peyote
"La danza de los espíritus", en Pereira, es una ceremonia inventada por la chamana Milagros Quintín. | Foto: Cortesía de Adriana Martínez y Juan Toja. 

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Cultură

Fui a una danza de espíritus en Pereira donde tomé peyote, San Pedro y hongos

Un viaje místico en el Eje Cafetero colombiano que hice vestido con una sudadera "vibras" de J Balvin.

Artículo publicado por VICE Colombia.


La discoteca chamánica

El avión aterrizó suavemente y casi con gracia sobre la pista del aeropuerto Matecaña, de Pereira. Muy diferente fue la media hora anterior de un turbulento viaje plagado de unos vacíos que golpearon al avión con tal fiereza que los pasajeros aceptaron con resignación las palabras del piloto mientras anunciaba: “no serviremos refrigerio”; ni siquiera un vasito de agua.

No hubo aplausos.

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Había llegado a Pereira para estar inmerso en algo llamado “la danza de los espíritus”, una ceremonia de tres noches y cuatro días diseñada por Carmen Vicente, una chamana o mujer de medicina, como la describen quienes hacen parte de este sistema de creencias que sus devotos llaman “El Camino”. Estaría al frente de esta elaborada liturgia que duraría tres días con sus noches, en la que a partir de la ingesta de peyote, San Pedro, hongos y ayahuasca, se podría estar en contacto con las almas de los muertos.

Mi natural pragmatismo me impedía entender cómo podría ser eso cierto, pero bien valía la pena experimentar los efectos de estas plantas sagradas, efectos ampliamente descritos en libros de Castaneda, Burroughs o Leary desde los años cincuenta del siglo pasado.

Tan pronto salí del aeropuerto —que tiene las dimensiones de una terminal de buses— me apresuré a fumar un cigarrillo con la convicción enfermiza del fumador ritualista. A escasos metros, unos taxistas insultaban a un hombre de avanzada edad que trataba de ganarse unos pesos ayudando a acomodar el equipaje de los recién llegados en los baúles de los pequeñísimos taxis que esperaban alineados. Me conmovió de alguna manera su serenidad, además de cierta elegancia en el estoicismo del casual acomodador que ignoraba, cual monje budista, la desesperante secuencia de madrazos y empellones.

Una vez terminado el chicote, me subí al taxi de alguno que no hacía parte del club de los insultos, y le pedí que me llevara al hotel Hacienda Castilla, donde me encontraría con Sarayacu, quien había recibido ese nombre después de una danza del sol en Michoacán, México, hace más de diez años, cuando las llamas le dictaron el nuevo nombre a su padrino ecuatoriano. Sarayacu era mi novia. Me había invitado para que conociera más a fondo su credo, pero sobre todo para salvar una relación casi en estado terminal. Me había hablado de esta ceremonia que mezclaba varios rituales indígenas con elementos de la nueva era casi desde el comienzo de nuestro atropellado noviazgo.

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Pasé un buen rato sin hablar con el taxista, pero un embotellamiento hizo que rompiéramos el hielo. Primero hablamos del clima —como dictan las normas de la charla incómoda— pero pronto escalamos a diferentes temas. “Una vez llevé a unos pasajeros antioqueños que iban al mismo hotel”, me contó el taxista con creciente entusiasmo. “Ellos me dijeron que eran paisas, pero los paisas somos nosotros. Ellos eran antioqueños. No me creyeron, así que les aposté doscientos mil pesos y los llevé a un café internet donde probé que eso era cierto”, dijo antes de estallar a carcajadas.

No había comenzado mi viaje místico y desde ya mis más firmes creencias se desmoronaban como castillos de mazamorra. “Lo mejor es no apostar por estos lados”, pensé.

Al llegar al hotel pude reconocer el Montero de Sarayacu estacionado a la entrada de una vieja casona de estilo cafetero remodelada y que era propiedad de la familia de una de las organizadoras de la danza. Acomodé mi equipaje en el campero y nos pusimos en marcha.

El viaje

Un calor húmedo e insoportable hacía los primeros estragos en mi humanidad de cachaco recién llegado a tierra caliente. Habríamos recorrido un par de kilómetros cuando llegamos a la portería de un condominio donde Sarayacu dijo al vigilante: “vamos a la casa de Johanna”. Se abrió entonces el portón eléctrico y empezaron a emerger, como por arte de magia, toda suerte de mansiones que cortaban el paisaje ruidosamente.

“Estas tierras eran de la familia de Johanna. Los hermanos se quedaron con esas tierras donde construyeron mansiones, pero ella prefirió quedarse con el bosque”, dijo, mientras llegábamos a la parte destapada de la carretera que nos llevaría a la reserva Cauquita, una finca rodeada de bosque húmedo o selva ligera a la que llegarían unos ochenta danzantes ese mismo día.

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Supe que estaba llegando al lugar de la danza cuando vi personas con camisetas multicolor y bandanas.

No había comenzado mi viaje místico y desde ya mis más firmes creencias se desmoronaban como castillos de mazamorra. “Lo mejor es no apostar por estos lados”, pensé.

A diferencia de los hippies que se pueden ver en los barrios Lourdes o en la Candelaria, de Bogotá, estos no estaban fumando marihuana ni siendo hippies. Estaban trabajando. Y no trabajando como quien hace una manilla o una Harley Davidson de alambre: estaban haciendo oficios específicos: uno cargaba unos palos pesados mientras otro los pelaba magistralmente con un machete. Así, todos.

Parecían romanos construyendo pirámides de piedra o científicos nucleares arando la tierra. Y aunque esto suene a una exageración colosal, nada dentro de este jamboree chamánico parecía estar atado a este mundo en este tiempo. Sarayacu me llevó a una pequeña casa en donde me entregaron una hoja que debía llenar con mi nombre, dirección, enfermedades, alergias y un contacto en caso de emergencia. Me entregaron el bastón de la danza, por el que pagué diez mil pesos.

En ese lugar también tendría que pagar los 340 dólares que cubrirían la alimentación y los diferentes aspectos de la ceremonia. Sarayacu me mostró el lugar donde debía poner la carpa —que nunca llegué a ocupar— y salió como volador sin palo a reunirse con los otros músicos de la orquesta, para ensayar una última vez antes de la ceremonia.

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Me sentí como estudiante de intercambio recién llegado a su nueva escuela. El calor arreciaba y mi vestuario de aeropuerto empezaba a jugar en mi contra. Era obvio que mi ropa monocromática causaba el mismo efecto que una marimonda de carnaval lo haría en un funeral. Mi camisa a cuadros y pantalón de mezclilla negro no parecía hallar lugar dentro de esta pasarela de barro. Saqué mi celular para saber qué había pasado con Adriana y Juan, un par de amigos que habían decidido a última hora acompañarme en esta aventura, atraídos por las promesas de un estado de consciencia alterado pero sobre todo huyendo de la monotonía de la ciudad.

El celular no funcionaba, pero eso no fue inconveniente para hacer como si hablara con alguien para evadir esta nueva realidad. Las personas me miraban con desconfianza, o al menos eso dictaba mi paranoia. Empecé a caminar erráticamente imitando a los demás, es decir como si estuviera haciendo un trabajo específico o al menos en camino a hacerlo, pero seguramente parecía más un miembro del Ku Kux Klan en un mitín de las Panteras Negras que un iniciado en esta revolución espiritual.

Pronto aparecerían mis amigos, Adriana y Juan, que parecían de una tribu: de una futurista y decadente sacada de Mad Max o de fin de año en Cartagena. Al menos ahora estaba acompañado y sentí que este micro resguardo del pragmatismo tenía muchas posibilidades de sobrevivir a este campo minado con trampas sagradas. Caminamos juntos hacia la zona de alimentación donde nos esperaba Lucas —hijo de Carmen, la creadora de la ceremonia—, con una arepa de maíz blanco con pollo desmenuzado y chocolate en agua. Lanzó un par de chistes con un forzado acento paisa —o antioqueño—.

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Minutos después, sonó una ocarina que anunciaba el inicio de la jornada.

La ceremonia

Fuimos a la zona ceremonial, donde harían los primeros anuncios. Era una estructura circular hecha de guadua como de unos 15 metros de diámetro, rodeada por un entramado de ayahuasca. El techo era de plástico, pero su centro estaba descubierto. Había un altar que parecía una especie de pesebre donde sobresalían dos latas de cerveza mexicana acompañadas por tabacos, flores, piedras y otros elementos. Había al centro una fogata que permaneció encendida casi todo el tiempo y estaba celosamente atendida por un “hombre de fuego”.

Apareció la fundadora, Carmen Vicente, acompañada por Julián, un chileno que la escoltaba a casi todas partes, como si se tratara de su heredero directo. Vicente es una mujer de corta estatura, pero su inmensa presencia era evidente. Habló con seguridad notable, y sus palabras eran traducidas al inglés —para los gringos presentes— por una joven rubia con piel dorada que parecía siempre a punto de desvanecerse.

Habló del milagro de estar ahí, pues se trataba de la culminación de una visión que tuvo Johanna —la anfitriona— en otra danza ocurrida en España hace varios años, además de muchos otros asuntos prácticos que mezclaba con algunos chistes, acompañados por las carcajadas de un público cautivo que había llegado “de las cuatro direcciones” como precisaba Carmen.

Anunció la receta medicinal del día: peyote. “…No me gusta decir medicina, porque después viene gente enferma que toma medicina tres, cuatro, cinco veces y nunca se cura”, preciso la doctorcita.

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Habría un temazcal de purificación anterior a cada jornada de danza y otro apenas esta estuviera concluida. La danza empezaría a las 11:00 p. m. y se extendería hasta el amanecer. Por último, organizó a los presentes en grupos del mismo sexo que tendrían un líder seleccionado por Vicente con anterioridad. Mi líder era Gabriel, un indígena boliviano muy apuesto y elegantemente vestido con un poncho tradicional. Explicó Carmen que estas líneas eran muy importantes, y que tanto el ingreso al temazcal como el desarrollo de la danza estaban ligadas a ese orden.

Todo el tiempo hubo un discurso que mezclaba lo sagrado con lo profano y la solemnidad con el humor. | Foto: Cortesía de Adriana Martínez y Juan Toja.

Fuimos entonces a la zona de temazcal, donde hombres y mujeres entrarían en distintos turnos. Los hombres usaríamos traje de baño y las mujeres un vestido completo.

Una mujer joven, que se movía con la seguridad y firmeza de un militar, calentaba piedras volcánicas en una fogata que cuidaba con esmero.

Varias personas lucían tatuajes tribales, algunos tenían cicatrices en el pecho producto de ceremonias donde eran levantados de ganchos clavados a la piel con poleas, atadas a un árbol de la vida o algo por el estilo, o eso alcancé a escuchar de un danzante de pelo largo que llevaba puesta una camiseta con la cara de Jimmy Hendrix y que no paraba de vociferar.

Me enteré de que había hecho una fortuna creando aplicaciones y páginas de internet. El temazcal era una pequeñísima estructura con forma de iglú, cubierta por telas y cobijas. Se entraba por una pequeña puerta donde cabía una persona a la vez.

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Entré de rodillas al cambuche místico que iba siendo ocupado en líneas organizadas hasta completar el aforo, en una acción que parecía ese número de los payasos que salen de un Volkswagen desafiando un par de leyes físicas. Adentro se empezaba a sentir un calor infernal.

La chamana dirigía desde adentro la ubicación de los temazcaleros, logrando factorizar esos pellejos sudorosos de manera ejemplar. Pidió unas piedras que iban siendo depositadas con una pala, una a una y con delicadeza al alcance del hombre de fuego, que desde adentro las ubicaba en el centro con mucho cuidado, usando unos cuernos de venado. Unas ocho piedras puso antes de que desde el exterior entregaran a Vicente una vasija llena de agua con una totuma flotando.

Cerraron la puerta de tela desde afuera y Carmen empezó a hablar. Había una mezcla de espiritualidad con instrucciones terapeúticas en su discurso. Habló de la utilidad del temazcal para sacar, por medio del sudor, esas grasas provenientes del chicharrón. Por otro lado recordaba la importancia del agua, de la Madre Tierra y de la voz de los abuelos, entre varios asuntos. Todo era traducido, en este caso, por el que llevaba la camiseta de Hendrix.

De repente empezó a eructar con la contundencia de un estudiante de fraternidad gringa, invitando a su público a hacer lo propio, explicando las propiedades terapéuticas de un buen eructo. El olor de varios inciensos hacían la experiencia realmente placentera a pesar del sopor.

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Yo estaba con la mente en blanco, disfrutando las propiedades del vapor, explotadas ampliamente en las cuatro direcciones —Japón incluido—, pero era obvio que para las personas que estaban ahí había mucho más que eso: se podía sentir en los susurros y respiros un ambiente exaltado; se podía oír una mezcla de sollozos y risas como de felicidad.

No de esa felicidad como cuando Millos gana un partido de la Libertadores, sino de la felicidad nerviosa de la monja que está a punto de conocer a un mártir. Alguien empezó a tocar un tambor con ritmo acelerado, seguido de canciones que hablaban de elementos, abuelos y la madre naturaleza como temas dominantes.

Después, Vicente invitó a la sudorosa multitud a elevar rezos, que en su mayoría tenían que ver con la salud física, la supervivencia de la naturaleza y el éxito de la danza. Eran dirigidos hacia la Pacha Mama o “el gran espíritu”, acompañados de un “aho” o un “hmm” en voz muy baja.

Vicente empezó entonces a decir “puertiiiiiitaaaaaa…puertiiitaaaaaa….puertiiitaaaaaa” con tono infantil, como de duende o personaje de Plaza Sésamo, seguida en coro por los presentes. El hombre de fuego abrió la puerta y se repitió la rutina anterior. El temazcal representa, según Vicente, el vientre de la madre, que es en sí mismo el origen del Universo. Una imagen poderosamente poética aderezada con sudor e incienso.

De repente empezó a eructar con la contundencia de un estudiante de fraternidad gringa, invitando a su público a hacer lo propio, explicando las propiedades terapéuticas de un buen eructo.

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Una vez acabada la ceremonia del temazcal y rematada por la segunda tanda de “puertita”, me apresuré a salir gateando del vientre de trapo como atleta de alto rendimiento a punto de correr una maratón. Me encontré a la salida con Adriana y Juan y fui con ellos, descalzo, hacia el comedor sobre un doloroso camino de piedritas que me devolverían sin misericordia a mi estado natural de vulgar fragilidad de hombre de ciudad. Nos esperaba chocolate en agua y un pan que estaba exquisito. Razón tenía mi sabia abuela antioqueña cuando decía “a buena hambre no hay mal pan”.

Eran como las siete de la noche y los danzantes empezaban a ponerse sus mejores galas y descansar un par de horas para el baile sin cuartel que se avecinaba. Fui a un cuarto trasero donde guardaba mis ajuares. Me puse el sombrero que había comprado para esa ocasión, camisa, blazer, pañoleta blanca y pantalón edición “vibras” por J. Balvin. Ahí estaba el hombre de fuego ecuatoriano acicalándose también. Era distante en su trato, con la distancia que su jerarquía dictaba.

Era apenas lógico que no quisiera perder su tiempo con principiantes. Fui al punto de encuentro tan rápido como pude, pues empezaba a llover a cántaros. Me encontré ahí con Sarayacu, que estaba con su hija. El hombre de fuego había llegado antes, y con destreza hizo una fogata bajo la lluvia haciendo uso de un diseño jamás antes visto.

El arquitecto de ese portento lo llamaba “la tele”. La lluvia se había convertido en diluvio. Adriana y Juan quedaron atrapados en el comedor mientras el templo comenzaba a inundarse. La fogata seguía encendida como por arte de magia. Apareció Julián —la mano derecha de Carmen— con un pequeño paraguas con el que nos rescató de esa zona de emergencia.

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Todo parecía indicar que la danza estaba muriendo antes de comenzar.

Pasada la medianoche se pudo oír el sonido de la ocarina. El aguacero había bajado un poco su intensidad y volvimos de nuevo al templo. El fuego seguía encendido y era inevitable que el peyote fuera repartido: la gente había venido de muy lejos, y aunque la danza parecía no tener solución, la medicina estaba ahí, lista para ser tomada. Me encontré de nuevo con Adriana y Juan, nos hicimos juntos a la espera de Carmen, que en ese momento era sinónimo de peyote.

Apareció acompañada de Julián, lamentó la cancelación de la danza y procedió a hablar de la necesidad de usar el peyote como medio para tener visiones, pedir milagros y curarse. Habló —como dirigiéndose a la pareja de amigos y a mí— de la inconveniencia de usar estos sacramentos como quien va a una discoteca a drogarse, haciendo uso de un discurso que mezclaba lo sagrado con lo profano y la solemnidad con el humor. Se podía sentir cierto talante político en su discurso de gran oradora. Mientras hablaba lucía inmensa.

No titubeaba ni un segundo y mostraba una inteligencia aguda y liderazgo incuestionable que la traductora no parecía interpretar, pero como dice la canción de Niche: “esto es cuestión de pandebono”, así que era momento de darle una probada a esa totuma.

Pasó entonces Carmen acompañada por su mano derecha por cada puesto repartiendo una totumada del sacramento. Solo restaba esperar. No parecía hacer mayor efecto. Al cabo de unos 20 minutos había dejado de llover y Carmen ordenó a los presentes incorporarse a sus líneas.

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Esto estaba por comenzar.

Las líneas de hombres saldrían por un extremo y las de las mujeres por otro. En este punto un entusiasmo inusitado invadió el ambiente. La medicina empezaba a hacer efecto y el movimiento parecía ayudar en ese sentido. Salimos entonces al lugar de la danza: un campo descubierto, limitado por unas cuerdas con trapos amarrados. En un extremo había un pequeño teatro donde estaba la orquesta, mientras en el centro de esta gran pista de baile había un altar con cuatro cabezas de jaguar, fotos, piedras y tabacos.

A un lado reposaban unos canastos repletos de tabaco, papas y huevos. Había cuatro puertas en esta cancha espiritual y mi línea avanzaba con parsimonia. La premisa era seguir los pasos de quien estaba al frente, como en una especie de meneíto por equipos. La medicina seguía escalando y cada línea parecía estar haciendo algo diferente, pero había un claro diseño general. La música era pegajosa, y parecía ir a tono con el subidón sacramental.

Había muchas reglas en la danza, pero lo único que había que hacer era imitar, así que no era tan difícil. Eran muchas tareas y todo era una secuencia frenética de rituales. Poner troncos en una hoguera que iba creciendo era solo el comienzo de una revista de baile que Carmen iba dirigiendo, y donde varias acciones, casi surrealistas, continuaban una tras otra con tal velocidad, que no había tiempo para procesarlas.

La música iba poniéndose cada vez más animada e intensa y lo mejor era dejarse llevar sin pensar en nada: no tenía sentido tratar de entender. Tuve la sensación de estar en una tropa militar de manicomio. Mi línea fue por una segunda totumada de peyote y ahí empezó el verdadero zafarrancho. Las líneas se empezaban a descomponer y empezaron a aparecer las primeras bajas a causa de las náuseas.

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Estaba por vomitar cuando todo se detuvo. Empezó a llover de nuevo y el lugar se estaba convirtiendo en un pequeño tercer día de Woodstock. Las líneas se organizaron como al comienzo y la orquesta empezó a bajar su intensidad. Pronto estaríamos de vuelta en el templo donde un danzante con experiencia me dijo que había sido una pausa obligada por la lluvia.

Volvimos a nuestro cambuche habitual y Julián empezó a cantar. Su voz era profunda y su talento innegable. Siguieron otros cantantes ocasionales y los monos empezaron a aullar. La ocarina sonó de nuevo para ir al temazcal pero decidí no ir. Tenía mucho frío y lo único que quería era descansar un poco.

Adriana y Juan sí fueron: me contaron que el peyote había dado una nueva dimensión al temazcal, tanto así que alucinaron con escenas de vaqueros en cantinas. Nos echamos un par de horas en el cambuche hasta que la incomodidad nos obligó a movernos, esta vez de vuelta a la Hacienda Castilla, donde comimos una picada con chicharrón y dormí un par de horas antes de regresar al campamento.

Había muchas reglas en la danza, pero lo único que había que hacer era imitar, así que no era tan difícil. Eran muchas tareas y todo era una secuencia frenética de rituales.

Llegamos justo a tiempo para comer la sopa más fea que he probado en mi vida y se reinició la jornada casi de idéntica manera. El menú sacramental del segundo día: San Pedro. Se repitió el mismo ritual de la noche anterior, pero la medicina tenía un efecto mucho más leve, haciendo más digerible la secuencia de acciones. Gabriel —mi líder— inventó nuevos pasos y la secuencia empezó a tener más sentido.

Troncos a la hoguera, papas a la hoguera, huevos a la hoguera, tabaco a la hoguera, bastones al cielo, bastones al suelo, palabras en quechua, paso de jaguar, paso de campeón de boxeo, aullidos, etc… Empezaba a sentir el cansancio de la jornada cuando la lluvia puso fin a la danza como la noche anterior.

Volvimos al templo-cambuche donde siguieron los cantos como el día anterior, pero esta vez Julián agregó un par de canciones de Atahualpa Yupanqui. Hacía mucho frío y la medicina no era tan contundente. La jornada se volvía extenuante y empezaba a preguntarme por el sentido de esta sobredosis de intemperie. Esa mañana tampoco fui al temazcal.

Como una especie de ángel exterminador, todo se repetía casi idénticamente al día anterior, y solo fue posible romper ese hechizo yendo a comer arepas de choclo, probablemente la peor que he comido en mi vida, para volver de nuevo a esta rueda de hamsters que parecía no tener fin.

La última noche el sacramento que sazonaría la danza serían “los niños”, que es el alias de los hongos en esta cofradía. Todo se repitió de la misma manera, pero a diferencia de las noches anteriores, Carmen repartió los hongos que llevaba en un tupper de plástico dando con la misma cuchara a todos.

La noche estuvo muy despejada y se repitió la misma rutina, solo que esta vez ya todos parecíamos danzantes profesionales, y era cada vez más claro el sentido o la analogía en cada acción, en cada paso.

Esa misma noche, Gabriel enseñó a mi línea algunas palabras en quechua y nos dimos un abrazo muy afectuoso. Al amanecer, Carmen sacó una pipa inmensa a la que todos dimos una fumada y acto seguido apagó la llama con el par de latas de cerveza que estaba en el altar del templo que también era mi cambuche con Adriana y Juan, con los que me arrunché hasta que un danzante nos sacó prácticamente a escobazos, dándole una estocada final a nuestra aventura hippie.

Los amigos se fueron a un hotel, mientras yo me quedé una noche más, tratando de entender todo lo que había ocurrido. Esa noche sentí un desasosiego colosal. Lloré muchísimo hasta quedar profundo. Al otro día entrevisté a Carmen Vicente después de esperar un par de horas a que otras personas hicieran lo mismo, pero nada de eso quedó grabado.

Supongo que el gran espíritu también trabaja de formas misteriosas.


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