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Atrapadas en Santo Domingo, Guerrero, después de 'Manuel'

Una región del país marginada y olvidada por los gobiernos estatales y federales, excepto en las épocas de elecciones, además de estar marcada por pobreza, altas tazas de migración a los Estados Unidos, y crimen organizado.

Todas las fotografías por Nin Solis.

Santo Domingo es una comunidad de la Tierra Caliente de Guerrero que sufrió de los peores daños que se han visto en generaciones por el paso de la tormenta Manuel. Está en una región del país marginada y olvidada por los gobiernos estatales y federales, excepto en las épocas de elecciones. Es una región marcada por pobreza, altas tazas de migración a los Estados Unidos, y crimen organizado.

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Estuvimos ahí para entrevistar a los Otros Dreamers de esta comunidad—jóvenes que fueron deportados o que regresaron con sus familias después de haber crecido en los Estados Unidos. Al llegar con Rodrigo Abeja de la organización Asamblea Popular de Familias Migrantes, no supimos que íbamos a sobrevivir la inundación histórica de 2013 con la gente del lugar.

Llegamos el sábado 14 de septiembre a Ciudad Altamirano, donde tomamos una camioneta para llegar a la comunidad natal de Rodrigo. Estaba chispeando y el calor se sentía rico para quienes habíamos pasado varios días lluviosos y fríos en el DF. El domingo, Jill hizo entrevistas con dos jóvenes retornados, y Nin tomó sus fotos. Con panzas llenas, corazones contentos, y mentes ansiosas por tanta lluvia la noche anterior, el lunes nos levantamos temprano dispuestas a regresar al DF como lo habíamos planeado.

Eran las 8 de la mañana cuando nos dimos cuenta que ya no había paso para salir de la comunidad. El río ya se había desbordado y el puente de Coyuca de Catalán, que cruza el Balsas y comunica con Altamirano se había desplomado.

Regresamos a la modesta y hermosa casa de la familia Abeja. Ya se veían las familias con casa a la orilla del río sacando sus pertenencias en camionetas conforme avanzaba el agua. Mientras comíamos tocares con crema y queso, Doña Elia y Don Mele —los papás de Rodrigo— platicaron de la inundación de 1967 cuando fueron niños y se preguntaban si sería posible que esta vez el agua llegara también a su puerta. Empezaban a hacer planes para salir de su casa y sacar su cosecha de maíz, su refri, su tele, las camas, las actas de nacimiento y otros documentos importantes, cuando llegó el agua a su propio jardín.

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Dentro de una hora, la inundación ya cruzaba su puerta y salíamos con lo poco que se podía llevar (los documentos, colchas y cobijas, algo de comida), dirigiéndonos hacia la casa de un primo, una construcción en obra negra, en lo alto de un cerro. Allí dormimos esa noche en camas prestadas bajo las estrellas, con la única luz de las luciérnagas y el estruendo esporádico de las casas desplomándose.

Con el amanecer, bajamos para ver los daños. Era peor de lo que esperábamos. El agua enlodada llegaba hasta los techos de las casas. Parados frente a la orilla de la inundación y al lado de nuestros anfitriones y sus vecinos, escuchamos la caída de otra casa lejana, después otra. Hechas de adobe, el agua remojaba las paredes y cada vez hubo más casas derrumbadas.

Al día siguiente, se formó una comisión de cinco mujeres y cinco hombres encargados de repartir los víveres cuando llegaran, de cuidar de los más vulnerables, de levantar un censos de los daños, y de responder a otras necesidades de la comunidad después de la catástrofe. Hasta hoy, Rodrigo nos ha comunicado que la comisión sigue en pie, formando brigadas de limpieza y repartiendo las despensas y el apoyo recibido por parte de familiares en otras partes de México y en los Estados Unidos.

Los próximos tres días, mientras esperábamos a que el agua bajara poco a poco, entre martes y viernes, nos unimos a los esfuerzos de la comisión y ayudamos a la familia Abeja a rescatar lo poquito que pudieron. Empezamos a ver la llegada de las despensas y la ayuda. Primero, muy poquito en helicóptero, pero luego en camionetas gubernamentales y privadas desde Michoacán.

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El viernes por la tarde decidimos ir a Coyuca para averiguar si había paso por el puente a Ciudad Altamirano. Todavía no lo había. Pero la Presidenta del DIF de Coyuca nos ayudó a pasar con voluntarios del DIF en una moto acuática. Una por una cruzamos al otro lado, donde apenas iban iniciando la construcción de un paso peatonal para alcanzar la parte del puente que no fue arrasado por la fuerza del agua. Y así fue como dejamos la Tierra Caliente de Guerrero, después de cinco días entre el lodo y los escombros de las casa de Santo Domingo.

Actualmente, en la comunidad hay alrededor de 105 casas totalmente destruidas, y un total de 140 casas afectadas. Cada casa fue construida en partes, juntando el dinero poquito a poquito, muchas veces mediante viajes al otro lado para trabajar. Son legados de toda una vida, ahora hechos pedazos.

En esta crisis de magnitud histórica, ¿cómo vamos a responder a las comunidades rurales de Guerrero y Michoacán? Esperamos que podamos empezar por el reconocimiento de los esfuerzos de grupos de personas como la comisión de Santo Domingo, quienes buscan cuidarse unos a otros. Y el reconocimiento a las familias migrantes, quienes ya están buscando cómo reconstruir sus casas y sus vidas, agradecidas por haber salido sanos a pesar de haber perdido todo sus bienes. Que ellos sepan que cuentan con nosotros—al otro lado del Río Balsas y también del Río Bravo.

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Jill Anderson es investigadora visitante con una beca posdoctoral en el CISAN-UNAM. Nin Solis estudió arquitectura y fotografía. Su trabajo ha sido expuesto en la Embajada de México en Berlín; la Fundación Moritzburg, Halle; y el Norton Museum of Art, en West Palm Beach, Florida, entre otros. 

Juntas realizan el libro "Los Otros Dreamers", un testimonio colectivo de la vida en México, tras haber crecido en los Estados Unidos que incluirá unas veinte historias de deportación o retorno, escritas en primera persona y fotografías de sus entornos alrededor de México.

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