Lo que importa es que lo arreglen

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Especial de ficción

Lo que importa es que lo arreglen

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina.

Ilustraciones por Alexis Mata, Ciler.

"Lo que importa es que lo arreglen" forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016. Si quieres leer la revista completa en PDF, haz click AQUÍ. Para leer los cuestionarios 20x20 con los autores antologados, haz click AQUÍ.

Sujetando el bulto húmedo y tibio, que se amolda a sus manos como si hubiera sido diseñado para estar en medio de éstas, Alfonso gira la cabeza y busca en todos los rincones. Pero tampoco es que éstos, los rincones de su casa, sean tantos.

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Date prisa, Alfonso, oye que le dicen desde el suelo y los nervios, que hace rato se adueñaron de sus brazos, descienden por primera vez hacia sus piernas. Ya voy, mujer, estoy buscando, responde echando a andar al cuarto en donde duermen sus dos hijas, desentendidas por completo de los ruidos de la última hora y media.

Recargadas en la puerta, sobre el firme que hace un mes echaron él y sus cuñados, yacen las mochilas de sus niñas. Respirando aliviado y apretando el bulto entre su pecho y el más torpe de sus brazos, Alfonso libera la más hábil de sus manos, inclina el torso, alza del suelo la mochila cuyo cierre advirtió abierto, la voltea y sacudiéndola vacía su contenido.

Ándale, Alfonso, tienen que arreglárnoslo lo más pronto posible, oye que otra vez lo apura su esposa y es así que mete al niño en la mochila, se echa ésta a la espalda y vuelve hasta el lugar donde Constancia, desmadejada y dolorida, vence a la amenaza del desmayo. También a ti van a arreglarte, afirma Alfonso obligándose a esbozar una sonrisa, levantando a su mujer y acunándola en sus brazos. Luego sale hacia la calle, donde escucha el rumor de una sirena.

Antes de abandonar el terreno que hace casi cuatro años invadieron él y su familia, Alfonso se detiene sorprendido: un vendaval inusitado recorre la tierra. El viento trae consigo tanta rabia que sus golpes estremecen a Alfonso de una forma que no puede comparar con nada previo y que los hombres y mujeres de los cerros que rodean la gran ciudad, habrán de recordar por mucho tiempo. Déjame y vete a que lo arreglen, Alfonso, no es normal que no nos llore.

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Ándale, Alfonso, tienen que arreglárnoslo lo más pronto posible, oye que otra vez lo apura su esposa y es así que mete al niño en la mochila.

Ya te dije que aquí no vas a quedarte, responde Alfonso contemplando el revolverse enfurecido de la hierba que se alza en los linderos de su predio: voy a llevarte a ti también o no irá nadie. No seas terco, Alfonso, insiste Constancia pero su esposo ha echado a andar de nuevo y ha llegado hasta la calle, donde el viento aúlla como si alguien lo hubiera lastimado y, vengativo, arrasa con las cosas que a su paso va encontrando. Viene además cargado de piedritas, varas y basuras. Y para colmo baja de lo alto de la loma.

Girando el rostro hacia la cima de su cerro, Alfonso busca entre los muros de ladrillo, láminas y lonas, entre los esqueletos de los coches, los tinacos y el ejército erguido de varillas un espacio que lo deje observar el edificio que anhela. El mismo del que antes los echaron porque no era todavía hora: váyanse a su casa que les falta y aquí estorban. La forma serpenteante de la calle, sin embargo, no permite que Alfonso alcance a ver la clínica que el Sindicato de Trabajadores de Basura inauguró hace dos años y medio.

Confiando en su memoria para no extraviarse en su ascenso, Alfonso aprieta los dientes, inclina el torso levemente y echa a andar contra el fuerte vendaval que lo golpea. Pero además de su coraje, el viento arrastraba tras de sí un espeso olor a cosas fermentadas, plásticos quemados y animales descompuestos. Envuelto en un tornado de humo, Alfonso tose y se asfixia con sus mocos y sus babas. Entonces se detiene y jadeando escucha a Constancia: en serio no estés de atestado, Alfonso.

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Voy a llevarte a ti también o no iremos ninguno hasta allá arriba, promete Alfonso pero en los fondos de su alma algo se quiebra: al mismo tiempo que renuncia a la clínica que se alza en lo más alto de la loma, piensa, por primera vez en todo el día, en dejar a su mujer ahí donde se hallan. Al instante, encabronado con sí mismo, niega con el cráneo, vuelve el rostro al otro lado, observa los caminos que descienden a los barrios de esa gente que es distinta, contempla en la distancia el hospital que brilla allá como una perla bajo el agua y apretando la quijada echa a andar colina abajo.

Qué estás haciendo, Alfonso, que tontería, suelta Constancia cuando entiende lo que pasa pero Alfonso, que va lanzado hacia delante por las ráfagas del viento, ignora a su mujer y aprieta aún más sus pasos. Tras estar a punto de caer en una zanja, Alfonso avanza a brincos varios metros y así llega hasta las calles asfaltadas. Donde la furia del viento es la misma pero no trae consigo ni piedras ni trozos de basura ni ese hedor que agarra allá en los basureros. Y donde el rumor de la sirena que no ha dejado de escucharse se intuye cada vez más cerca.

Qué tontería estás haciendo, Alfonso, no van a dejarnos, suelta Constancia con la voz vuelta un hilito, en el instante en que sus ojos ven un semáforo meciéndose sobre ella. Pero Alfonso, atento únicamente al peligroso latigueo de los cables y al retumbar de cada uno de los postes que atestiguan su gran marcha, vuelve a ignorar a su mujer y apura el paso cuanto puede, observando en la distancia, por primera vez, esa patrulla que no calla y cuyos tres pasajeros miran a lo lejos a este hombre que en los brazos lleva a una mujer y que en la espalda carga una mochila.

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¿Qué hacen ésos aquí abajo?, pregunta el oficial que conduce la patrulla, encendiendo el motor y observando de reojo al copiloto, que conversa con el civil echado en el asiento trasero. ¿Vieron dónde se metieron?, inquiere, segundos después, el chofer de la patrulla, pero su voz no halla respuesta. Ninguno de ellos vio a Alfonso en el momento en que él giró, desvió su andar en una bocacalle, echó a correr manzana y media y alcanzó así la avenida, donde las ramas de los árboles más altos crujen como barcos de otro tiempo.

Cuando el rumor de la sirena vuelve a quedar lejos, Alfonso calma el ritmo de sus pasos y jadeando se decide a cruzar la avenida. Pero uno de los árboles más altos se inclina y arrastrando tras de sí un estallido insoportable hace saltar la tierra que hace nada sepultaba sus raíces. Deteniéndose asustado, Alfonso ve azotar el árbol contra el suelo que iban a pisar y al instante escucha el súbito estallar de las alarmas de los coches. Entonces vuelve el rostro sobre el hombro, observa su mochila, vuelve la mirada hacia su esposa, la aprieta con coraje y gira encima de sus pies una, dos, tres vueltas.

No seas empecinado, Alfonso, lo que importa es que lo arreglen, que le saquen a él ese silencio que trae dentro, insiste Constancia aferrando sus dedos a una coladera destapada.

Es hasta ese momento que Alfonso se da cuenta de que están solos en la calle, que no hay nadie más afuera de sus casas, que si alguien los observa debe hacerlo a través de una ventana. O a través de las ventanas de esta patrulla cuyos hombres otra vez dieron con ellos a lo lejos: ¿qué hacen fuera de sus barrios… por qué no están ahora en su casa? Horas antes, el viento había llevado al gobierno a ordenar que la gente se quedara encerrada, a decretar la suspensión de clases y trabajos y a imponer la interrupción de los servicios de transporte.

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Escuchando las alarmas, el jadeo desesperado de su esposo y el acercarse del clamor de la sirena, Constancia aprieta los brazos de Alfonso con la fuerza que aún le queda entre los dedos y suplica: déjame aquí, Alfonso, por amor de dios ponme en el suelo. Luego abre los ojos un instante y clavando las suyas en las pupilas de su esposo, añade: lo que importa es que lo arreglen. A ver si de una vez te callas, mujer, responde Alfonso y dando un par de vueltas más encuentra en la distancia el hospital que lanza al cielo su azulada luz de plata.

Echando a andar sus piernas nuevamente, Alfonso ignora el rumor de la sirena que se acerca y decidido a cortar un trozo de camino se aventura a atravesar el campo de fútbol donde se alza un remolino y donde apenas entrar ellos todo queda entre penumbras: se han apagado los semáforos, los faros de los postes, los edificios y las casas. Sacando fuerzas de sus miedos, Alfonso apura aún más sus pasos, cruza el campo de fútbol, adivinando su camino entre las sombras, larga un par de calles más a tientas y así llega hasta la orilla del gran parque.

Justo en ese instante lo sorprende un ruido infernal y tras girarse hacia su origen encoge el cuerpo asustado y deja caer a Constancia sobre el suelo. En las alturas, el enorme letrero de metal que anuncia un alimento para perros crepita aún más fuerte que antes. Entonces el ventarrón enloquecido termina de arrancar el viejo anuncio de su frágil celosía de barrotes y tornillos retorcidos y lo expulsa hacia la tierra como avienta uno un papel a un basurero.

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Es un milagro que la enorme hacha de fierros, que degüella un poste de luz, rebota en el asfalto y termina atorándose en los árboles del parque —presumiendo su leyenda: "porque los quieres como si fueran tu familia, debes darles lo mejor"—, no alcance a Alfonso ni al bebé que viaja en la mochila ni a Constancia, quien tendida sobre el suelo y escuchando cómo se acerca la sirena le suplica a su marido nuevamente: en serio llévatelo, Alfonso, a mí déjame nomás aquí un ratito.

No seas empecinado, Alfonso, lo que importa es que lo arreglen, que le saquen a él ese silencio que trae dentro, insiste Constancia aferrando sus dedos a una coladera destapada. Con los ojos inyectados, Alfonso sacude la cabeza, se golpea los parietales y asintiendo inclina el cuerpo, besa la frente de Constancia, siente cómo el viento va secándole las lágrimas y por fin echa a correr entre las sombras, internándose en el parque y observando entre las copas de los árboles la luz de ese hospital que brilla como un faro.

Burlando árboles, arriates, bancas, basureros y arbustos, Alfonso escucha la sirena nuevamente pero no piensa en ésta ni tampoco en el enorme hospital que cada vez está más cerca: no consigue sacar de su cabeza a Constancia ni consigue olvidar las últimas palabras que gritó ella, cuando él corría alejándose del sitio en que cayera: ándale, Alfonso, pídeles a ésos que le saquen ese frío que nos lo calla. Arrepentido de haberla abandonado, Alfonso se detiene y duda un breve instante.

Y es este mismo instante el que aprovecha el hombre que de pronto emerge de las sombras para golpearlo en la cabeza con un palo, arrancarle la mochila y echar a correr sobre el camino de tezontle que serpentea sin sentido aparente por el parque. Levantándose del suelo con las fuerzas que le quedan, Alfonso trastabilla un par de pasos, araña el espacio, más que gritar ruge un lamento primigenio y sin saber cómo lo hace echa a correr detrás del hombre.

Y poco a poco va a acercándose a su presa. Y está a punto de alcanzarlo cuando llegan a la calle. Pero el hombre aborda la patrulla que lo estaba ahí esperando. Y Alfonso observa cómo ésta arranca y cómo se aleja para siempre. Entonces, desplomándose vencido sobre el suelo, Alfonso araña el asfalto y por un instante olvida el rumor de la sirena, los golpes que le sigue dando el viento y a Constancia. Como si ya estuviera muerto.

*Este cuento es un adelanto del libro La superficie más honda, que publicará Literatura Random House, en febrero de 2017.

Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), Ha publicado la colección de relatos Arrastrar esa sombra (Sexto Piso, 2008) y es autor de las novelas Morirse de memoria (Sexto Piso, 2009), El cielo árido (Mondadori, 2012) y Las tierras arrasadas (Literatura Random House, 2015). En enero de 2017 LRH publicará La superficie más honda, su nuevo libro de relatos.