¿Dejar la ciudad para irte a vivir al campo puede hacerte más feliz?

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¿Dejar la ciudad para irte a vivir al campo puede hacerte más feliz?

Todos los que han vivido en una ciudad sucia y ruidosa han soñado con vivir en el campo alguna vez, así que le preguntamos a algunas personas que sí lo hicieron cómo les ha ido.

Todos los que han vivido en una ciudad sucia han soñado con vivir en el campo alguna vez. ¿No sería más fácil mandar todo a la mierda a cambio de una vida mejor y más tranquila en medio de la nada?

¿Pero qué pasa con lo que sí cumplen ese sueño? ¿Sus vidas en verdad están llenas de paz y tranquilidad? Para averiguarlo, pedimos a algunos escritores que dejaron atrás la vida de ciudad a sus 20 o 30 y tantos que nos explicaran cómo les ha ido hasta ahora.

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Amy Liptrot, 34: "Lo mío es esta tierra de grandes acantilados, vientos fuertes y mares hostiles".

Mi regreso a Orkney, el grupo de islas al norte de Escocia donde nací, fue más práctico que idealista. Mi vida en Londres había tomado la aburrida trayectoria del alcoholismo. Tras años de intentar controlar mi forma de beber, renuncié a mi trabajo y me inscribí a un programa de rehabilitación de tres meses. Cuando terminó el tratamiento, estaba desempleada y frágil. Decidí regresar a Orkney por unas semanas en lo que enviaba solicitudes de empleo y le encargué mis cosas a un amigo. Al final, mis pertenencias se quedaron tres años en su casa.

Estuve ayudando a mi papá en la granja un tiempo. Reparaba los muros y le ayudaba con las ovejas. Un día me ofrecieron un trabajo en la RSPB, que consistía en rastrear codornices durante la noche. Empecé a nadar en el mar. Mientras más tiempo pasaba ahí, más me daba cuenta de me encantaba ver la luna y las olas, los pájaros, el clima y el folclor local. Pero lo más importante fue que estaba aburrida y hambrienta, así que empecé a escribir sobre mis nuevos gustos.

Me fui un invierno a una de las islas más pequeñas de Orkney, la isla Papay, que tiene apenas 70 habitantes, para escribir. Como soy hija de un granjero de las islas, sabía perfectamente en qué me estaba metiendo. Quizá las pocas horas de luz y el paisaje erosionado por el viento parezcan deprimentes pero yo sé que sólo se necesita imaginación para poder vivir ahí. Hace unos años, un amigo me dijo "Vas a escribir un libro muy bueno sobre Orkney" y en ese momento me pareció una posibilidad muy lejana. Doris Lessing dijo que "todos los escritores tienen un país mítico" y descubrí que, por más que me resista, la vida nocturna no es lo mío. Lo mío es esta tierra de grandes acantilados, vientos fuertes y mares hostiles

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Cada año, millones de jóvenes salen de la universidad y se van a vivir a la ciudad en busca de experiencia y estimulación. Pero es posible convivir con personas que se parecen a ti en la ciudad y no cambiar tu forma de ser. Los pueblos pequeños y las zonas rurales, donde está la familia y los amigos que dejaste atrás, es donde normalmente se encuentra la rareza fértil. Algunas de las personas que pasan la mayor parte de su vida frente a una computadora se están dando cuenta de que pueden hacer lo mismo en el campo, donde la renta es más barata y el aire es más limpio.

El libro ya está terminado y, por supuesto, se trata de Orkney, pero necesitaba algo que me diera la fuerza de voluntad para permanecer sobria y hacer un análisis profundo sobre mi persona. Y claro, el mejor lugar para hacerlo era en las islas. Aunque, irónicamente, gracias a las complejidades de la vida, el trabajo y el amor, regresé a Londres y estoy viviendo ahí. El estira y afloja, como en las olas, es continuo.

The Outrun, el libro de Amy, ya está a la venta fue publicado en la editorial Canongate.

Katie en Derwent Valley en el Distrito de los Picos. Foto por Jeff Smith.

Katie Harkin, 29: "Siento que estoy más preparada para el aislamiento del campo que para la soledad de la ciudad".

Igual que un músico cuando va de gira, la relación que tengo con mi hogar tiene sus altibajos. O estoy totalmente ausente o estoy presente todo el tiempo. Después de graduarme de la universidad, viví en cuatro ciudades del Reino Unido en cinco años pero nunca me sentí en casa hasta que me mudé al Distrito de los Picos.

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El "Distrito de los Picos" es el parque nacional más antiguo de Reino Unido. Irme a vivir al campo no fue una decisión consciente. Cuando estaba escribiendo las canciones para el último disco de mi banda anterior, me subí al auto y conduje cuesta arriba hasta encontrar un lugar tranquilo para poder trabajar en las letras pero me enamoré de la belleza de los paisajes.

Llevo dos años viviendo aquí y siento que mi nuevo hogar me ha obligado a tener una vida con propósitos. El único lugar donde se puede comprar comida está cerca de la iglesia y para ir a tomar un café hecho por alguien más tengo que caminar y casi 11 km. En vez de interrumpir todo mi día con las comodidades de la ciudad, no tengo otra opción más que comprar todo lo que necesito con anticipación. Eso y la renta barata hacen que la vida aquí no sea solamente barata sino que me ha formado una rutina en la que puedo ser más creativa en vez de vivir siguiendo los horarios de la ciudad.

Hay retos prácticos, como una vez que me desperté más temprano que el granjero que limpia los caminos del pueblo y tuve que arrastrar mi maleta cuesta arriba en plena tormenta de nieve para alcanzar un tren que me llevara al aeropuerto. Sin embargo, las experiencias más importantes desde que mudé aquí han sucedido dentro de mi casa. Siento que estoy más preparada para el aislamiento del campo que para la soledad de la ciudad.

Sin embargo, el aislamiento ha sido un desafío. La primera vez que vine, disfrutaba de una admiración unidimensional y tal vez ingenua de lo bonito que era el entorno. Después de la muerte de un amigo que tenía un gran aprecio por la naturaleza, empecé a respetar mi entorno de una forma más holística. Ahora veo lo efímero del paisaje. No es la posibilidad eterna, infinita e inamovible que creía era al principio. Darme cuenta de esto es como un regalo de despedida de parte de mi amigo.

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Con frecuencia, mi ansiedad en la ciudad era porque me sentía como una espectadora y no como una autora. Me di cuenta de que necesitaba ser más que un consumidor creativo. No tener una comunidad creativa cerca —y una buena dosis de miedo a perderme de las cosas— me ha hecho ser más activa en mi búsqueda de inspiración para escribir.

Cerca de donde vivo está Mam Tor, que localmente se conoce como "La montaña temblorosa" por los deslaves frecuentes. Vine aquí porque en busca de paz y tranquilidad pero me di cuenta de que esa búsqueda es en vano. La naturaleza es impulsiva. Hasta las montañas resuenan.

Tom afuera de su casa en Cookley, Suffolk.

Tom Usher, 28: "No me despierto en la madrugada por el ruido de las ambulancias o de mis roomies metiéndose coca a las 3 AM".

Tengo un lazo con el campo porque mis padres se divorciaron cuando yo tenía 10 años de edad y la reacción de mi mamá fue comprar una casa de campo en Sternfield, Inglaterra. Un día fue por mí y por mi hermano a la escuela en Londres y nos dejó en medio de la nada. En ese momento creímos que era una casa para vacacionar. Cuando vimos que el lugar no estaba amueblado y que salía agua sucia de la llave, pensé: "Ya quiero que se acaben las vacaciones". Y después vi dos camiones de mudanza estacionarse afuera de la casa.

Esa fue la primera de las tres veces que me he mudado al campo contra mi voluntad. Cuando tenía 22 años de edad, me mudé a Norwich, una ciudad no tan grande como Londres, pero tuve que regresarme porque la persona con la que vivía me odiaba y me corrió de la casa para meter a su amigo. En Norwich tomaba y me drogaba todos los días cuando iba a la escuela. Por eso, cuando regresé al campo, sentía que estaba en una película muda. El pueblo más cercano estaba a una hora de mi casa a pie y la ciudad más cercana estaba a otra hora en tren. Reprobé el examen para la licencia de manejo dos veces y ya no tenía dinero para pagar más cursos, así que dependía totalmente de mi madre para el transporte —algo que está bien a los 16 pero es vergonzoso a los 22—. Me sentía atrapado y los fines de semana en la ciudad se volvieron explosivos. Los cambios entre el silencio insoportable de la semana y las pedotas de los fines de semana eran muy dañinos para mi salud.

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Cuando regresé a Londres, entré al círculo vicioso de trabajos de tiempo completo, quincenas y la rutina de vender tu alma para poder pagar la renta. Me encantaba pero era demasiado. Las únicas constantes en Londres eran departamentos horribles, lunes horribles y una pésima salud. Así que empaqué mis cosas y me fui.

Esta vez me resulta más pacífico. Ahora, en vez de sentirme atrapado, me siento tranquilo. Tal vez es porque ya soy más viejo. Duermo mejor, no pienso tanto acerca del fin de semana y no me despierto en la madrugada por el ruido de las ambulancias o de mis roomies metiéndose coca a las 3 AM. Es lindo sorprenderse porque las cosas son más baratas y no más caras de lo que esperas. No es perfecto —la población total es de 60 personas, todos son demasiado amables y mis únicos matches en Tinder son las chicas a las que les gusta montar a caballo—. Aprendí que es mejor no tratar de replicar la vida citadina por ningún motivo. No hay pizza, no hay cervezas artesanales y no hay problemas para encontrar casa. De hecho, es agradable tener tanto espacio. Esto no significa que no extrañe la ciudad, sólo que en esta etapa de mi vida, el cambio mejoró mi salud en vez de empeorarla.

Milly en la zona rural de Worcestershire.

Milly McMahon, 30: "Cuando salgo, voy a bares locales a escuchar a la gente hablar sobre su vida y no sobre su trabajo".

Dejé Londres hace dos años, justo cuando me enfrenté a un dilema crítico en mi vida. Estuve viviendo en Hackney por diez años y trabajé en una revista de moda ocho de esos diez años. Mis amigos y mi familia vivían en la capital. Todo, aparte de mi felicidad, estaba dedicado a seguir el camino que imaginé que iba a recorrer en mi vida. Todos los meses eran los mismos altibajos —viajaba a lugares exóticos, entrevistaba a personas increíbles, luchaba por entregar todo a tiempo y buscaba formas nuevas de ganar los suficiente para pagar la renta—.

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Pero hubo un momento en que la rutina diaria me fastidió. Cada que preguntaba a alguien a mi alrededor "¿Cómo estás?", la respuesta era "Ocupado". Fuera del trabajo, las pláticas eran sobre el estrés que sentíamos. Todos los viernes, el control que ejercíamos sobre nuestras vidas profesionales se perdía por completo. Me sentía abrumada, triste y desesperada. Amaba mi trabajo pero no estaba dispuesta a morir por él. Así que dejé esa vida, ese hogar, ese trabajo y ese futuro para regresar a mis raíces, en el campo de Worcestershire.

Estoy a punto de empezar el tercer año de la carrera de enfermería en una universidad local. Mi primer trabajo aquí fue en un pequeño hospital comunitario. Mis turnos eran de 15 horas y mis tareas consistían principalmente en cuidar pacientes que padecen alzheimer, parkinson, demencia o enfermedades terminales. Recuerdo que una vez bañé a un hombre en la mañana y falleció en la tarde. Escuchar cómo luchaba para inflar y desinflar sus pulmones no me estresaba. En vez de eso, me hacía sentir una conexión más profunda con mi paciente y su necesidad de dignidad en sus últimas horas. De pronto sentí un nuevo nivel de afinidad con el trabajo por el que sacrifiqué tanto.

Cuando vivía en Londres, todos los fines de semana ponía a prueba mi cuerpo. Ahora, cuando salgo, voy a bares locales a escuchar a la gente hablar sobre su vida y no sobre su trabajo.

Sigo en contacto con mis amigos en Londres. Sé que mi trabajo les da asco o suena aburrido. Tocamos ese tema cada que voy de visita a Hackney para recordar la energía y libertad que inspira la ciudad. Londres es un viaje y el mío terminó en el momento indicado, cuando me di cuenta de que cada día merece la oportunidad de lograr algo nuevo y no se debe desperdiciar tratando de recuperarse de algo feo o antiguo.

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Annette y su esposo cerca de su casa en Old Chatham, en el estado de Nueva York.

Annette Barlow, 33: "Si quisiera que me llevaran una pizza a domicilio, tendría que pagar más de 20 mil pesos".

Afuera está a 21ºC bajo cero y salir de casa es peligroso. Con sólo caminar 30 metros para ir a sacar la basura y regresar, a pesar de que traer un abrigo especial para temperaturas extremas, cada centímetro expuesto de mi piel arde como si se estuviera quemando. Las botellas que olvidamos anoche en el auto se congelaron y explotaron. El otro día, la camioneta se paró en una pendiente y tuve que bajarme a empujarla hacia abajo en reversa. Fue una salida de 50 minutos en la que pude haber muerto y todo para ir por una bolsa de café.

Mañana es el cumpleaños de mi esposo y apenas hoy nos dimos cuenta que no va a recibir ninguna tarjeta de felicitación. No es porque sea odioso ni nada por estilo. Lo que pasa es que, según el sistema de correos estadounidense, nuestra casa no existe. Tuvimos que abrir un apartado de correo en la oficina local de correos, lo cual es muy normal en las poblaciones rurales. De hecho, está bien tener que ir por tu correspondencia porque así conoces a tus vecinos más cercanos, que viven tan lejos que no te los puedes encontrar.

Nuestros vecinos en Londres vivían demasiado cerca. Era una familia grande que organizaba parrilladas todos los fines de semana. Tenían niños pequeños que se la pasaban gritando y siempre ponían música garage a todo volumen. También había una señora viejita con la que tratamos de ser amables hasta que empezó a decir que nosotros teníamos la culpa de que sus recibos de gas llegaran tan altos y a hurgar en nuestros botes de basura en la noche. Estábamos sumergidos en el ruido de otras personas las 24 horas del día. Ni siquiera podíamos escuchar nuestros propios cuerpos, pensamientos, tristezas o alegrías. Todo lo que hacíamos se filtraba a través del lente de los otros nueve millones de habitantes en Londres y nuestras vidas ya habían dejado de ser nuestras. Éramos como hámsters en una rueda. Los hippies en nuestro interior querían aventurarse en la naturaleza, salir y trazar su propio camino. Y Hudson Valley, en el estado de Nueva York, nos ofreció todo lo que necesitábamos: montañas vertiginosas, un terreno barato y cercanía a la ciudad de Nueva York en caso de que Bikini Kill se reúna y quiera verlas en concierto.

Aunque no toda la vida aquí consiste en experiencias cercanas a la muerte, soledad y sabañones. El cielo es diferente. No es el cielo entre azul y gris que se ve en la ciudad. De noche, está cubierto de estrellas. La vista de las montañas y los canales es tan poderosa que te deja sin aliento. Claro, estás a 30 minutos del doctor más cercano y es más fácil que te lleven en helicóptero al hospital a que tú llegues en auto. Pero también es silencioso, majestuoso y te llena de vida. Cuando el suelo se descongele, vamos a talar nuestros propios árboles y cortar nuestra propia madera. Compramos nuestra comida directamente a las granjas y el internet se va tan seguido que ya hasta aprendí a tejer para entretenerme. Es de las cosas más difíciles que he hecho pero también es lo mejor. Aunque si quiero que me lleven una pizza a domicilio, tendría que pagar más de 20 mil pesos.