Fernanda Melchor, Dale un besito.

FYI.

This story is over 5 years old.

Uganda ama este número

Dale un besito

Un cuento de Fernanda Melchor.

Ilustraciones por Alejandro Mendoza

La cosa es que eran como las doce del día y yo iba caminando allá por la costera, en esa callecita que da hacia el cine del Soriana. Andaba re cansada y me dolían las patas; traía el pelo mojado amarrado en una coleta y un chorrito de agua me bajaba por la espalda y me hacía cosquillas. Hacía un calor de poca madre y yo tenía la boca seca por el agua del mar y la pacheca. Tenía mucha sed, mucho calor; no mames, qué cansada estaba. Las chanclas se me hundían en la arena caliente. Yo lo que quería era llegar a casa de volada, meterme a bañar y fumarme otra mota encerrada en el clima.

Publicidad

Y venía yo pensando: cómo no pasa alguien ahorita y me da un raid. Y, no mames, te juro que no pasaron ni cinco minutos de que había pensado eso, cuando una camioneta se para al lado de mí, como para preguntarme una dirección. Traía placas de Puebla. Yo seguí caminando. Era una de esas camionetas que traen las rucas fresonas, de esas donde caben como veinte chamacos; una vagoneta color verde, color pardo, ya la neta ni me acuerdo. Creo que era color verde.

El caso es que adentro venía un chavillo, qué te diré, de unos catorce o quince años. Neta, se veía re morro. Un pinche chamaco riquillo que de seguro le estaba haciendo el mandado a la mamá, pensé. Y que me dice: Disculpa, ¿cómo te llamas? Y la neta me dio hasta risa porque habló así todo serio, y me acerqué al coche, aunque así medio desconfiada. No, pues me llamo María, le inventé, y el cabrón ya ni me acuerdo cómo me dijo que se llamaba. Neta, todo fue rapidísimo. El baboso era güerillo, medio enano, tenía el asiento echado hasta adelante y tres o cuatro granitos en la cara. Pero feo feo no estaba. Y entonces que me ofrece un aventón, y yo pus ni la pensé, que me subo al coche. Cuando me senté a su lado, el frío del aire acondicionado me refrescó las chapitas adoloridas de tanto méndigo sol, y yo dije: A güevo, ya chingué, porque la neta ya no traía dinero ni para el camión, y después de tanto nadar ya ni ganas me quedaban de patinarle hasta la casa.

Publicidad

Pos no habrán pasado ni dos minutos; es más, qué dos minutos, ni siquiera habíamos llegado al semáforo de la esquina cuando el chamaco ya me estaba agarrando la pierna. La mano le temblaba como gelatina a medio cuajar. Hablábamos puras mamadas mientras él me sobaba el muslo, y yo de sangrona todavía le preguntaba más babosadas para ponerlo más nervioso: ¿Cómo te llamas? ¿Pero cómo te dicen? ¿Dónde estudias? ¿En qué año vas? ¿De quién es el coche? El escuincle decía puras pendejadas, le temblaba la boca, con la palma me frotaba la pierna tan duro que hasta churros de mugre me sacaba. Ya ni se fijaba en la manejada; en una de esas rebasó a un taxi por la derecha. Luego casi casi nos estampamos con un taxi porque se pasó un alto.

Y pus el caso es que, no sé cómo, el idiota este se metió en una calle medio vacía y paró el coche. Me empezó a decir que yo estaba bien bonita, que no sé qué, puras estupideces. Pero, no te rías, güey, la neta yo sentía chido. ¡En serio! Me metía la mano por debajo del short, según él queriendo agarrarme el coño, pero era tan pendejo que ni lo encontraba. ¡Neta! Yo me cagaba de la risa. Le empecé a dar sus besos; le metía la lengua hasta adentro de la boca y el pendejito se alucinaba. La neta estaba medio bonito, aunque estuviera ñengo y chaparrito. Tenía ojitos verdes, pero así, saltones como de rana, y la boca le sabía a chicle de frutas, así bien fresa él, ¿no? Me dijo que tenía 18 años pero al chile ni le creí; estaba como que muy pendejo, como que demasiado emocionado. No mames, cómo dices que tienes 18 años y te emocionas tanto por agarrar unas tetas. Y, güey, cuando al fin pudo hacerme el short a un lado y meterme un dedo se puso como loco; casi casi me quería meter la mano entera, y me besaba, me lamía la lengua, la cara, el cuello, las tetas, todas partes. Yo la neta ya estaba calientísima pero me sentía súper friquiada porque estábamos en plena calle; no manches, capaz que pasaba la tira y nos veía, y yo con un churrote en la bolsa, no chingues. Y pues el chamaco notó que yo le estaba bajando al alucín, que ya me quería ir, y entonces, según él, me quiso aplicar la distractora. Me preguntó que si yo ya lo había hecho… Así dijo, te lo juro: ¿Ya lo hiciste? Y yo me cagué de la risa y le dije: ¿Qué, coger? Pus a güevo, güey. Y él, con cara de pendejo: ¿Y con cuántos? Puta, cómo me iba a poner a hacer cuentas, si para entonces yo ya había cogido un chingo de veces, con un chingo de banda, y se lo dije. El caso es que eso lo puso más caliente y empezamos a fajar otra vez. Yo le sobaba el pito encima del pantalón; él me mordió las chichis hasta que se me escapó un gemido, porque dolía pero se sentía rico. En eso estábamos cuando el chamaco se bajó el cierre y me enseñó su pito. Lo tenía durísimo. Era un pito de güerito, como él, todo rojo y cabezón; los vellos castaños tirándole a rojitos. La neta era una verga bonita, y grande, hasta eso, nada mal para un escuincle de catorce o quince años, o los que tuviera el enano culero ese. Y yo me le quedé viendo por todas partes, así como para ver si estaba limpio, ¿no? Porque, pfff, nunca falta que te bajas por los chescos y resulta que el cabrón tiene una costra de glaseado, guácala. Y ahí estaba yo, calibrándolo, haciéndome la melindrosa, así como que no quería la cosa; le bajaba el pellejito y luego se lo subía y le sobaba la cabecita con el pulgar y tantita baba, y luego le apretaba el tronquito, y el pendejo me mojaba la mano y ponía cara de que se iba a morir, o a venir, o no sé. Y así estuve dándole un ratillo, hasta que se me cansó la mano y me aburrí, y le dije que nos fuéramos. Y, no mames, el caguengue ése de volada se puso súper denso, me agarró de la coleta bien duro y que me dice, no, que me ordena: Chúpamela. Y la neta yo pensé: Nel, ahorita de pendeja acabo mamándosela, este se viene de volada y yo me quedo como pendeja, ¿no? Nel, ¿y yo qué?, le dije. Pero él me rogaba: Órale, no seas culera; dale un besito, uno namás, uno chiquito, decía. Y el pito le brincaba.

Publicidad

Dale un besito la chingada, le dije, acomodándome el pelo, porque hasta me deshizo la coleta con sus pendejadas. Y llévame a mi casa, pendejo, ¿qué te crees que soy? No, si yo estaba en mi papel de diva. Pero él me seguía empujándome la cabeza y yo le quise meter un chingadazo, como nos enseñó mi hermano, güey; mero en la nariz, de abajo para arriba, con la parte dura de la palma, pa' romperle su madre. Pero el chamaquillo no era tan pendejo como pensé, o era más mañoso de lo que parecía, o de pronto quién sabe de dónde agarró fuerzas y me metió un chingadazo, pero un reverendo putazo, güey, que hasta estrellitas fosforescentes empecé a ver. Me pegó mero en el ojito y enseguida sentí cómo se me hinchaba y se me llenaba de lágrimas calientes y me ardía como ácido. Y que hago a bajarme de la nave pero el pendejo se me fue encima, y después de soltarme dos putazos se me subió encima y me babeó por todos lados, y me hizo el short a un lado, porque era tan pendejo que no pudo ni encuerarme, y cuando agarré el pedo ya tenía su dedo bien clavado adentro de mi culo y puta, que me encabrono, y como pude me fui sobre de él; quería golpearlo, arañarlo, patearle los güevos, pero el baboso me seguía pegando y no me soltaba, güey, estaba como loco; hasta la cara le había cambiado, y a mí me entró un chingo de miedo de que me fuera a lastimar, a dejar mi cara marcada, no mames, y entonces mejor me puse flojita para ganar tiempo y pensar cómo chingados iba a salir de ésa.

Publicidad

Güey, pues haz de cuenta que el pendejo me tenía de a cuatro, con la cabeza metida en el hueco entre el tablero y el asiento y la nariz aplastada contra la alfombra. Yo intentaba levantarme pero él recargaba todo su peso sobre de mis caderas y me lastimaba. Y yo ya en plan desesperado que me pongo a tentear en la alfombra, y que entonces encuentro una pluma de esas Bic, y la agarro bien en la mano y…

¡Coño, güey, qué preguntas tan pendejas haces!… Pues claro que el pendejo me la metió, y hasta adentro, coño, durísimo, como conejo; pinche pendejo se tiraba unos pujidos que no tenían madre; me lastimaba mis huesitos y todavía me

pellizcaba las nalgas. Ni trabajo le costó metérmela porque con el faje terminé mojadísima: entró esa madre como en su casa. Puta, yo estaba que me llevaba la verga, literalmente: pensé que el pendejo ya no tardaba en venirse y que me iba a llenar con sus mecos asquerosos, y capaz que me embarazaba o me pegaba el sidral… No sé, güey, yo estaba haciendo novelas en mi cabeza mientras al pendejo se le entumían las piernas, y gemía como puto, pinche escuincle. Me estaba clavando tan duro que hasta se le olvidó agarrarme las muñecas y ahí fue cuando aproveché para alzarme, como pude, y con el brazo así chueco que agarro y que le clavo la pluma en el pinche cuello, nomás que a la mera hora se movió y se la encajé debajo del huesito, pero así, méndigo, hasta sentí cómo se partía la carne. Y no mames, el vato se puso a gritar y yo le volvía a hacer así pero el vato se movió y nada más le hice una raya en el cuello porque ni cuenta me di que la punta de la pluma se había tronado, que se le había quedado adentro, por eso casi no sangraba. Y entonces el pendejo se me va encima y ora sí le meto un codazo en la nariz, así mero, como con ganas de sumírsela, y ya al chile no me quedé para ver si le saqué sangre o no porque cuando el güey se llevó la mano a la cara y se puso a chillar, yo ya estaba abriendo la puerta y salí corriendo, descalza y con las tetas de fuera, en pleno mediodía, porque quién sabe dónde quedaron los botones de mi camisa. Y yo pensaba: le hubiera clavado la pluma en un ojo, o en los pinches huevos, para que aprenda a no andarse metiendo con las morras, me cae, pinche chamaco culero.

Y así llegué a mi casa, corriendo, agarrándome así la camisa para que no se me abriera, volteando para todos lados a ver si no veía la camioneta y al chamaco cara de loco dentrás del volante. Pero la babosa eres tú, me empecé a cagotear yo solita, por andarte subiendo a coches de gente que ni conoces; tú eres la pendeja por andar confiando en la banda, y ahora hasta culeada acabaste. Puta, traía las piernas mojadas hasta las rodillas, el coño resbaloso; yo tenía miedo que de sangre. Todavía sentía su pito dentro de mí, como un fantasma barrenando mi carne.

Y pues cuando llegué a la casa vi que ni mis papás ni mi hermano estaban, y me dio gusto, porque no quería que nadie me viera. Estaba hecha un demsadre. Me quité los shorts y me toqué allá abajo. Seguía toda mojada, pero no de sangre sino de lubricación. Porque, no mames, güey, me di cuenta de que seguía yo bien caliente. Eso fue lo más cabrón: todavía podía sentir sus dedos estirando los pliegues de mi culito, la punta de su verga topando con el fondo de mi carne, llenándola, sin espacios. Cerré los ojos y me lo imaginé frente a mí, llenándome la cara de mecos. Puta, yo tenía ganas de correr a buscar la escoba y meterme el mango. Tuve que hacerme una puñeta, pero de esas que no te tocas ni tres segundos y ya estás pegando de gritos. Me vine tan duro que hasta me mordí la lengua, nomás pensando en él, en sus manos sobre mi boca, en sus dientes mordiendo mis pechos, en su pito durísimo penetrándome a la fuerza.

Güey. Ya sé, güey, pero qué quieres que haga.

La neta la miss tiene razón. Estoy pero si bien dañada de la cabeza.