La deprimente vida de los árboles de Navidad

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La deprimente vida de los árboles de Navidad

Cada año, después de Reyes, las calles y callejones de muchas ciudades se llenan de abetos de Navidad. El año pasado, quise averiguar de dónde venían todos esos árboles y saber cuál era su experiencia.

Cada año, después de Reyes, las calles y callejones de muchas ciudades –entre ellas la mía, Londres- se llenan de abetos de Navidad y yo siento que un pequeño elfo en mi interior muere. Por eso, el año pasado, por estas fechas, quise averiguar de dónde venían todos esos árboles y saber exactamente cuál era su experiencia.

Cogí el tren y me dirigí a una granja en Cheshire que, según tengo entendido, es la principal proveedora de árboles de Navidad de Londres. Cuando llegué, me recibió una multitud de familias emocionadas y leñadores pertrechados con motosierras que cortaban árboles de cinco años de edad en un campo cercano. Allí la gente compraba árboles recién arrancados de la tierra y se los llevaban a casa atados a la baca del coche.

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Los árboles que no se consiguen vender en las granjas como la de Cheshire son trasladados a la ciudad, donde se venden a precios más altos. Varían en tamaño y edad, desde árboles diminutos a otros maduros. Pero solo los más bonitos son seleccionados.

Los arrastran por las calles, portados por parejas de humanos como si se tratara de heridos en camilla, o trasladados en transporte público. Se instalan en acogedoras casas adosadas, sobre suelas alfombrados, o en tiendas exclusivas para urracas de clase alta. Los podan, los mutilan y los exhiben junto a la ventana.

Luego, unos días después de Año Nuevo, empiezan a deshacerse de ellos, tirándolos al frío y húmedo asfalto: una visión nada agradable. Despojados de sus ornamentos, yacen entre bolsas de basura. Unos pocos afortunados acabarán en algún parque, para ellos es como si acabaran su vida de vuelta en casa. Pero para la mayoría, su final es tan horrible como lo es para nosotros, los humanos.

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