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Cultură

Mi experiencia como escritora fantasma

Me gano la vida escribiendo memorias, novelas, borradores y correspondencia personal para otras personas sin recibir crédito por ello.

Foto por usuario de Flickr Hobvias Sudoneighm

Hace poco escribí una carta a mi abuela. Era una misiva afectuosa, plagada de detalles sobre mi vida y referencias a la suya. Lo curioso de todo es que ninguna de mis abuelas sigue viva. Ni siquiera conocía a la destinataria de mi carta. Simplemente me limité a escribirla en nombre de un cliente que me había contratado para ello.

Me gano la vida escribiendo memorias, novelas, borradores y, de vez en cuando, correspondencia personal para los demás. Cuando voy bien de trabajo, mi sueldo es comparable al de un abogado reconocido y, al igual que ellos, cobro por adelantado. Nunca pensé que me dedicaría a ello, pero actualmente incluso me anuncio en Elance, LinkedIn y Twitter. Los encargos son casi siempre los habituales -darle unos retoques a un discurso ya escrito o editar un texto-, pero a veces solicitan mis servicios para redactar textos más íntimos, como cartas, emails y mensajes de texto.

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Recuerdo que, cuando vi al personaje de Joaquin Phoenix escribir cartas en nombre de otras personas al principio de Her, pensé: «¡Puaj! ¡Jamás!». Se me antojaba una versión de la comunicación excesivamente futurista y cáustica. Sin embargo, pese a que esta profesión se mantiene bastante en secreto, no así los que la practican. La gente acude a los «negros» como yo para que redactemos sus ensayos de acceso a la universidad, editemos sus perfiles en las páginas de citas o incluso que escribamos los votos de su boda.

Cuando empecé en esto, imaginaba que quien contrataba mis servicios eran personas sumamente ocupadas o incapaces de componer una oración simple. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que estaba equivocada. La mayoría de las personas para las que trabajo tienen asistentes (a los que también he escrito emails en nombre de mi cliente) y usan mis servicios como si se tratara de una suscripción para redactar sus mensajes con el tono adecuado. Todavía no se ha dado el caso de que me contrate alguien que realmente me necesita, lo que me hace sentir como una especie de artículo de lujo en épocas de bonanza y una ganga en tiempo de vacas flacas.

Son pocos los clientes dispuestos a hablar conmigo por teléfono, por lo que no tengo más remedio que hacerme una composición de sus «voces» mediante los mensajes que reenvían, las bromas que surgen entre ellos y yo y los detalles que me cuentan sobre las personas a las que escribo en su nombre. Mi trabajo consiste en leer toda la correspondencia (ya sea una cadena de emails, de mensajes de texto o de cualquier otro tipo) e identificar su forma característica de expresarse. Fracasar en mi trabajo implica revelarse como una impostora, por lo que es muy importante dar con el tono adecuado. Desde que empecé a convertirme en una especie de camaleón de la comunicación, Aaron Sorkin y su séquito de personajes con registros intercambiables han perdido todo el interés para mí. Gracias a este trabajo he aprendido a escuchar mejor, ya que me he acostumbrado a fijarme en el uso que la gente hace de las palabras.

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Pero escribir para los demás puede ser muy emocionante. El propósito de intercambiar emails con alguien, o de enviarle una carta, es lograr cierto grado de cercanía con esa persona. Es una forma de reconocer vuestra relación, lo que sentís el uno por el otro. Las palabras escogidas pueden reconfortar o transmitir cariño; son los pilares de las relaciones. Por ello, cuando ese proceso natural se ve alterado por cambiar la fuente del mensaje, las cosas pueden ponerse un poco raras. ¿Te ofendería saber que ese mensaje romántico te lo escribió un desconocido y no la persona que amas? ¿O te sentirías halagada por que se hubiera tomado la molestia incluso de contratar a un experto para redactarlo?

Los encargos más fáciles son los de gente que ha escrito mensajes estando borracha. Por lo general, el cliente me envía una captura de pantalla de la conversación y me pide que le escriba una contestación. A menudo me piden que escriba respuestas a fotos de semidesnudos, todo un reto. En esos casos, echo un vistazo a las conversaciones previas, trato de identificar el registro del cliente y redacto unas cuantas opciones para que escoja:

a) «Estoy deseando probar la versión en directo».

b) «Te agradezco que me hayas ahorrado la típica pregunta de "¿Qué llevas puesto?"».

c) «Los griegos tenían un dominio muy preciso de las curvas, no cabe duda, pero creo que tú te llevas la palma».

d) «¡Envíame otra, rápido! Me estoy quedando sin batería! ;)».

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En intercambios como este me muevo en un terreno un tanto delicado. Como las mujeres que se hacen las ingles brasileñas, acabo sabiéndolo todo sobre la vida privada de mis clientes mientras que ellos saben muy poco de la mía.

Foto por usuaria de Flickr Pro Juventute

En una línea menos romántica están los mensajes sobre enfermedades. Hace poco redacté un mensaje a la persona amada de un cliente, que estaba luchando por sobrevivir a una enfermedad. El cliente me había facilitado una lista de sus rasgos de personalidad, sus bromas íntimas y de las anécdotas que habían vivido juntos, y una indicación: «Temo perderla, pero no quiero demostrarlo ni asustarla más». Estos son los encargos más habituales. Constituye una forma de terapia, ya que para redactarlas suelo pensar en alguien querido –alguien con quien nunca he tenido la oportunidad de hablar con sinceridad-, por lo que son textos escritos con el corazón. Es una experiencia de catarsis más útil que la de escribir cartas que nunca se enviarán a sus destinatarios porque estos son de carne y hueso.

Después de haber trabajado con mis clientes en sus momentos más sensibles, mi relación con ellos ha pasado a ser la de una amistad lejana y extraña: me preocupo por ellos y les deseo la mejor suerte en sus relaciones y negocios. Pero una parte de mí no puede evitar sentir celos. Mis clientes suelen ser personas saludables, de gran éxito y organizadas, y siempre están enviando fotos de lugares exóticos a las que debo poner texto, como si fuese yo quien hubiera visitado esos lugares. Me considero una persona positiva y esos estilos de vida me sirven de inspiración, pero cuando tengo un mal día, me siento inevitablemente más voyeur que «negra», más cautiva de mis trabajo que creativa.

Hace años vi una obra de teatro en el instituto sobre un jorobado que estaba encerrado en un armario con una máquina de escribir. Un joven escritor lo había esclavizado para que escribiera en su nombre un éxito de ventas por el que se llevaría todo el mérito. El verdadero autor suplicó que lo liberara, pero su captor se rió de él, obligándole a volver al armario y a seguir escribiendo.

Me encanta mi trabajo, pero a veces me siento como ese jorobado encerrado en el armario. Incluso mis perfiles en redes sociales se resienten porque mis mejores chistes y bromas van dedicados a otras personas; a veces incluso tardo días en contestar mi propio correo. Un cliente me dijo una vez, cuando hube terminado una larga y dolorosa historia que él suscribiría: «Ha sido un acto de catarsis poder sacarlo todo». En aquel momento entendí lo que sentían las madres de alquiler: engendraban un bebé, lo parían y finalmente lo entregaban. Cada vez que escribo a los destinatarios de mis clientes lo hago con la máxima delicadeza –más incluso que si los textos fueran dirigidos a mis seres queridos-, tan inmersa en sus tragedias y misterios que casi pierdo de vista los míos propios y mi esencia.

Sigue a Angela Lovell en Twitter.

Traducido por Mario Abad.