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Cultură

‘Soy rehén de mi bigote’: Martín Caparrós

Entrevista con el periodista argentino a propósito de la presentación de su libro Lacrónica. Habló de los acuerdos de paz, literatura, periodismo, la calva y su bigote.

Entrevistar a Martín Caparrós no es un placer fácil. Menos cuando uno es hincha: su altura de jugador de baloncesto, su uniforme de camisa pantalón zapatos reloj bolso negro. Sus silencios. Su costumbre a dar entrevistas, su voz de ronca autoridad. Su experiencia en conferencias, clases, talleres. La etiqueta invisible que reza: uno de los mejores periodistas y escritores de Hispanoamérica: ganador del Premio Herralde, Planeta, Konex, Periodismo Rey de España, Beca Guggenheim. Todo eso inquieta. Un mago para esconderse en su propia amnesia.

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Porque uno puede preguntarle por algún pasaje de alguno de sus libros de crónicas y él dirá que a veces cree que es el doble de ese Caparrós del que tanto hablan: "¿Yo dije eso? ¿Cuándo? No me acuerdo". Y uno le puede mostrar el texto en el que lo dijo, en el que describe, por ejemplo, su mesa de desayuno y en ella un tarro de miel y un chorro que se descuelga en el aire y que cae acomodándose en el recipiente y ocupando un espacio. Ese mismo pasaje en el que dice que, como la miel, así le parece que es el cambio de los países: lento pero poco visible. Paulatino.

—Cómo jodo —dirá él, después de leer el fragmento —¿por qué no puedo desayunar tranquilo?

Me devuelve el libro que le había pasado para que confirmara sus propias palabras. Un libro suyo: El Interior (2006). Ese en el que recorre las provincias del norte de Argentina preguntándose por un país que no es el de él, por un país ajeno.

El libro salió en nuestra conversación cuando hice una pregunta en la que eché mano de ese pasaje de la miel para hablar del cambio paulatino de los países, para mencionarle el acuerdo final al que llegaron el pasado 24 de agosto el gobierno colombiano y las Farc, para luego preguntarle si en la historia —Caparrós es historiador de profesión— había momentos estelares como los llamaba Stefan Zweig.

Toda una vuelta idiota para saber, al final, lo que había sentido él con el anuncio del miércoles 24 a su paso por Bogotá.

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—Me imagino lo de la miel más matizado. Porque sí, está claro que hay momentos fuertes de la historia en la que pasan cosas en las que, de algún modo, van a definir décadas o siglos. Aunque por supuesto esos momentos sean consecuencia de cosas que fueron sucediendo a lo largo de décadas o siglos. Lo que no sé es si este momento de ayer lo fue. Me parece que no.

—¿Te parece que no?

—No, porque necesita una confirmación. Quiero decir: lo que pasó ayer es provisorio hasta el 2 de octubre. Tal vez cuando sí sea un momento decisivo sea el 2 de octubre sí y solo si gana el sí. Si no, no va a ser decisivo. Si no, lo único que va a producir es la caída de un presidente más que no le importará a nadie: de Santos no se acordará nadie dentro de diez años. Y va a producir que la situación de guerra siga. Entonces habrá un momento aparentemente decisivo pero será el 2 de octubre y si gana el sí.


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Y me cuenta una anécdota. El día anterior, 24, día del anuncio, estaba en un taller con los estudiantes de la maestría de periodismo de la Universidad de los Andes y le dijo a los estudiantes que salieran a la calle a ver qué estaba pasando en ese día supuestamente histórico para el país. Él también salió: sabía que la concentración era en el Parque de los Hippies pero se fue a la Plaza de Bolívar con Ómar Rincón y Catalina Lobo-Guerrero a ver qué. No había ni el perro. Había un borracho y después un carrito y no sé qué coño, me dice.

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—¿Encontraste una Bogotá muy apática?

—Totalmente: sí sí sí. Después nos reíamos porque veíamos que en Twitter, en Instagram había fotos de la Plaza de los Hippies. Entonces dijimos "bueno, probablemente esto no sucede en Bogotá sino en la virtualidad". El día es histórico en las redes sociales, no en las calles. Lo cual es una forma de serlo, también. Pero eso tiene un límite.

***

Ese 24 de agosto, justo una hora antes de que dieran el anuncio del acuerdo final, Caparrós daba una pequeña charla junto al director del Centro de Periodismo uniandino, el periodista Ómar Rincón, llamada "Periodismo mutante". Estaban presentes los estudiantes de la maestría de periodismo de los Andes y algunos colados. Rincón aprovechó para preguntarle al argentino sobre su más reciente libro de periodismo, Lacrónica (2016) que hace un compendio de crónicas y reflexiones sobre este género a lo largo de su carrera.

Caparrós, altote, camisa negra, hablaba de pie sobre artículos que se encontraban en su libro, artículos sobre su experiencia de periodista. Por ejemplo: cada vez más el periodismo se trata de escribir contra el público, se trata de contar eso que muchos no quieren saber. En épocas de inmediatez, los medios han caído en la lógica del rating y se miden con clics y likes y tuits. Y publican eso que se lee más: listas, consejos, dietas y tetas. Y cada vez menos el periodismo hace eso que sabe hacer bien: incomodar, joder, hincharle las pelotas al poder, dice él.

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Yo siempre pensé que ser cronista era una forma de pararse en el margen. Durante muchos años me dije cronista porque nadie sabia bien qué era —y los que lo sabían lo desdeñaban con encono. Ahora parece que resulta un pedestal y me preocupa. Porque no reivindicaba ese lugar marginal por capricho o esnobismo: era una decisión y una política. Lacrónica.

***

—Espérame dos minuticos. Estiro, me callo.

Eso me dice Caparrós cuando termina de entrevistarlo el periodista que viene antes que yo. Venimos por turnos.

Saca su celular, iPhone 6, lo revisa. Cruza las piernas. Estira la espalda. Camina por el corredor. Piensa. Luego vuelve con un artilugio en las manos: "Mira, me puedes hacer una foto así", le dice al camarógrafo del turno anterior. Una botella de ginebra de la que salen unos anteojos y un bigote. Le toman las fotos, se divierte, devuelve el aparato a su lugar. Se me acerca, me toca el hombro y me dice dale, vamos. Nos sentamos en la mesa.

—Que sea corta, ¿vale?

Nos separa un vaso de agua medio lleno. Le pregunto por la necesidad de rating en la que han caído los medios.

—Supongo —empiezo la entrevista— que no compartes la idea implícita de esta lógica que cree que entre más lectores haya, más incidirán los medios en la sociedad.

—Bueno, lo que pasa es que si lo que atrae a tus lectores es contarles historias de tetonas, de futbolistas y de gatitos, no veo en qué sentido vas a influir en la sociedad: vas a influir en hacerla más estúpida todavía.

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—¿Pero entonces cómo escribir contra el público cuando a ese público no le da la gana de leer?

Me dice que hace un año publicó un libro, El Hambre, y que hacia el final de ese libro escribe contra lo que él llama la ética de los resultados: uno de los grandes problemas que tenemos en nuestras sociedades.

—Yo prefiero pensar, este, que hago lo que me parece que vale la pena de ser hecho, no lo que va a obtener determinados resultados, que hago lo que yo creo que debo hacer, que quiero hacer, este, entonces lo que me importa es eso. Después si eso tiene un buen resultado, si hay mucha gente que lo lee que lo mira que lo consume, es un problema secundario. No es mi problema.

Que por supuesto, dice, prefiere que haya más gente que lo vea. Y que un ejemplo de eso es El Hambre. En donde él habla de un tema que a nadie le interesa pero en el que él se sentía mejor escribiéndolo que no escribiéndolo. Un libro sobre el hambre en el mundo y los mecanismos que sirven para que esa hambre exista. Un libro que pregunta todo el tiempo ¿cómo carajos hacemos para vivir sabiendo que cada hora mueren mil personas en el mundo por hambre? Y un libro que terminó siendo publicado en 25 países. Pero que le daba igual, que lo que le interesaba era escribirlo.

—Hablemos entonces de El Hambre. En una entrevista a Jorge Carrión decías que ese libro estaba más del lado del panfleto y a mucha honra, ¿cómo puede convivir en un mismo texto el panfleto y el periodismo?

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—Para empezar en el origen del periodismo siempre estuvo el panfleto. Los primeros periódicos estaban claramente identificados con una idea, con un proyecto político desde el siglo XVIII, cuando empezar a generalizarse, hasta principios del XX. Los periódicos eran sobre todo portadores de una idea de mundo. Esta idea del periodismo profesional, supuestamente neutro, es un invento de hace relativamente poco tiempo, además de ser increíble porque no hay neutralidad posible. Uno tiene ciertas ideas del mundo y cuando hace periodismo también lo hace con esas ideas de mundo.

Esa actitud está latente en El Hambre. Y no lo disimula. Se dice panfleto y no intenta esconderse. Hacia el final del libro, Caparrós escribe que ha vuelto a creer en la idea de progreso, que por eso mismo no es progresista: porque los progresistas creen que la sociedad va a ser más o menos igual por mucho tiempo y entonces intentan mejorar sus detalles, pero no pensar en grandes cambios: sociales, políticos, económicos.

—Por un lado —me dice Caparrós— está esta cuestión de que pensamos ahora el futuro o el devenir como un avatar técnico que va a cambiar en las técnicas: un nuevo celular, un tren que va a mil por hora o una célula madre para que te la pongan en la rodilla. Pero pensamos la vida dentro de 20, 30 o 40 años en esos términos porque estamos en uno de esos momentos que no tienen un proyecto de futuro claro.

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O sea: hasta hace 20 o 30 y durante ciento y pico había una idea de futuro: la idea clásica de la modernidad que tiene que ver con la revolución, con alguna manera del socialismo, eso fracasó. Y todavía no hemos construido la próxima forma de futuro deseable. Son construcciones que tardan. Ir haciendo, trabajosamente, en muchos lugares, con contratiempos, idas y vueltas. Y estamos en uno de esos momentos en que todavía no hay uno.

No somos capaces, me dice él, de imaginar un futuro distinto a este. Pensamos que la sociedad capitalista más o menos democrática va a durar para siempre porque no pensamos o sabemos imaginar otra. Dejando de lado, dice, el hecho evidente de que no hay ninguna forma de organización social que haya durado para siempre. Y que todas creyeron que iban a durar para siempre. Y que entonces, efectivamente, estamos como presos de esta sensación: de que no hay futuro. Y me dice que no en el sentido punk, sino en el sentido contemporáneo de no saber cómo imaginar el futuro. Y que por tanto pensamos en una especie de presente continuo, levemente modificado por los cambios técnicos. Pero que eso se va a pasar, dice él que eso pasa.

—¿Y tú piensas tu libro El Hambre como parte de ese imaginar un futuro distinto?

—Sí, una parte infinitesimal. Pero me gustaría pensar que va en esa movida.

***

Debe facilitar mucho las cosas saber qué es una fuente primaria y una secundaria, dice Caparrós en el salón de conferencias. Y dice que por primera vez lo dice en serio, sin rencor. Y que claro, que se nota que él no fue a una escuela de periodismo, pero que sí, que debe facilitar las cosas ese tipo de clasificaciones, dice Caparrós frente al auditorio.

La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es central para el cronista —mirar en el sentido fuerte. Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor —y de aprender. Para el cronista mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la posición del cazador Lacrónica .

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***

—Hablemos de literatura.

—Dale.

En una entrevista reciente para el Confabulario de México, Caparrós dijo que hoy la lectura de América Latina era Bolaño + Narco. Le pedí que me explicara esta afirmación: para él la imagen que tenía la cultura global sobre América Latina en lo años sesenta pasaba por el Boom y las esperanzas revolucionarias, era Che Guevara + Macondo. Luego eso se fue desvaneciendo y hubo un largo periodo en el que no había una imagen muy precisa de lo que era América Latina. Y que ahora, aunque la imagen no sea tan sólida, los países ricos piensan América Latina como un lugar violento, tomado por el narcotráfico. Y que el escritor que de algún modo sintetizó eso fue Bolaño. Con 2666, de algún modo los Detectives salvajes, algunos otros textos y sobre todo con su historia personal.

—Bolaño se difundió en Estados Unidos a partir de su biografía. Él tiene libros magníficos, no digo que los libros no lo merecieran pero digo que su biografía fue muy funcional para que su trabajo se difundiera. Y su biografía incluye un poco toda la cosa un poco trágica y su relación con las drogas. Entonces era eso. No me parece ni un alerta ni nada. Simplemente una descripción.

—¿Quién crees que está retomando la literatura desde Bolaño? ¿Hay voces potentes?

Caparrós tiene distintas maneras de hacer saber que no le importa la pregunta o que le parece boba o que está aburrido. Puede carraspear la garganta o limpiarse una macha en el pantalón. O lanzar el vaso de agua con enjundia. O desconcentrarse con el paso de un camión. Aunque también tiene maneras de entusiasmarse con preguntas que uno pensaba que no llevaban a ningún lado. Y suelta anécdotas, historias, chistes.

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—Sí, hay. Hay voces potentes pero lo que pasa es que también en el intervalo de los setenta al año 2000 las hubo. Pero son como muy diversas, entonces no cristalizan en una imagen. Eso es lo que digo que hizo Bolaño que no habían hecho otros. Esa forma de cristalizar en algo fácilmente identificable. Ahora lo que pasa es eso: hay buenos escritores pero los escritores son variados, diversos entre sí. No se los pone en una misma bola. Hay muchos. Hay algunos.

—¿Algunos? ¿Cuáles?

—No sé. No me gusta hacer una lista, este, de escritores. Pero ya que estamos en Colombia puedo citar a los mexicanos que me gustan. Yo leo con mucho gusto a mi amigo Juan Villoro. En realidad son todos amigos. Alvaro Enrigue me parece muy interesante. Guadalupe Nettel. Me van a decir que publican todos en mi editorial, lo cual no es, este… Pero hay mas nuevos. Qué sé yo. En cada país hay tres o cuatro escritores interesantes y de vez en cuando sale uno que hace un libro que sorprende.

—¿Te ha sorprendido alguno últimamente?

—Sí, este, me sorprendió la novela de Enrigue, la que ganó el Premio Herralde, me acuerdo muy bien de la novela y no me puedo acordar del nombre. Porque es como un disparate. Es una partida de supuesto tenis entre Quevedo y Caravaggio, Roma, 1610, más o menos. Un disparate total. Entonces el hecho de que un escritor que había escrito otras cosas… Muerte súbita, se llama. Un escritor de pronto se plantee esa posibilidad de que se le cante el orto, decimos en mi barrio, y darse todos los caprichos con una novela que no tiene ninguna necesidad aparente. Me parece genial.

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—Con menos realismo, digamos.

—Sin agarrarse a nada. Sin justificarse en nada. Se le ocurrió una idea estúpida y dijo: "voy a trabajar con eso". Y lo hizo muy bien.

***

¿Dónde acaba una entrevista? ¿Dónde comienza un reportaje? ¿Un perfil? ¿Dónde arranca una nota y termina un artículo? ¿Dónde marcamos la bandera? Le pregunta Caparrós a los estudiantes en la conferencia. No soy muy amigo de las taxonomías, dice. No sé ni me importa lo que es una crónica, dice. La crónica fue ese invento de los años cincuenta sesenta en el que algunos escritores, periodistas echaron mano de recursos narrativos para contar algo. Pero nos hemos quedado con el resultado y hemos olvidado el mecanismo, dice. El mecanismo de intentar contar de otras maneras, dice.

Hace cuatro años escribí que la crónica debía ser política —y definí de varias formas esa condición. Digo: la crónica puede ser femenina, caprichosa, pretenciosa, buscavidas. Digo: la crónica puede poner en crisis las formas tradicionales del lenguaje de la prensa, las formas engañosas del lenguaje de prensa; la crónica puede cambiar el foco de lo que hay que mirar, decía. Y ahora querría terminar diciendo de otra manera. Digo: la crónica será marginal o no será. Lacrónica .

***

—¿Por qué la crónica más difícil de escribir es la crónica de la manzana de tu casa?

—Bueno por eso, porque es tratar de descubrir qué vale la pena de ser mirado allí donde no hay nada. Donde todo es costumbre, rutina. Donde uno cree que ya no puede descubrir nada, ahí es un verdadero desafío descubrir qué hay para contar. Supongo que alguna vez aprenderé y lograré hacerlo.

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—¿De eso se trata Bue?

—Bueno, no sé. No. En realidad no. Bue es intermedio. Yo decía: bueno, me voy aproximando. El Interior es la Argentina que no es la mía porque es la provincia argentina que yo nunca viví. Soy muy porteño, muy de Buenos Aires. Entonces mi primera aproximación es la Argentina ajena. Mi aproximación siguiente era Bue, la ciudad de Buenos Aires. Finalmente tenía que llegar a la manzana de mi casa. Pero todavía no me sale Bue. Así que.

—Te propongo, para ir cerrando, dos temas más amables. O que creo más amables. Luis Tejada el cronista colombiano del siglo pasado, cronista, digo, porque él decía que lo que escribía eran crónicas. Pero sus textos no se parecen a lo que hoy se conoce como crónica. Eran más cercanas a las notas ligeras. Pequeñas disquisiciones.

—¿Luis Tejada? ¿De cuándo es?

—Años veintes…

—No, no lo he leído.

—…y con cierta cercanía al Partido Comunista Colombiano. El punto es que en una de esas crónicas él hace una defensa de la barba y escribía "tal vez, la crisis espiritual de la civilización tenga secretas e insospechadas afinidades con la desaparición de la barba". Llevas más de 30 años con tu bigote puesto. ¿Piensas, a la manera de Tejada, tu bigote como una forma de resistencia a este mundo en el que vivimos?

—No. No, estaba haciendo el cálculo de cuánto tiempo llevo. 35 años. Me lo dejé en el 81. Así como está ahora. No, no. Ahora lo odio un poco. Hace un año o dos descubrí que soy una especie de rehén de mi bigote.

—¿Por qué?

—Porque es difícil sacármelo. Pero sobre todo porque es como un dato demasiado central de mi identidad. Y no me gusta que un poco de pelos sea un dato central de mi identidad. Me parece un poco humillante por un lado. Y por otro lado, retrospectivamente, no me gusta mucho la decisión de aquél joven, 24 años, que se puso un bigote particular. Como si quisiera llamar la atención más de la que tenía. Entonces me dio como una especie de mala espina. Pero bueno acá está. Supongo que tendré que seguir conviviendo con él. Creo que es un dato pobre de mi identidad. Un dato bastardo.

Le digo que si quiere seguimos hablando de pelos, o de identidades, o de historia. Doy otra vuelta eterna para lograr hablar sobre los calvos. Para que me diga si piensa que los pelones siguen cargando un estigma social. Otra ocurrencia mía idiota.

—Sí, sí. Sí. Sí. El modelo sigue siendo la cabellera frondosa y lustrosa. Pero en mi caso yo me empecé a quedar pelado muy joven. Alguna vez un actor secundario conocido de comedia argentina me mostró que él tenía una peluca, cosa que nadie sabía. Una peluca espléndida. Y me dijo que me tenía que hacer una, que por qué no me hacía una. Esto fue hace muchos años. Y en ese momento lo rechacé. "Qué me voy a poner una peluca". Y ahora pienso que quizás lo tenía que haber hecho. O no. Pero por lo menos me da como cierta nostalgia de saber cómo sería la vida teniendo pelo. Cosa que ignoro.

Vamos muriendo en la entrevista. Hablamos del epígrafe que está en su nuevo libro, de Ricardo Piglia, de sus años en los que salió de Argentina haciendo lo posible por pensar que ese país no existía, porque ese país de mierda estaba matando a sus amigos. Y hablamos del presente, de sus charlas como profesor invitado, hablamos de Barcelona. De algún político argentino que se desdibuja. Hablamos del futuro y de la próxima reedición de su novela mas querida, La Historia, en 2017. Le pido, por fin, que me firme el libro que traje. Le saco una foto con el celular. Y nos despedimos de mano: un apretón fuerte y ronco.

—Me tengo que callar la boca —le dice a las agentes literarias de Planeta.

De salida abro el libro en la página de la dedicatoria:

"Para Santiago, en este dilema repetido: ¿mirar o no mirar la miel?".

***

¿Consejos capilares para el autor? O no. Por acá.