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VICE Sports

Corrí el Maratón de la Ciudad de México y sobreviví

"¡Pinche Maratón de la verga! Pero ya voy a llegar. Sólo tres kilómetros, tres kilómetros".

"¡Pinche Maratón de la verga! Pero ya voy a llegar. Sólo tres kilómetros, tres kilómetros". Y las rodillas me mataban. Los pies los sentía hinchadísimos y la humedad me estaba calando.

No llegué con tan buen entrenamiento a la edición 32 del Maratón Internacional de la Ciudad de México. Un problema con el nervio ciático me tuvo fuera prácticamente de toda la preparación. Sólo entrené las últimas cinco semanas. Sin embargo, hacer bici constantemente y algunos estiramientos de terapia ayudaron a que los músculos no perdieran condición.

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En la línea de salida estaba un poco nervioso, bromeaba con algunos corredores del equipo con el que entreno para distraerme y no pensar en que podría lesionarme en una de esas. A lo lejos veía a unos sujetos delgados, así como a los flacos del barrio, correosos, con los brazos y piernas marcados por los músculos, sin llegar a ser corpulentos. Eran los competidores elite, africanos la mayoría, de Kenia y Etiopía. Por ahí se asomaban uno que otro moreno: dos mexicanos y un peruano. Paradójicamente, como suele decir mi abuela, ellos eran los negritos en el arroz. Así es cada año.

Caía una leve llovizna y yo recordaba los consejos de mi coach: "Cuidado con las curvas, se pueden patinar. Si se resbalan traten de caer como panditas". Ahí me detenía para pensar: "¿Y cómo chingados cae un panda cuando se resbala?" Y en verdad, mi mente regresaba a la niñez para rememorar la jaula de cristal de estos animales chinos en el zoológico de Chapultepec. Pero no veía nada. ¡Pinches pandas, sólo se la pasaban sentados tragando bambú! Nunca los vi jugar.

Imagen cortesía del Maratón CDMX.

De pronto la fina lluvia se convirtió en tormenta. Ni siquiera habíamos trotado cuando ya todos estábamos completamente mojados. Uno que otro ingenuo trataba de taparse con su capa de plástico de 10 pesos que consiguió afuera del metro. Pero el agua siempre es más fuerte; un impermeable, tan grueso como bolsa de supermercado, no es rival.

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Fue entonces que llegó a mi cabeza otro consejo del coach: "No pisen los charcos. Si se meten en uno, ampolla segura". El problema es que ya tenía los pies empapados y ni siquiera había dado un paso. ¡Qué la chingada!

Por fin llegó el balazo de salida y 20 mil sujetos comenzamos a correr bajo la lluvia, desde la Alameda Central hasta el Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria. Y yo trataba de esquivar los charcos. Sí, mis pies estaban mojados, pero no tanto como para que en la piel se formara esa pequeña bolita con líquido linfático y otros fluidos. Sin embargo, eso no lo sabía el corredor que estaba a mi lado. No me importaba que él y otros se metieran en las pequeñas lagunas que se formaron en el Paseo de la Reforma, y que se creyeran basiliscus, esos pequeños lagartos que caminan sobre el agua. Pero al hacerlo, salpicaban tanto como cuando caen de panzazo en alberca de balneario, y toda esa agua se depositaba en mis tenis. No quedó de otra que asumir actitud Zen.

Imagen cortesía del Maratón CDMX.

Yo corría, la lluvia cesaba y atrás dejaba la Unidad Tlatelolco, el edifico de la Lotería Nacional, la Bolsa Mexicana de Valores, la fuente de La Diana, el Ángel de la Independencia, la Torre Mayor y demás construcciones emblemáticas. Me acercaba a la zona de Polanco y llegó a al pensamiento la advertencia de un corredor experimentado: "Ahí el suelo es muy duro, ten cuidado". De pronto percibí un olor que no asociaba con una de las zonas más pomposas y chic de la ciudad. Conforme me internaba en la colonia, más fuerte se volvía ese aroma vaporoso, espeso, fétido. La basura elegante, el remozamiento inconcluso de Mazaryk y la lluvia provocaron que las coladeras, en vez de recibir el líquido que anegaba las calles, vomitaran aguas negras. Ahora sí, a la altura del Museo Soumaya, había que esquivar los charcos, a menos que uno se sintiera a gusto pisando el agua con mierda de Las reinas de Polanco, como llamó Guadalupe Loaeza a las damas de excelente cuna, corona y cetro de diseñador.

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La salida hacia Chapultepec era lo que muchos esperaban. Ahí se podía respirar aire fresco, oxígeno no tan puro aunque, eso sí, más limpio que en Polanco, con olor a hierba intensificado por la lluvia. Y sí, el aroma era más agradable, pero en medio de la pista, luego de correr casi 22 kilómetros, apareció un espejo de agua estancada, tan grande que parecía un tercer lago en la primera sección del famoso bosque. Pero este no era verdoso y con moho, como esos donde conviven fraternalmente patos, peces de agua puerca y lancheros de fin de semana. No. Este era café, casi tirándole a negro, por el lodo que venía de los jardines.

A los atletas elite nos les importa meter los pies hasta las pantorrillas en esos charcos, pero al resto de los competidores no les pagan por hacer eso; todo lo contrario, les cobran y muy caro: 500 pesos la inscripción regular, mil si se consigue con alguna fundación para apoyar causas como el combate a la obesidad o el cuidado al medio ambiente y tres mil o más en la reventa. Entonces, para evitar el pequeño lago, los corredores invadieron las áreas verdes. Era curioso ver cómo seguían esa ruta alterna, igual que una hilera de hormigas, algunos con paso lento y los brazos extendidos para conservar el equilibrio y otros levantando las piernas como caballos bailadores. Y entre los gritos de "cuidado con el charco" y "pinche ruta pitera", se escuchaba el chomp, chomp de las pisada en el lodo. No faltó quien expresara un "¿así quieren hacer el maratón con nivel internacional? Qué vergüenza"; mientras yo pensaba: "¿cómo chingados caen los pandas?"

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Imagen de @zanakenobi.

A esa altura, el consumo constante de agua y de esas bebidas que llaman isotónicas me hizo efecto. Sí, rehidrató, pero también provocó la necesidad de expulsar el exceso de líquido de la vejiga. Había dos opciones: pasar a uno de los baños portátiles instalados a lo largo de la ruta, donde uno debe aguantar la orina hasta que hagan lo propio los cinco tipos que llegaron antes que uno, guardar la respiración para no inhalar la peste provocada por los meados, el excremento, el sudor y el desinfectante —¡mmmm, pura salsa borracha!—; y perder el buen paso que uno lleva. La otra es ir detrás de un árbol, un arbusto o un auto, dependiendo de la circunstancia, con otros tres sujetos que por una extraña razón les gusta socializar mientras traen el pito en la mano y mean. La mayoría prefiere esta alternativa porque es la más rápida para desaguar el cuerpo. Además, uno no pierde el ritmo de carrera. No vaya a ser que en vez de terminar en cuatro horas 28 minutos, concluya dos minutos después, cerquita de los primeros lugares, quienes cruzan la meta pasadas las dos horas de competencia.

Sorprendentemente, luego de 28 kilómetros me encontraba bien, con mucha fuerza, ni parecía que había tenido un entrenamiento precario. Sin embargo, ya empezaba a notarse el desgate físico. Cuando entramos a la Condesa el estómago comenzó a reclamar. Un dolor ya conocido se ubicó justo arriba del ombligo. Tenía hambre y no traía conmigo ni una galletita de esas que da el DIF en las primarias públicas. De pronto, una silueta blanca se asomó a unos 100 metros. Era como esos matabichos eléctricos al que todos los insectos se acercan hipnotizados por su luminosidad. Se trataba de un sujeto envestido como chef, que repartía pequeños sandwiches con crema de avellana. Nunca había comido uno tan delicioso. En esa condición, cualquier alimento sabe a gloria. Si el tipo hubiera querido jugar una broma y colocar laxante en sus bocadillos, yo hubiera sido su víctima número uno porque me engullí dos emparedados. Así de grande era mi apetito.

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Imagen cortesía del Maratón CDMX.

Poco a poco el piso abandonó su color negro asfalto y se comenzó a manchar de amarillo. Las cáscaras de plátano invadieron la ruta. Adelante varios corredores tiraban el pellejo de la fruta a su paso en vez de hacerlo en los contenedores que se instalaron para la basura. Lo mismo pasaba con las bolsas de agua, los vasos desechables, la piel de la naranja, la envoltura del chocolate. Era el camino hacia el castillo de Oz pero hecho mierda, como cruzar una campo minado: cuidado con pisar una porque no la cuentas. Igual que en un videojuego se debían esquivar los obstáculos puestos por el personaje malo para que no lo alcanzaras, porque una vez que lo atraparas le romperías la madre por puerco.

De pronto sentí en la entrepierna un piquete, nada que me impidiera dejar de correr, pero era molesto. La vaselina que me unté por la madrugada, antes de enfundarme en lycras y parecer dama fodonga en fin de semana, se había caído con la fricción. Imaginaba que en un par de horas esa parte de mi cuerpo iba a estar tan rozada que parecería infección contraída por coger sin usar condón. Pero el dios de los corredores lentos fue benévolo e hizo aparecer a una ninfa con un tarro de ese aceite mineral que también hay que colocar en las axilas, los pezones y los testículos.

Sin detener la marcha metí los dedos en el contenedor que sostenía su mano derecha y enseguida estiré la lycra a la altura de mi cintura, abrí las piernas y embarré esa sustancia cremosa en la ingle. Una chica me miró un tanto confundida. Tal vez más adelante tenga algún trauma ligado con su vida sexual. Yo sólo sonreí porque me sentía aliviado.

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Los últimos 10 kilómetros de un maratón son el reto a vencer. A esa altura, luego de correr por más de tres horas, uno ya está cansado, aparecen los calambres, los kilómetros se hacen más largos y cruzan las ganas de abandonar. Es el momento en el que un reportero pregunta "¿cómo te sientes?" y se le responde con toda sinceridad: "De la chingada, cabrón". Pero uno continua. No por nada se abandona unos meses el vinito con queso del viernes, la plática con los amigos que termina en mezcal y chela, el rico y grasoso taco de carnitas con su tortilla doble y cebollitas curadas con chile habanero. Ahora uno acaba porque acaba, sobre todo después de ver una pancarta con una gran promesa: "cruzando la meta hay cerveza". Eso es motivación.

El momento crítico llegó en el km 39. La subida desde avenida de la Paz me pegó fuerte. Las rodillas dolían, la vaselina puesta arriba del talón ya se había caído y el tenis empezaba a tirar la piel poco a poco en esa parte del cuerpo. Los pies estaban hinchadísimos y la humedad calaba.

—¡Pinche Maratón de la verga! Pero ya voy a llegar. Sólo tres kilómetros, tres kilómetros—, pensé.

Y mis maldiciones fueron interrumpidas por los gritos que provenían de una mancha roja a la que me acercaba poco a poco. "Ya vas a llegar", decían unos; "con todo, corredor", vociferaban otros. Aquellos hombres y mujeres de todas las edades realizaban su propio maratón. Habían llegado antes de las cinco de la mañana para apartar un buen lugar en el kilómetro 40 y apoyar a sus hermanos, amigas, padres y todo el que pasara frente a ellos. Nunca se callaban, eran ruidosos, dejaban la vida en un grito, le competían a las guacamayas. Tienen bien merecido su nombre: Porra Mitotera.

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Foto por Jenny Ramos.

Por extraño que parezca, aquel alboroto inyectaba potencia. Yo chupaba un poco de su energía, así como sanguijuela. Uno de ellos se acercó para darme una bolsa con refresco: "para el último estirón", me dijo. Otro me dio un apretón de mano y soltó un "ya terminaste, hermano". Yo sólo miraba y pensaba: "¿y el kilómetro y medio que me falta está a lo pendejo, o qué?".

Pocas veces el estadio de Ciudad Universitaria se ve sin banderas de los Pumas y sin la agresividad de los grupos o barras de apoyo. Se ve lindo libre de futbol. Aunque cuando uno lo rodea mientras se corre un maratón poco o nada lo aprecia. Lo único que se quiere es llegar y dejar de corre ya. Pero esta construcción todavía tiene una última sorpresa para los maratonistas: una rampa que conduce a la pista de tartán. Son sólo unos 20 metros de subida, pero parece una pared a la que se debe combatir escalando. Uno la ve y reza porque aparezcan unas escaleras eléctricas, o que por lo menos sea como una de esas bandas de los aeropuertos. Pero no. Hay que subir aunque las piernas tiemblen. Es el último jalón.

De pronto la luz se vuelve intensa, lastima los ojos y los párpados caen por instinto. Al abrirlos una gran ovación recibe al corredor. La meta se ve al fondo y uno recorre esos últimos 200 metros repitiendo "ya llegué, ya llegué". Y cuando se está a punto de pasar triunfante la linea de meta, aparece desde atrás una corredora atrabancada, empujando a todo el que se le ponga en frente, como si le fueran a cerrar la puerta del metro en hora pico. Cree pasar antes que nadie la meta y levanta los brazos, quiere una foto ella sola y sonríe. Pero no cuenta con que a unos tres metros de ella otro corredor alza el puño triunfante y la cara de la chica queda oculta detrás de su mano. La esperada imagen se esfuma. Será para el siguiente año que consiga la tan ansiada fotografía cruzando sola la línea final, o cuando termine en los primeros 25 lugares.

Foto por el autor.

Los sentimientos se revuelven en cuanto se cruza la meta y uno siente, antes que nada, alivio. Se acabó, ya no hay que correr más. De hecho no había que hacerlo, pero uno quiere romper límites corriendo 42 kilómetros y 195 metros. Un par de sujetos se abrazan, otro llora, uno más aplaude y no falta al que le queda pila para seguir trotando.

Al final uno queda con mucha hambre, con dolor en la espalda, las rodillas, los muslos y las nalgas. Pese a todo se asoma la sonrisa. Ha sido una buena experiencia de vida, pero no hay que volver a hacerlo… hasta el año que viene.