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Cultură

Las preguntas de Solomon: un relato migrante

Esta es la historia de un nigeriano que se bajó en la estación de trenes más grande de Argentina. Sin hablar español y huyendo de su país pudo salir adelante
Fotos por Migue Roth

Artículo publicado por VICE Argentina

Solomon huyó de Nigeria con un objetivo claro: conseguir trabajo y ayudar a su familia; y esta, que apostó todas sus fichas y ahorros en él, lo acompaña emocionalmente a la distancia. Pero está solo. Por primera vez en 28 años se siente abrumado por la soledad.

No sabe español; en Retiro —la principal terminal de ómnibus de Argentina— le hablan demasiado rápido, deambula y lo confunden con un mantero. Se cruza otros negros y toma coraje, les pregunta cómo hacer, qué hacer, dónde. No hay nigerianos, ellos son de Senegal o Costa de Marfil, o de Haití; se interpretan en inglés y se dan una mano: comparten sugerencias. Pero está solo y cansado. Una aguja se le clava en medio del corazón y se le seca la boca: extraña. Camina llorando, intentando no dejar al descubierto su vulnerabilidad extrema en una de las ciudades más brutales del continente. Lo rodean miles de personas y Solomon no entiende cómo, llora, cruza la calle. Desde la vereda de enfrente, en la pared de la villa que asoma, un grafiti dice que Buenos Aires es anagrama de urbe asesina. Por suerte, Solomon aún no lo sabe.

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La renta per cápita argentina es entre 10 a 12 veces mayor a la de países como Senegal (cuya nacionalidad es la más representada entre las comunidades africanas en Argentina), pero en el caso de Nigeria, que vive un conflicto armado enquistado, el contraste social y económico es aún mayor. Se estima en 25 mil los inmigrantes africanos que llegaron a mediados de los años 90, y la comunidad senegalesa cuenta con entre 15 y 18 mil personas.

Informes de Naciones Unidas aseguran que en el caso argentino se pueden observar dos tipos de migrantes: «Por un lado, personas que debido a distintas causas —económicas, políticas, de proyectos personales— deciden dejar el lugar que habitan para migrar; por otro, una población muchísimo menor que es solicitante de refugio».

Carlos Álvarez, activista de la organización Afro Xangó, cuenta que en Argentina hay más de tres millones de personas con ascendencia afro, «pero eso no se reconoce porque ser negro es estar vinculado con la pobreza, la marginalidad y la exclusión según la impronta que el racismo ha permeado en nuestras sociedades».

Solomon no habla con resentimiento, ni se describe víctima. Se reconoce como un tipo afortunado y repite «I´m a lucky guy» (soy un pibe afortunado), traduce sus propias palabras y dice «pibe», que es el equivalente a muchacho en la jerga rioplatense: el lunfardo. Si maneja el lunfardo es porque ahora, meses después de su llegada, no solo sobrevivió a la urbe asesina, sino que ya la domina. Con el apoyo de una agencia humanitaria, consiguió trabajo en un corralón social de materiales para la construcción. El corralón funciona como un nexo entre personas o empresas que tienen materiales de construcción y mobiliario que ya no utilizan, y familias que necesitan mejorar su casa. Solomon es uno de los empleados encargados de retirar las donaciones a domicilio y acondicionarlas para venderlas a precios sociales. Él no solo aprecia la posibilidad laboral, sino el buen trato entre compañeros y directivos: «para un hombre negro que no habla bien el español es un poco difícil encontrar trabajo en Argentina. Te lo niegan por ese motivo. Por eso digo que yo tengo suerte de tenerlo. Con mi trabajo puedo vestirme, pagar mi renta, mi comida y todas mis actividades; soy afortunado. Además estoy feliz con mis compañeros de trabajo, que son como una familia para mi. Ellos no discriminan por mi color de piel. Me dicen «negro» con afecto; son como mi familia, estoy feliz con ellos. Cuando no me siento bien, cuando a veces solo pienso en mi país y no puedo salir porque no me siento bien, ellos me dicen: “¡Negro, ¿qué te pasa?! ¿Por qué estás mal?”. Ellos siempre están ahí para mi, realmente aprecio mucho mi trabajo.»

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Solomon juega al fútbol los domingos por la tarde, en el potrero que hay al lado de las vías de la estación de Boulogne Sur Mer. Al pasar para ir a su casa, lo llaman a los gritos, le dicen «vení negro» y lo putean con cariño: es un código que aprendió rápido. Y va al picadito, aunque prefiere las noches de básquet en el gimnasio del barrio. «Voy a picadito en domingos, si no estoy muy cansado. Pero me gusta más básquet, en el gimnasio», dice mientras cocina jollof, un arroz más bien guiso, con picante fuerte para un argentino promedio y suave que ni se siente para los nigerianos.

«Nigeria es duro, muy duro. Difícil. Its not a place to live», dice en spanglish y nos cuenta que en las ciudades más grandes de su país —Abuya, la capital o la pujante Lagos; Port Harcourt o la peligrosísima Maiduguri en el norte asediado por Boko Haram— no hay electricidad como aquí; allí se sienten los generadores en funcionamiento y el olor del combustible en los barrios; Solomon dice que Nigeria es —efectivamente— la potencia petrolera de África y al mismo tiempo, uno de los lugares más desiguales e inseguros del mundo; que no tienen agua potable, ni servicios corrientes. Para hablar con su familia, usa WhatsApp y le envía mensajes a su hermana menor que se conecta cuando puede, porque Internet es limitado y las redes sociales están bloqueadas. Nigeria, además, está fragmentada en dos: el sur cristiano y occidentalizado; y el norte, musulmán, donde rige la Sharía: el conjunto de mandamientos de Alá relativos a la conducta humana. La división es acentuada, pero ambas regiones tienen características en común: desigualdad, violencia y pobreza.

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Si fuera un país, la población global actual de personas desplazadas por la fuerza sería mayor que todo Reino Unido, dice un informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La División de Población de ésta agencia humanitaria publicó que la cantidad de desplazados podría conformar un país que se ubicaría entre los 20 mayores del mundo. Se incrementaron los millones de personas sometidas al desplazamiento forzado por crisis y conflictos no resueltos, así como por los nuevos conflictos de Burundi, Libia, Irak, Niger y Nigeria. Encontrar soluciones duraderas parece una ilusión desvencijada. «Entre las soluciones integrales estarían la repatriación voluntaria, el reasentamiento y la integración local», proponen desde el Alto Comisionado, «pero éstas requieren un compromiso colectivo para abordar las causas de raíz del desplazamiento y deben tener en cuenta una amplia gama de opciones y oportunidades; sin entornos seguros, vías administrativas y legales para alcanzar soluciones formales, acceso a oportunidades económicas y la inclusión de las personas desplazadas en todos los aspectos de la vida social y cultural, no se pueden alcanzar. Solo una pequeña proporción de refugiados alcanza cada año una solución duradera, lo que significa que un número creciente permanece durante muchos años en una situación prolongada», como llaman en ACNUR al limbo de vulnerabilidad que padecen quienes tuvieron que escapar.

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Pero una tarde, días después de conocernos, tendré una conversación tan íntima como dura con él. A mis preguntas sobre lo que siente un refugiado en Argentina, responde con otras preguntas intensas:

—A vos, ¿qué cosas te alejarían de tu país? ¿Cuáles te harían dejar atrás tu hogar y tu comunidad?

Solomon prefiere no volver al dolor que lo llevó a huir. Le duele recordar.

—¿Serías capaz de dejar todo atrás con tal de sobrevivir? ¿Hasta dónde llegarías con tal de ayudar a los que amas? ¿Cuánto tiempo resistirías en un lugar en el que no entiendes ni siquiera los gestos de un saludo?

«No sé», le digo.


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Solomon vuelve a preguntar:

—¿Cómo harías para que la gente crea en ti? ¿En quién confiarías? ¿Confiarías?

Solomon dice que tener trabajo, techo, —un lugar y tantas oportunidades—, lo ponen contento y que es feliz por ayudar a su familia. Insistirá en su condición favorable, y la contrasta con la de muchos amigos que están pasando el peor momento desde que llegaron al país, porque la única cosa que tenían para tirar para adelante —la manta—, ahora está prohibida y ya no les dejan vender gafas, ni perfumes ni ropa. Cuando dice amigos se refiere a migrantes, solicitantes de asilo, refugiados: la condición los une. Solomon no habla de la imagen que muestra a un joven senegalés tomándose el rostro desesperado por el gas pimienta que le tiraron en los ojos la tarde en que quinientos policías de la Federal, Metropolitana e Infantería sitiaron la avenida Avellaneda para correr a los manteros que se resistieran; no habla sobre los golpes que recibió un nuevo compañero haitiano que conoció en el Centro de Apoyo al Refugiado, no dice nada sobre el dolor que sintió ese compañero cuando les pegaron por cantar junto a otros trabajadores que no eran haitianos, peruanos, senegaleses ni bolivianos: sino todos iguales y querían trabajar. No dice nada de eso aunque lo sepa. Le molesta, y le duele también, pero no lo menciona porque aún siente los pegajosos residuos de miedo y desconfianza que acumuló por años.

Solomon pregunta en Ibu, el idioma de su pueblo, porque se expresa mejor así, «porque se siente mejor así». Luego se traduce a sí mismo al inglés. Mili, trabajadora social del Centro, vuelve a traducir al español y quedamos en silencio, nos refugiamos en el silencio tratando de digerir la crudeza de palabras tan hondas como el dolor que las parió.

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