío:

—Vamos. Es Kim Basinger, hijo. Puedo vivir con eso, no hay problema.

***

Esa noche Patrick me llevó a cenar a un restaurante de mariscos en Pico Boulevard. Comimos afuera, en la cubierta, cerca de un muro lleno de hiedras. Flores moradas salían por las grietas.

Intentaba encontrar una forma delicada de traer a colación el tema de la recaudación de fondos. Me había terminado un plato de quesos, una guarnición de ostiones rebosados y un tazón de langosta a la boloñesa. De postre pedí un suflé de chocolate para darme más tiempo, aunque ya no tenía hambre. Sabía que si no se lo preguntaba entonces, en medio de nuestro coqueteo alcohólico, con el brillo lunar del océano detrás de nosotros, el repiqueteo de los tenedores —en otras palabras, mientras la puerta aún estaba abierta—, sin duda no se lo preguntaría en casa.

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Tomé un último trago de mi whiskey sour.

—¿Recuerdas que te dije que la librería iba a cerrar? Bueno, pues vamos a hacer una recaudación de fondos para juntar algo de dinero para mi jefe, para que no tenga que cerrar la tienda.

—Buena idea. ¿Se te ocurrió a ti? —preguntó Patrick.

—No, pero estoy ayudando. Parece que ahora estoy muy involucrado.

—¿Quieres eso? —dijo.

—Pues sí —dije confundido.

—No —dijo—, ¿quieres eso? —picoteó los últimos trozos de langosta en mi salsa boloñesa.

—Les dije que quizá podrías ayudarnos.

—¿Cómo? —dijo. Sus ojos refulgieron. Sabía que sospechaba.

Patrick tiene una debilidad por los jóvenes, pero está acompañada por una historia de engaños. La primera noche que pasamos juntos, después de nuestra tercera o cuarta cita, puso su mano en mi cara y dijo:

—No puedo permitir que me lleven de calle. Ya me han engañado demasiadas veces, y simplemente no puedo permitirlo porque me estoy enamorando de ti.

Era un fin de semana, una tarde. Aún estaba envuelto en un revoltijo de sábanas sudorosas después de coger. El sol se colaba por las aberturas en las persianas. Nuestros cuerpos parecían estar sumergidos en luz.

—¿Podrías conseguir que alguien del programa lea en nuestra recaudación de fondos? No puedo sacar de mi mente la idea de que convertirán la tienda en un restaurante chino y el pobre Dennis tendrá calor y náuseas por los olores de la cocina. No te lo pediría si sólo fuera para mí, lo sabes.

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—Imposible. Tú lo sabes. ¿Cómo puedes siquiera imaginar…?

Pero ya había dejado de escuchar. Veía cómo dos hombres salían del interior del restaurante y seguían a su mesera hasta una mesa. Troy era uno de ellos. Traía un blazer gris a la medida con jeans y zapatos bostonianos azules. Nunca lo había visto tan arreglado. No reconocí al otro, pero también era guapo. Se sentaron de tal manera que Troy me daba la espalda.

Me pregunté si Troy lo había conocido en internet, si había pasado una serie de caras brillosas y sonrisas antes de llegar a la suya, si la cena no era más que el preludio educado a una noche de sexo sudoroso o si implicaba algo más, algo más significativo.

Después de que Patrick pagara y nos hubiéramos parado para irnos, miré en su dirección una última vez. Troy sostenía la mano del otro hombre a lo largo de la mesa. El extraño echaba su cabeza hacia atrás en una carcajada, su cabello revoloteaba con la brisa salada del mar.

Supongo que permanecieron así el resto de la noche.

***

Los fines de semana Dennis limpia las fotos enmarcadas. Son más de 30. Lo sé sólo porque hace aproximadamente un mes fui en domingo (Dennis me había confiado una llave desde el inicio y había guiñado el ojo cuando dijo que debía sentirme “con la libertad de usarla en cualquier momento”) y lo descubrí allí, detrás de un escritorio, con un trapo sucio y una botella de Windex.

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Las fotos estaban apiladas una sobre otra en pequeñas columnas de diferentes tamaños a lo largo del piso. Pasé de puntitas entre ellas, me sentía como si fuera Godzilla acechando Tokio.

—Mira nada más quién se apareció. ¿Finalmente decidiste aceptar mi oferta? —me dijo.

—Quizá la próxima vez —me reí—. Olvidé el iPod de mi novio. Le había prometido que escucharía su música el viernes, pero ahora lo necesita para trabajar.

Se paró, abrió un cajón y sacó el iPod. Le di las gracias.

—¿Necesitas ayuda con la limpieza? Tengo que matar unas horas —dije.

Me había peleado con Patrick —a últimas fechas ése era nuestro modo común de comunicación— y, honestamente, quería hacerlo esperar.

—¿Es en serio? Me gusta hacer la limpieza. Es un paseíto agradable por mis recuerdos —dijo—. Éstos son míos, hijo. Sal y consíguete los tuyos.

***

A lo largo de la siguiente semana Madison y yo nos preparamos para la recaudación de fondos. Habíamos decidido llevar todo en secreto por tanto tiempo como fuera posible con el fin de evitarle a Dennis cualquier preocupación con los detalles. Troy iba y venía de acuerdo con su horario en el salón de yoga, lo que, al final de la semana, significaba que pasaba mucho tiempo aquí. Tenía tantas ganas de decirles la verdad, que Patrick no cumpliría —que yo no cumpliría—, pero no podía. Madison me preguntaba con frecuencia sobre mis planes. Tenía la sensación continua de que podía ver a través de mis respuestas cortantes, como si mirara a través de un espejo de una cara y esperara el momento oportuno para hacerme mierda, en especial en frente de Troy. Así que mis mentiras se hicieron más grandes. Kate Mara también vendría.

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Troy entró una tarde con un bonche de volantes rosas y verdes que decían, “Fiesta de beneficencia para salvar libros, con lecturas de la alcaldesa Pam O’Connor y Kate Mara de Dead Inside”.

En ese momento fue obvio que esto no podía continuar. No importaba que Troy pensara que era un imbécil; acabaría apenando a Dennis también si permitía que esto llegara hasta el final.

Antes de que pudiera hacerlo, Dennis regresó de poner algunos ejemplares en los libreros al fondo de la tienda y se paró en frente de Troy y Madison.

—¿Qué tienen ahí? —empezó a hojear los papeles brillantes. Levantó uno y lo leyó.

—¡Estamos salvando la tienda, Dennis! —gritó Madison.

Alzó sus manos en el aire y Troy la imitó. Se comportaban como si reunieran a las tropas para la batalla. Los pocos clientes que estaban en la tienda voltearon en su dirección y sonrieron antes de darse la vuelta educadamente.

Estaba aterrado. En vez de tener que darle la noticia de mi fallo a dos personas tenía que romper el corazón de Dennis también, su única esperanza para salvar la vida que tenía aquí, otorgada y luego arrebatada en un instante.

Pero el semblante de Dennis se volvió pétreo. Se hincó, arrastró los papeles a su pecho y se los llevó al bote de basura, los rompió en pedazos con sus manos y los tiró.

—¿En qué chingados estabas pensando? —le dijo a Madison.

Luego se volteó hacia mí y gritó:

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—¿Tú lo sabías?

Temblaba y apretaba los puños con tal fuerza que la sangre dejó sus nudillos hasta que eran blancos como huesos.

—No entiendo —dijo Madison— ¿Cuál es…?

—Déjalo —y se fue abruptamente, subió las escaleras y entró a su recámara, azotando la puerta con tal fuerza que la aldaba repiqueteó hueca contra la madera dos veces.

—Ven —Madison nos dijo a nosotros y a los clientes viendo en nuestra dirección. Giró su dedo en círculos a un lado de su cabeza. —A. La. Chingada.

Mientras Madison y Troy escarbaban en la basura en busca de volantes, subí las escaleras para ver si Dennis estaba bien. Nunca lo había visto comportarse así. Era el tipo de furia que, en mi mente, acumulaba después de la guerra, el tipo de furia que había alimentado en las selvas de Vietnam con cansancio camuflado y pintura de guerra.

Toqué a su puerta y al no obtener respuesta la abrí. Es extraño, pero era la primera vez que estaba en el departamento de Dennis. Era un estudio pequeño con pisos de madera viejos. Estaba sentado con la cabeza entre sus manos. Era limpio y espacioso, la ventana abierta revelaba una vista de la estética de enfrente y la fronda cerosa de la palmera que estaba afuera. En el muro había una bandera de Estados Unidos enmarcada, pero ésa era la única decoración visible en los muros.

—¿Qué pasó, Dennis? —dije.

Seguía de pie porque aún estaba un poco asustado. Me negaba a subestimar la fuerza de un hombre de sesenta y tantos años.

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—No he sido honesto con ustedes, hijo —dijo suavemente. Se sacudió algunas fibras sueltas del pantalón. No volvió a hablar hasta que habían transcurrido varios minutos de silencio. —Les mentí sobre la renta.

—¿La tienda no va a cerrar?

—No, sí lo hará, pero no por las razones que les di.

Luego me contó sobre sus planes de mudarse a Miami Beach para estar con su ex esposa, Mavis, después de todo este tiempo. Sobre cómo su esposo había muerto hace unos meses y no se habían dejado de llamar desde entonces, cómo él la ayudaba a superarlo.

—¿Aún la amas? —le pregunté, sin poder creerlo del todo.

—¡No! Por supuesto que no. No me molestaría tenerte en mi cama —dijo mientras me daba un codazo. —Pero tenemos historia, hijo. Es difícil de explicar. Me siento solo, a veces. No podrías entenderlo, y espero que nunca tengas que hacerlo.

Entonces le pregunté por qué nos había mentido.

—Vergüenza, supongo. ¿Quién querría admitir que está cansado de estar solo? Te lo iba a decir una vez que estuviera allá, pero esto era más sencillo, creo.

Sentí que algo crecía en la boca de mi estómago, dolía. Más tarde esa noche, cuando estaba en la cama junto a Patrick, finalmente entendí el dolor: traición. Hasta entonces no me había dado cuenta de que, por mucho tiempo, dependí de la idea de que Dennis fuera capaz de tener una vida feliz solo.

***

Madison y yo nos despedimos en el área de seguridad del aeropuerto. Fuimos a despedir a Dennis porque, en verdad, somos lo más cercano que tiene a una familia en el condado de Los Ángeles. El resto de sus amigos se había mudado a pequeños búngalos en el desierto o habían muerto. Lleva una camisa de manga corta con estampado floral y sandalias. Los ojos de Madison están llenos de lágrimas. Las personas se abrazan alrededor. Dicen: “Te extrañé”, “Ha pasado mucho”, “Te amo”, “Adiós”.

—Te va a ir bien, corazón —le dice a Madison. —No tengo ninguna duda de ello.

Luego me envuelve en sus brazos y me aprieta el trasero.

—Para que tengas buena suerte —dice. —No me voy a desparecer. No te preocupes. Te enviaré una tarjeta de navidad este año y quiero que hagas lo mismo. Sé cuánto las odias.

La fila para la seguridad parece infinita. Da vuelta sobre sí una y otra vez. Dennis se despide con la mano hasta que finalmente se desvanece en los detectores de metal y entre la muchedumbre.

Vemos cómo varios aviones despegan en la pista, cada uno asciende rápidamente, hasta que no es más que un punto que desaparece entre las nubes. No podemos estar seguros de cuál es el suyo, pero con cada avión me lo imagino con su cara contra la ventana, viéndonos hasta que finalmente también desaparecemos.

Al poco tiempo Madison me dice que se va y que espera verme por ahí. Su voz es frágil y titubeante, pero sé que no durará. Sólo es el momento.

Me quedo de pie viendo hacia la pista y las irregulares montañas a través del vidrio. También veo mi reflejo. Flota, diáfano y transparente, sobre las montañas.

Estoy desperdiciando el tiempo.

Thomas Gebremedhin se graduó del Iowa Writer’s Workshop y de Duke University. Vive en Brooklyn y trabaja en Vogue.