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Aquí, a la vuelta

De tripas de pollo, corazón

Los secretos del mercado de La Merced no saben tan aberrantes como parecen. Algunos son, incluso ¡deliciosos!

La primera vez que vi las tripas de pollo fue durante mi infancia, cuando acompañaba a mi abuelita a la pollería de don Fernando, en la colonia Letrán Valle. Era su marchante favorito: le despachaba el ave más grande cada vez que ella le contaba que lo prepararía al horno. Aquel anciano español tomaba al animal muerto que yacía sobre una mesa, boca arriba y con el pescuezo totalmente doblado hacia el suelo, como los niños cuando se acuestan sobre la cama y cuelgan la cabeza en una orilla para ver el mundo al revés.

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Don Fernando cortaba primero las patas y con la hoja de sus enormes tijeras hacía una incisión debajo del rabo. Con fuerza abría ese hueco entre la pechuga y la rabadilla y metía la mano para, en un sólo movimiento, sacar las vísceras del animal. Allí, entre los colores marrón del hígado, el corazón y la molleja, y el amarillo de la grasa, se encontraban las tripas con ese color rosado que indica que el pollo estaba sano antes de ser sacrificado. Luego de separar los intestinos, los botaba a una tina para venderlos como comida para perro.

Hace unos meses me enteré que las tripas de pollo son de los más suculentos manjares que uno puede encontrar en la nave mayor del Mercado de La Merced. Decidí probarlas. Fui al último pasillo del mercado de La Merced, el que es paralelo a la calle de Rosario, ahí donde están los comerciantes de nopales, a buscar a doña Edith Pardines y su pequeño puesto en el que despacha desde hace 20 años lo que define como comida prehispánica.

Sus productos vienen del Lago de Janitzio, en Michoacán, otros del Estado de México y unos más de San Francisco Cuautliquixca, Hidalgo, su pueblo natal. Allí, en un espacio tan reducido que sólo le permite dar un paso hacia la dirección a la que necesite ir, tiene a la vista de la gente, entre otros alimentos, charales capeados, unos en tono dorado y otros en color rojo, por el chile; mojarra de agua dulce ahumada, preparada con jitomate, chile y epazote; carpa envuelta en hoja de maíz, como si fuera un tamal, sólo que está tatemada porque es preparada en horno de hoyo, como si fuera barbacoa. No faltan los chapulines, los camaroncitos de rojo encendido llamados acociles y un polvo gris, muy fino que no es otra cosa que el ahuautle, los huevecillos de mosco de río. Y en una esquina, con una fuerte presencia, está un montón de tiras en color amarillo ocre. Son las tripas de pollo que brillan debido su propia grasa.

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Doña Edith es difícil al principio, no habla mucho, es prudente, da respuestas cortas cada vez que le pregunto el precio de algún producto. Guarda celosamente los secretos del oficio que heredó de su madre. Para romper el hielo le compro un par de charales capeados, a peso cada uno. El sabor a pescado seco con sal y aceite es agradable, así que me como otro. Doña Edith me mira con sorpresa, y para borrar toda sospecha de que en el primer descuido me voy sin pagar, le doy un billete para que me de pequeñas pruebas de sus productos, hasta donde me alcance 20 pesos. Sí, así como en tiendita.

Hueva de carpa.

Me ofrece huevera de carpa, o sea, el caviar mexicano; luego los chinicuiles, unas pequeñas orugas rojas, plaga del maguey, que se pueden comer vivas o cocidas con sal en un comal, con un gusto a consomé de birria; y jumiles, una variedad de chinche que se recolecta en cerros de tierra caliente, con un sabor fresco, parecido a la menta. Poco a poco doña Edith se afloja, sonríe, suelta una que otra idea de cómo se pueden cocinar los productos que vende y se esmera por darme a probar algunos guisados que ella misma prepara, como el tamal de rana, nopales curtidos con chile y un asado de cerdo y tomate verde cuyo principal ingrediente es el guaje, el fruto de una vaina. —Todo tiene calcio y está libre de colesterol porque viene de río y no del mar —dice la vendedora mientras señala sus productos.

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Chinicuil a punto de ser devorado.

Tamal de charal.

Entonces llega la hora de la verdad. Mi encuentro con las tripas de pollo no tiene mañana. Con falsa ingenuidad le pregunto a doña Edith qué es ese montón que tiene en uno de los extremos del puesto —Tripas de pollo —me contesta y toma una de las tiras que están apiladas. La tripa se agita, tiembla mientras pasa de una manos a otra. No huele mal. Su aroma es parecido al caldo de menudencias de pollo que preparan las abuelitas.

—¿Son fritas? —pregunto.

—Son hervidas. Si fueran fritas tendrían cebolla, chile, ajo, todo lo que llevan para que agarren sabor. Pero así hervidas no saben feas. Pruébalas.

Entonces meto esa tira grasosa en mi boca. Su consistencia es suave, no es chiclosa como se podría esperar. Al morderla libera sabor a caldo de pollo, a higaditos hervidos, a cilantro. Sí, están sabrosas.

—Y si le echas Valentina, sabe como a mollejas —me dice doña Edith complacida por mi sonrisa de gusto. —Son más sabrosas que el pollo, pollo. Pero hay que saber prepararlas. Por ejemplo, para darles vista hay que saber refreír su grasa, prepararla bien. Hay personas que así como les llega la mercancía, así la venden. Se ven bien bonitas las tripas, en donde sea, pero no todo sabe igual. A mí me verás con mi montoncito de tripa. Yo no tengo bastante, no me gusta que se caliente, porque la tripa avienta calor y hace que se eche a perder el producto. Es mejor tener poquito. Nadie de aquí prepara los productos como yo.

Doña Edith me sugiere que cocine estas vísceras de pollo a la mexicana o encebolladas, o disfrutarlas en su versión clásica, es decir, solas o en taco. De pronto hace una pausa y gira a su lado derecho, hacia un contenedor del que saca un paquete envuelto en papel aluminio. Lo abre como si se tratara de un regalo y deja al descubierto una cama de tripas pollo con epazote, cebolla y chile rojo.

—En tamal les da más sabor. Cuesta 40 pesos pero tiene más de medio kilo.

Luego de la pequeña degustación compro un cuartito de tripa en 20 pesos, un tamal de charales en 25 y 10 pesos de nopales. Me voy a buscar una tortillería y dejo el puesto a mi espalda. De repente volteo para ubicar mejor el lugar la próxima vez que desee comida prehispánica. Alcanzo a ver a doña Edith que jala una tripa y la lleva a su boca. Ya me lo había dicho: a ella le gusta comer todo lo que vende.