Hemorragia incontrolable:  la pesadilla de un neurocirujano

FYI.

This story is over 5 years old.

medicina

Hemorragia incontrolable: la pesadilla de un neurocirujano

No hay nada que te pueda preparar cuando estalla una arteria en la cabeza de un paciente.

Llegó con una bomba de tiempo en su cabeza. Era el séptimo paciente en la agenda del viernes del hospital y llevaba consigo las notas de otros dos neurocirujanos que ya lo habían revisado. Tenía una arteria en el cerebro que estaba en riesgo de reventar, debido a una malformación llamada aneurisma. Algo similar a una vieja manguera de jardín con una protuberancia delgada en forma de burbuja. Con cada latido, una onda de presión salía disparada desde su corazón y podía desgarrar la arteria. Cada latido lo hacía entrar en pánico.

Publicidad

La buena noticia es que la cirugía para corregir este padecimiento suele realizarse sin problemas, excepto en los casos poco comunes en que puede ser catastrófica. Le expliqué que el riesgo de dejar el aneurisma sin tratar era el mismo que el riesgo de una cirugía: una lesión cerebral devastadora en su función del lenguaje o incluso la muerte. Esto es difícil de asimilar a cualquier edad, pero no puedo imaginar qué tan intenso debe ser para un joven de 19 años que recién comienza su vida adulta. Eligió operarse en junio, después de acabar el segundo semestre de su primer año en la universidad, lo que le daría el verano para recuperarse.

La operación que necesitaba es considerada en la tradición médica como un procedimiento técnicamente difícil, lo que significa que incluso la mayoría de los neurocirujanos no la realizan. Tiene el rango más extremo de resultados posibles: por un lado puede curar al paciente; por el otro el paciente puede morirse.

Para esta operación en particular, todo se hizo a un ritmo calmado, porque la urgencia innecesaria conduce a errores. Le afeité la cabeza y la remojé en un líquido naranja lleno de Betadine. También se lo apliqué en el cuello como una medida preventiva. Un técnico le colocó electrodos en la cabeza para vigilar las ondas cerebrales, otra medida de seguridad. La anestesióloga tenía suficiente sangre en la habitación. El reloj marcaba las 8:15.

Publicidad

Los vasos sanguíneos del cerebro no están acomodados de una manera compacta; su diseño es tortuoso y curvilíneo, y es diferente en cada uno de nosotros. Estos microvasos pueden desgarrarse si los tocas con brusquedad con tu instrumento. Trabajas de arriba hacia abajo, como si fueras a separar las hojas de un árbol para encontrar las ramas más gruesas al interior.

Para encontrar su arteria cerebral media tuve que separar el lóbulo frontal del lóbulo temporal mediante una abertura en la cisura de Silvio que los mantiene unidos. Este valle traicionero fue el camino que escogí para llegar a la arteria que buscaba. Separé las membranas iridiscentes y me deslicé entre los lóbulos cerebrales sin lastimar el tejido con sus preciadas neuronas. La pared de la cúpula del aneurisma era lo suficientemente delgada como para ver los espirales turbulentos del flujo sanguíneo con cada latido de su corazón. El reloj marcaba las 9:15.

La maniobra crítica consistía en colocar un pequeño clip de titanio con resorte (parecido a un pisacorbatas) en la base de la burbuja vascular. Todo esto sucede bajo el microscopio, donde sólo una persona —el cirujano— puede trabajar, lo que implica que sólo yo podía visitar esa profundidad dentro del cráneo. Con el clip de titanio en la base de la burbuja, estaba listo para manipularla con mi dedo índice y el pulgar. El clip estaba casi en posición, pero el aneurisma estalló. La arteria cerebral media empezó a arrojar sangre desde el desgarre con mucha violencia. Una hemorragia torrencial salía de su cráneo. El reloj marcaba las 9:45.

Publicidad

No hay simulacro que pueda prepararte. No se trata de saber cuáles son las maniobras; la parte más difícil es tener la calma suficiente para llevarlas a cabo.

La alerta de presión arterial baja captó la atención de la anestesióloga. La miré y sólo le dije dos palabras: dale sangre. Mientras que otros órganos pueden durar horas sin flujo sanguíneo, el cerebro necesita ser irrigado con tanta desesperación que incluso unos minutos de sequía hacen que se marchite su tejido, causando un derrame cerebral.

Comencé mis maniobras y coloqué una pinza temporal en la arteria a contracorriente del desgarre. Esto disminuyó el flujo sanguíneo, pero tenía que quitar la pinza cada tantos minutos para irrigar el tejido cerebral. Así que asigné a una enfermera para que tomara el tiempo. Coloqué la pinza temporal. Empezó a tomar el tiempo. Pero batallé para reparar la arteria y el tiempo se agotó, lo que me obligó a retirar la pinza para dejar que el flujo corriera de nuevo. Seis intentos de esta maniobra no me llevaron a ninguna parte. El reloj marcaba las 10:45.

Estaba en un edificio con cientos de médicos y cirujanos, pero ésta era una pelea uno a uno. No había espacio para un compañero, incluso si hubiera habido otro neurocirujano en el hospital. En mi desesperación, me trasladé a su cuello y rápidamente corté y diseccioné una zona hasta llegar a la arteria carótida (aquí es donde se siente el pulso de una persona), donde coloqué una pinza gruesa llamada "bulldog" para disminuir el flujo sanguíneo. De vuelta a la cabeza, volví a probar mis maniobras. Pero una vez más batallé para reparar la arteria y el tiempo se agotó. Una y otra vez el tiempo se terminó. El reloj marcaba las 11:50.

Publicidad

A pesar de mis intentos por disminuir el flujo sanguíneo, estaba trabajando en la oscuridad de la sangre turbulenta, moviéndome a ciegas con el destello ocasional de mi objetivo como si estuviera detrás de una ventana sucia. El joven recibió 15 unidades de sangre durante esas horas y las bolsas de sangre vacías empezaron a apilarse en un pequeño montón. Para ese punto su propia sangre había escapado y había sido reemplazada por la sangre de varios extraños. No había hecho ningún progreso.

Decidí llevar a cabo mi maniobra final. Le pedí a la anestesióloga que le diera adenosina, una droga que impidió temporalmente que su corazón latiera, dejándolo sin flujo sanguíneo para poder operar con visibilidad. En un monitor a mi izquierda, los electrodos del electroencefalograma conectados a su cabeza me mostraban sus ondas cerebrales. En un monitor a mi derecha, los electrodos del electrocardiograma conectados a su pecho me mostraban su ritmo cardíaco.

Ese momento después de que su corazón ya no estaba latiendo, pero antes de que su cerebro quedara afectado por la falta de sangre, fue el lugar más solitario en el que he estado jamás. Pero me dio una oportunidad, una visión clara para reparar el aneurisma. Y afortunadamente funcionó. El corazón fue reiniciado químicamente y las ondas cerebrales nunca dejaron de moverse. Yo exhalé. El reloj marcaba las 12:50.

Lo mantuve en un coma inducido en la unidad de terapia intensiva durante semanas y cuando lo desperté estaba física y mentalmente bien. Todo estaba en orden. Volvió a la universidad y le fue bien, pero se tomó un semestre de descanso.

La gravedad de la situación es un peso casi insoportable. En esos momentos no hay espacio para el pensamiento, sólo para la preparación y el instinto. Hoy en día los pacientes me buscan para evaluar sus enfermedades mortales. Para mí, se trata de hacer una diferencia, hacer algo que otros no harán o no pueden hacer. Puede parecer extraño, pero no me asustan esos momentos. Es cuando doy lo mejor de mí y cuando estoy en mi mejor momento.

El doctor Rahul Jandial es un neurocirujano y neurocientífico de doble formación. Síguelo en Twitter e Instagram y visita su sitio web aquí.