Transfeminicidios: Sobrevivir a la condena de ser trans en México

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Transfeminicidios: Sobrevivir a la condena de ser trans en México

México ocupa el segundo lugar a nivel mundial en asesinatos de personas trans, principalmente mujeres. Sus muertes son la expresión última de la exclusión a la que se condena en nuestro país a la comunidad trans.

Fotos por Angélica Martínez.

Abigail se subió a un taxi por la madrugada. Avanzados unos metros, el taxista le pidió sexo oral. Cuando ella se negó y se bajó del auto para seguir su camino, el hombre la atacó por la espalda con la llave del carro. Después del cuarto golpe, con la cabeza llena de sangre y el cuerpo descoyuntado arrastrándose por el suelo, Abigail se sintió morir.

Abigail Madariaga, mujer trans de 32 años, tiene una cicatriz detrás de la oreja y otra a la altura del remolino. Parecen, a dos meses del ataque, una capa de yogur seco.

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"En ese momento no te das cuenta de lo que está pasando. Después sientes mucho coraje", cuenta.

Ella, por supuesto, no murió. En muchos sentidos, se trata de una superviviente. Pero, ¿y si hubiera muerto? Si alguno de nosotros hubiera leído la historia de un "hombre vestido de mujer" que ejerce el trabajo sexual y cuyo cadáver fue encontrado la mañana del domingo en una calle fuera de los circuitos turísticos de la ciudad, ¿habríamos sentido pesar por ese cuerpo?

Con el ardor de la muerte se entrelazó una sensación de coraje. Tumbada en el suelo, Abigail alcanzó a aferrarse a los pies del taxista y por eso recibió otros dos impactos, esta vez en las costillas, que le arrebataron los últimos pedazos de convicción. Cuando el hombre se liberó, tomó el bolso de Abigail y se marchó en el carro.

Domingo, seis de la mañana y, después de unos instantes de silencio, se escucharon los gritos de ayuda de una mujer molida a golpes. Dos hombres avanzaban por la calle cuando Abigail comenzó a gritar. Decidieron cambiar de banqueta y continuar caminando.

México es el segundo país a nivel mundial con mayor índice de asesinatos de personas trans, sólo superado por Brasil. De acuerdo con Transgender Europe, Latinoamérica concentra, con 1350 muertes, la mayoría de los 1731 decesos reportados entre enero de 2008 y diciembre de 2014. Ocho de cada diez asesinatos de personas trans en el mundo suceden en esta región.

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Rocío Suárez, coordinadora del Centro de Apoyo a las Identidades Trans, ha aportado con su organización los datos relativos a nuestro país a Transgender Europe desde hace ocho años. Si bien reconoce que a nivel mundial existen muchos huecos en el conteo (de Medio Oriente, dice, se han recogido muy pocas estadísticas), para ella el segundo lugar de México expresa, en su modo más brutal, el rechazo de la sociedad por quien ha elegido su propio género.

Con los números actualizados al periodo 2007-2015, el Centro de Apoyo a las Identidades Trans reporta 283 asesinatos en nuestro país. Su método para recopilar los datos se basa en la búsqueda por la web, por lo regular en periódicos, con alertas de Google para frases como "cadáver travesti" o "muere hombre vestido de mujer", entre otros. Se calcula que por cada una de estas muertes ocurren al menos otras dos no reportadas.

Fantasmas: cuerpos sin existencia. "Somos una comunidad visible e invisible", dice Abigail. "Estamos para el amarillismo, pero en lo demás dejamos de existir". Las vidas sólo cuentan si producen una pérdida, es decir, un duelo.

"Si la violencia se ejerce contra sujetos irreales, desde el punto de vista de la violencia no hay ningún daño o negación posibles desde el momento en que se trata de vidas negadas", escribió Judith Butler. Como mujer trans, Abigail se escapa de los contornos dentro de los cuales se define la norma; para este país, se ha convertido en un sujeto irreal.

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Cuando se recuperó del ataque, Abigail tenía la voz rasgada después de tanto grito. "No necesito a nadie", pensaba. En su casa, unas amigas le ayudaron en la curación. Unos días más tarde acudió con un doctor particular. Antes de hacerlo, se imaginó entrando a un hospital público y recibiendo miradas de desaprobación (por sus heridas, por su cuerpo) y desechó la idea.

"¿Por qué el coraje?", se pregunta una y otra vez recordando los cuatro golpes secos a la cabeza. El taxista se llevó su bolsa, pero ella sabe que ésa no era su intención. "Algo más", dice Abigail, "quería algo más".

—¿Por qué no denunciaste?—, pregunto.

—¿Y cómo va a tomarlo la delegación? ¿Como un robo? ¿Como un préstamo de un servicio que no le quise hacer? Porque no quise hacerlo. No por el hecho de ser una trabajadora sexual quiere decir que a todo el mundo voy a prestarle mi boca o mi culo para que hagan lo que quieran hacer.

Abigail ha ejercido de manera intermitente el trabajo sexual desde hace 14 años. Sus padres dependen económicamente de ella; en los últimos seis meses no ha conseguido empleo. Vive en un cuarto de una residencia en la colonia Obrera, por el que paga 850 pesos a la semana. De vez en cuando organiza fiestas de XV años, desde el vals hasta la decoración del lugar. La última vez quisieron pagarle con ropa.

"Como comunidad preferiríamos hablar de otros temas", dice Rocío Suárez. "Los asesinatos son sólo la punta del iceberg, lo más visible de un sistema de exclusiones en muchos ámbitos". En su última entrevista laboral, una asociación invitó a Abigail a laborar de manera voluntaria. En especial en el último medio año, se ha sentido orillada a ejercer el trabajo sexual. Si nadie más le da trabajo, ella no tiene otro remedio que hacer uso de su cuerpo: su recurso.

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Después de ser atacada, Abigail se enteró de que otras compañeras también han sufrido agresiones. En el último mes, dos fueron acuchilladas. Le pregunto si podría hablar con ellas. "No", dice, "ahora están muy mal. Mucha droga. Será mejor que no lo hagas". Abigail dejó de drogarse. En algún momento, por la heroína, dejó de distinguir las horas de los minutos. No tuvo opción: "cuando te prostituyes", afirma, "el consumo de drogas, por petición de los clientes, es inevitable". Las dos grandes mercancías de nuestro tiempo suelen ir de la mano.

Como ella, sus dos compañeras no denunciaron los ataques. "¿Qué voy a esperar de un Estado que no puede encontrar a 43?", se pregunta, y en ese cuestionamiento podría encontrarse la definición más sencilla de Estado: aquella entidad que castigará mi homicidio. Abigail, como muchas otras mujeres trans, parece carecer de esta protección. La suya es una vida sin garantías: un cuerpo frágil, atrapado en un limbo entre los vivos y los muertos. Su supervivencia depende de que ampliemos, todos nosotros, nuestros contornos de lo humano.

"Coraje", repite Abigail una y otra vez mientras habla del ataque, de la falta de empleo, de la irresponsabilidad del Estado. Se siente atrapada. Sólo cuando menciona las fiestas de XV años que organiza, las decisiones a las que se enfrenta al montar el vals o al diseñar el programa, su voz se sosiega. En ese breve espacio de plenitud, sus palabras adquieren la libertad que se les niega de manera sistemática en otros ámbitos de lo social.

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En las personas trans, esta sensación de soberanía se fundamenta por lo regular en dos aspectos: el cuerpo y el nombre. Ambos suponen una elección de la que sólo ellos están a cargo. Ambos representan un triunfo: elegir a pesar de todo, elegir en un país que ha decidido, siempre, por ti.

"Hallan cadáver de hombre vestido de mujer", dice uno de los encabezados del periódico Unión Jalisco. Este tipo de encabezados, que se repiten con frecuencia, plasman una violencia que se extiende más allá de la muerte. Los textos suelen ir acompañados de la foto de un cuerpo abandonado en un páramo. Publicadas unas horas después del hallazgo del cadáver, sin otra información que la proporcionada por los servicios policiacos, a los reporteros no se les ocurre que estos "hombres vestidos de mujer" podrían ser, con toda la carga política que supone, personas trans.

La elección de palabras sirve también como un recordatorio: tu nombre, tu cuerpo, nunca te pertenecerán.

"La víctima fue identificada como Arturo Delgado Cabrera, alias 'Marlene', de 24 años de edad, quien era travesti y estaba reportado como extraviado", se lee en el Periódico Central en una nota de hace unos meses. Este lenguaje aplasta, niega un proceso y nos dice, a grandes rasgos, que si esa vida ha de provocar un duelo, deberá encajar en la norma.

"Tenemos que considerar el obituario como un acto de construcción de la nación", escribió Judith Butler. "No es una cuestión simple, porque si el fin de una vida no produce dolor, no se trata de una vida, no califica como vida y no tiene ningún valor". En México no son muchas las entidades que lleven a cabo esta tarea: la página de Transfeminicidios (en Facebook) y el Obituario LGBTTTI, y no muchas más, dan constancia del dolor de estas pérdidas.

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Para el director del Obituario LGBTTTI, Alonso Hernández, la sociedad gana mucho al hacerse consciente de las aportaciones de esta comunidad: "Conocer y reconocer a la diversidad sexual en sus muertos es reconocer su vida y obra, es devolverles su dignidad y su lugar en la familia, sociedad e historia".

El olvido también se construye. Al "hallan cadáver de hombre vestido de mujer" de la prensa, el Obituario LGBTTTI le responde con su propio lema: Por la memoria de los olvidados.

— ¿Qué trabajo quieres hacer?—, pregunta Abigail.

—…

— ¿Y para qué es el trabajo?

—…

— ¿Cómo diste conmigo?

—…

— ¿Y el teléfono de Roció quién te lo dio?

—…

— ¿Una conocida? ¿Cómo se llama ella?

—…

—Y cuando lo hagas, cuando termines el trabajo, ¿qué va a pasar? ¿Cuál es el futuro de este trabajo, cuál es el uso que vas a darle?

Las preguntas de Abigail, me daré cuenta más tarde cuando durante nuestra charla ella mire con insistencia hacia los lados y por encima del hombro, están cargadas de miedo. Nos juntamos en el área de comida de una plaza comercial, a un lado de una atiborrada pista de hielo. Para ella, después del ataque, ningún lugar es seguro; cualquier persona representa un peligro.


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La noche contiene varias noches: la de Abigail, cuando ejerce el trabajo sexual, se sostiene en la incertidumbre. Un día estás, el otro no. "Ya no aguanto las desveladas. Soy una persona que está arriesgando la vida. Estoy arriesgando mis planes y mis sueños", dice Abigail, y dice también que necesita el dinero. Que después de 22 años, está cansada de llevar a cabo un trabajo en el que los rostros cambian todos los días, en el que nadie se sorprende si una compañera no regresa. "Se habrá ido a otra ciudad", piensan las demás, "un día volverá".

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"La violencia suele centrarse en las mujeres. Con los hombres trans existe rechazo por parte de las familias, pero no se llega a estos extremos", asegura Rocío Suárez, y mientras recuerdo estas palabras veo a Abigail girar la cabeza una y otra vez, atenta al peligro, con una cicatriz detrás de la oreja producto de haber dicho no. Esa noche reclamó la soberanía de su cuerpo y los seis golpes de la llave de carro le comunicaron su lugar en la estructura.

El año pasado, en Chihuahua, durante el periodo de legislación por el matrimonio igualitario, se encontró el cadáver de una mujer trans, con cuatro balazos en la cabeza y un palo atado entre las manos. Le destruyeron la cara a golpes, le cambiaron los zapatos de mujer por unos de hombre. El cuerpo estaba envuelto en una bandera mexicana.

La violencia sirve también como una lengua. En México, de los 283 asesinatos reportados de personas trans en los últimos siete años, en 33 de ellos había signos evidentes de tortura. No es una cifra banal: la tortura supone una completa apropiación del cuerpo ajeno. Esta muestra de poder no estaba dirigida a las muertas, sino a las vivas: la bandera de México no decía nada a la víctima, sino a quienes buscan hacerse de un espacio en este país. "En condiciones sociopolíticamente 'normales' del orden de estatus —ha escrito Rita Segato—, nosotras, las mujeres, somos las dadoras del tributo; ellos, los receptores y beneficiarios".

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Las condiciones han cambiado. En el nuevo orden, las mujeres trans también otorgan un tributo, contribuyen con su despojo a la afirmación de la masculinidad. El "no" de Abigail se convirtió en un reto; los golpes del taxista, en una afirmación de la jerarquía.

A Abigail, como a nosotros, le faltan palabras. En un par de meses acabará la educación media superior y el próximo año se apuntará al sorteo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Le cuesta el estudio, dice, "por tanta maldita droga"; le parece que sin las palabras adecuadas no puede reclamar un trabajo, un lugar.

Hace 15 años, cuando sus padres la corrieron de casa, estudiaba la prepa en el día y trabajaba por la noche. Hasta que se vio obligada a decidir: continuar con sus estudios o llevar a cabo su transición.

A nosotros nos hace falta una palabra: Transfeminicidio. Podemos decirla, por supuesto: transfeminicidio. Y podemos usar, casi palabra por palabra, la definición que Rita Segato da sobre el feminicidio: "El asesinato de una mujer trans, de un tipo de mujer trans, sólo por ser mujer trans y por pertenecer a este tipo, de la misma forma que el genocidio es una agresión genérica y letal a todos aquellos que pertenecen al mismo grupo étnico, racial, lingüístico, religioso o ideológico".

Pero se trata, por ahora, de una palabra hueca, sin consecuencias legales. ¿Pertenecen a esta categoría los 283 homicidios en los últimos siete años? Sería irresponsable asegurarlo. Dice Rocío Suárez, por ejemplo, que los cuatro asesinatos en el bar Madame, en Veracruz, deben entenderse en el contexto de un país en guerra. Si el significado de transfeminicidio se extiende a la muerte de toda mujer trans, el término se vacía de su potencia como categoría de análisis.

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Todo indica que si Abigail hubiera muerto por el ataque del taxista, podría tratarse de un transfeminicidio. "Hallan cadáver de hombre vestido de mujer", la frase contiene nuestra falta de voluntad para encontrar las palabras precisas. En México, sólo el Centro de Apoyo a las Identidades Trans y el suplemento Letra S llevan el registro del número de asesinatos en la población trans. Para los organismos oficiales, que no atienden a los mensajes inscritos en los cadáveres, estas muertes no producen ningún conteo, no esconden ningún secreto.

"La principal diferencia entre un feminicidio y un transfeminicidio es que en el primero suele haber una madre, un padre, unos hermanos que reclaman un cuerpo, que reclaman justicia", asegura Rocío Suárez, y en esa diferencia podría encontrarse la definición más sencilla de sociedad: aquella entidad que exigirá al Estado el castigo por mi homicidio.

Ésa y no la siguiente: aquella entidad que exigirá al Estado el castigo por mi homicidio, siempre y cuando cumpla con ciertos requisitos en mi manera de vestir, en mis elecciones corporales, en mi forma de amar.

"¿Por quién voy a sobrevivir?", se preguntaba Abigail en los peores años de su adicción, negada por sus padres, deambulando en una parte del mundo en la que el 85 por ciento de las mujeres como ella no viven más allá de los 35 años. Hasta hace poco, ningún nombre se le venía a la mente. Hoy, después de reencontrarse con su familia y de haber trabajado en distintas asociaciones civiles, sabe que su presencia deja una marca y que su ausencia, cuando tenga lugar, será llorada.

Vida, muerte, duelo: los requisitos para el sustento de una sociedad se basan en este orden. Negarlo trae consigo un precio para las víctimas y los victimarios. "Las condiciones históricas que nos transforman en monstruos o cómplices de los monstruos nos acechan a todos —escribió Rita Segato—. Basta establecer una frontera rigurosa y precisa entre un 'nosotros' y un 'los otros' y el proceso estará en marcha".

El taxista sabe dónde se encuentra su nosotros. Los dos hombres que no hicieron caso a los gritos de Abigail también tienen clara la frontera. Monstruos, cómplices de los monstruos: posiciones intercambiables, ejercidas por días o por segundos, todo el tiempo presentes en una sociedad que se niega a descifrar el código de estos asesinatos.

"He estado haciendo mi propia investigación", cuenta Abigail. "Quiero saber por qué ese odio, ese coraje. Yo lo he hecho bien. No soy monedita de oro, pero tampoco he hecho enemigos".

Le cuesta mucho dormir. En las últimas semanas se ha soñado corriendo, la respiración agitada, la certeza punzante de que alguien la persigue. No se detiene. Si lo hace, si el cansancio la obliga a parar, es consciente de lo que ocurrirá a continuación.

—Y si encuentras al taxista, ¿qué vas a hacer?—, pregunto.

Ella responde. Se ha olvidado, por ahora, del coraje.

—Nada. No voy a hacerle nada. Sólo quiero saber por qué.