Oro

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Especial de ficción

Oro

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina.

Fotos de Paloma Palomino y Elisa Alcalde.

"Oro" forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016. Si quieres leer la revista completa en PDF, haz click AQUÍ. Para leer los cuestionarios 20x20 con los autores antologados, haz click AQUÍ.

Está oscuro. Cortaron la luz y yo espero a Rojo en una esquina. Hoy es once de septiembre.

Caminamos junto al Parque San Borja. Esa calle llena de autos donde está la animita de Daniel Zamudio.

Pasamos al lado de un hotel donde hay una van y un tipo afuera sacándose fotitos con unas chicas. Quién es, dice Rojo.

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Cruzamos el Parque Bustamante. Personaje eterno, el mismo recorrido. A quién no le gustaría vivir aquí.

Abajo hay unos focos enormes, cámaras de un set de televisión. Arriba, en el cuarto piso, es el cumpleaños de Felipe.

Nos abre la puerta. Sostiene una cerveza, tiene serpentinas en el cuello. En el sillón está su polola y algunos amigos de la U que no veo hace un montón. Al centro hay unos palets pintados como mesa. Le digo a Rojo que es como su casa pero cuica.

Rojo solo está haciendo la hora. En Las Condes tiene otro carrete de un amigo que lo invita a tomar Jagermeister. Me dice que vayamos, pero no es capaz de explicarme por qué. Pone mucho énfasis en la experiencia de tomar ese trago, y es en ese momento que me doy cuenta: es alcohólico.

De niño vivió en la casa de su abuela. Su abuela decía que su mamá se había embarazado a propósito. Su papá trabajaba todo el día. Lo veía sólo los fines de semana. Cuando pudieron irse, se fueron. Primero arrendaron una casa, después pudieron comprar una en un condominio, mucho más lejos. Cuando cumplió 19 años, se puso a tomar con el conserje. Le dijo que las universitarias eran más sueltas, pero no lo pescaban. Había una micro que pasaba afuera del Pedagógico y llegaba a su casa. Siempre que la tomaba iba echo mierda. Lo dice con nostalgia.

—Una mina dijo que justo acá un negro le sopló droga en la cara.
—¿Racismo?

Nos sentamos en el sillón pero quedamos separados por una persona. Hasta me parece mejor. Apoyo las piernas en la mesita de palet y me echo bien atrás hasta quedar hundida. Le hablo a Rojo por encima de una espalda.

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—Siempre estoy rodeada de borrachos.
Rojo se asoma:

—¿Yo soy un borracho?

—¿Tomai todos los días?

—Es difícil no tomar si estoy solo.

Rojo me cuenta un mito. Dice así: una noche fue a tomar a la Plaza Yungay. Del bar llegó a la calle, de la calle al Mapocho. Bajó sin matarse, se quedó dormido debajo del puente.

—¿Es verdad?

—No. O sea, dormí una vez en el Mapocho, pero no fue así. Y me iba bien.

—Un amigo me preguntó qué pensaba yo de los borrachos. Si los odiaba.

—¿Qué le dijiste?

—Que los entiendo.

Giro la cabeza.

Felipe está a cinco personas de distancia.

Muy lejos.

Un carrete de hace tiempo. La casa de un compañero de la U. Yo sentada afuera sola. En la calle. Como siempre. Alguien se acerca y pasa de largo. Es Felipe, reconozco su espalda. Él se devuelve y se detiene frente a mí. Miro sus rodillas.

Te crees bacán porque escribes, pero todo el mundo escribe.

Y mejor.

Tú te crees mejor.

Pero no eres mejor.

Eres igual de penca que todos.

Y se va.

No me deja decirle nada.

***

Felipe salía del baño cuando lo vi por primera vez. Lo seguí mientras subía las escaleras y entraba a la sala donde me tocaba la clase. Me senté detrás de él, y mientras la profesora hablaba de cultura e identidad, yo miraba su cuello, y sus lunares y su pelo, amarrado con un elástico. Una polera blanca con un estampado que decía "Chicago". Y su morral roto que dejaba ver todo lo que tenía adentro. Me desesperaba.

Hablamos meses después. Era viernes y tomábamos. Salíamos de clases a tomar. Robabamos paté en el supermercado sólo porque se podía. Entrábamos al campus con las mochilas cuadradas, llenas de cervezas. Una caja que traía Coca Cola y ron, y un raspe. Jamás ganamos nada. De noche salíamos de nuevo. Comíamos sopaipillas. Volvíamos con cajas de vino. Después nos íbamos a la casa o a la casa de alguien. Y el lunes volvíamos a estudiar.

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Él se acercó a mí, o se acercó a donde estaba yo. Me dijo:

—Ayer me hiciste callar.

—¿Qué te dije?

—"Estoy hablando yo".

—Es que estaba hablando yo.

—Me pareció bien.

Me preguntó cuáles eran mis planes a futuro, pero yo no tenía ninguno. Y lo que me dijo él, lo robé. Escribir un cuento, mandarlo a un concurso, ganarlo.

Caminamos alrededor del Cenicero buscando un cigarro. Esa noche, los Carabineros entraron a la universidad y no pudimos seguir hablando. Los encapuchados cortaron Ignacio Carrera Pinto y lanzaron bombas molotov desde la Facultad de Filosofía; el resto corrió de las lacrimógenas. Yo iba confundida y enojada. Odiaba a la policía por ni siquiera dejarnos tomar. Y cuando pasaba por afuera del McDonald's y veía el carro lanzaaguas estacionado, más me enojaba. Años atrás la directora de nuestro Instituto había bajado las escaleras al ver que los Carabineros se paseaban por la universidad, y en vez de felicitarla, los capucha la trataron de amarilla.

—¡Pendejos de mierda! ¡Mientras se corrían la paja, yo recuperaba la Democracia! —dicen que gritó.

Las mujeres se cubrían la cara con las bufandas y los hombres con las poleras, y si era verano yo usaba vestidos. Por lo demás, todo se repetía. También Felipe. De noche, con los ojos brillantes. Una chaqueta con chiporro, fea, vieja, gastada. En verano, una sudadera, una polera que le quedaba corta. Y su pelo largo, corto, luego creciendo como pasto.

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*****

Hablaba de mí como si me conociera, como si supiera quién era yo. En medio de grupos me miraba de repente y decía alguna verdad: te cortaste el pelo. Ese vestido es nuevo. Eso se puede decir mucho más fácil.
Los viernes lo buscaba entre todos. Y cuando me miraba, yo miraba para otro lado. Me gustaba saber que estaba cerca. Que lo único que hacía falta era voluntad.

—Javiera, me siento tan mal que sería capaz de besarle el ano a un perro.

Caminábamos hasta los pastos de Artes donde había menos gente y menos luz. Entrábamos y salíamos de edificios. Meábamos juntos en una pared. Me sentaba en un tronco y lo abrazaba.
Me besaba sobre la ropa.

Luego nos despedíamos. Yo en ese tiempo tenía pololo. No sabía si lo sabía, o si no le importaba. En la micro pensaba que se lo diría. Después concluía que si no se lo decía yo, jamás se lo diría nadie. Porque sólo yo había estado ahí, y si guardaba silencio, pronto no habría nada qué decir. Un hecho podía simplemente hundirse bajo otros y dejar de importar.

Sólo había que no decirlo.

***

—Quédate, no te vayas.
—Me tengo que ir.
—No es verdad.
—Me están esperando.
—Rojo, es mentira.

Miro la puerta a ver si se abre. Felipe salió con su polola hace quince o diez minutos. Mi cabeza se derrite pensando finales.

Por suerte Rojo es dócil, lo tomo de un brazo y lo arrastro a la cocina. Abro el refri y saco una botella que no es suya ni mía. Lleno su vaso. Le digo que espere un rato,

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—Yo te llevo.

—Pero entonces vamos.

—Te lo prometo.

Lleno mi vaso con agua y aparece Felipe en la cocina, muy borracho. Le digo algo a Rojo, algo que sólo él entendería.

Mi estrategia es dejarte todavía más solo.

—¡Cumpleañero! —dice Rojo dirigiendo el vaso a su cuerpo. Felipe responde:

—Cadáver.

Qué exagerado, le digo yo.

No todos tenemos tu lozanía, me dice él.

—Es una ficción.

Junto a la cocina hay una pieza. La típica pieza de la nana de todo departamento de Providencia. Pequeña, pero con baño.

Abro la puerta y le hablo a la oscuridad.

—¿Vives aquí?
—No.
—¿Y se enojó?
—¿Quién?
Tu polola.

—¿Se enojó? —pregunta Rojo.

—Estaba cansada —dice Felipe. —Le tocó trabajar.

—Ah.
Felipe se lanza a la cama como si fuera una toalla sobre una playa blanca. Sol. En su mano aparece un alfajor de papel dorado.
—Basura simbólica, basura no simbólica.

Rojo mira su celular.

—No te vayai.

—¿A dónde vai?

—A otro carrete. Podemos ir.

—Felipe no. Es su cumpleaños.

—Ya me aburrí de mi cumpleaños —dice y muerde el alfajor. —¿Qué pasa entre ustedes?

¿Qué?, dice Rojo.

—Nada —respondo directo a sus ojos. —Nada que te importe.

Me siento al lado de Rojo. Felipe termina el alfajor que da vueltas dentro de su boca mientras estira el papel. Me lo extiende.

—Para mí, eres esto.

—Basura.

—Oro, Javiera. Eres de oro.

***

Felipe está pololeando. Una frase. Un correo en un cyber café. Bolivia. A mi lado, mis amigos revisaban los resultados de las elecciones. A esa hora era claro que había ganado Piñera.
Era como una mala canción de amor.
En febrero hubo un terremoto, pero sobreviví. De vuelta a clases, nos enseñaron los protocolos de seguridad. Alejarnos de las ventanas, en un edificio donde todos los muros eran ventanas. Acercarnos a la pared. Esperar en calma la detención del movimiento. No correr.
Pero si viene un terremoto, lo único útil es esperar. Esperar a ver si te mueres o si sigues viva. Y si sigues viva, volver a lo que estabas haciendo. Y como seguí viva, tuve que verlo. Verlo paseando de la mano por el Instituto. Darse besos automáticos. Sentarse junto a ella cada vez.

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Supongo que siempre me vas a gustar. ¿Existe una forma más fácil de decir eso? Cada vez que me hablas me pones mal. Para qué hablar si no somos amigos. No puedo dejar de mirarte. Prefiero estar bien a estar feliz. Eres una niña indecisa que no quiere perder tanto. No tengo la culpa de tus problemas, y tampoco me importan. Aún tengo nostalgia de cuando culiábamos en la Facultad. No quiero seguir haciendo esto si no es en serio. ¿Acompáñame a pedir un cigarro? Eres una borracha oportunista. Mejor me voy.

***

—¿Vamos o no vamos?

—Yo no puedo —dice Felipe.

—Me voy a la casa —digo yo.

Acompaño a Rojo a la puerta y me dice por última vez que lo acompañe. Pero la verdad es que no me interesa en lo más mínimo.

Cierro la puerta y veo a Felipe.

—¿Te vas?

—Voy a pedir un taxi.

—¿Tiene que ser ahora?

Le digo que no.
Va a la cocina y saca una cerveza del refri. Se para detrás de mí y la mete en mi mochila.

Salimos.

Le pregunto cómo estás y me dice: pésimo. La noche anterior se enteró: su polola se acuesta con su mejor amigo.

—En la mañana me levanté. Tomé la guitarra y canté "a un amigo lo perdono, pero a ti te amo". Y me puse a hacer aseo.

—Qué ridículo.
Mi blusa blanca tenía gotas amarillas. En cambio su polera café está intacta, y eso que Felipe se tambalea más. Los pantalones parecían quedarle grandes. Y en las muñecas usa cueritos, amarras. Pulseras.

—No puedo dejar de pensar en ellos.

—No lo hagas.

—Los voy a acuchillar.

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Nos sentamos junto a una pared, mirando la calle vacía. Escuchamos los autos que vienen desde lejos. Hablamos de ella. A su mamá le cae bien. Se queda en su casa. Desde que su hermana le dejó el auto, van a todos lados. De noche, ella lo lleva hasta el aeropuerto. Miran los aviones partir y llegar. Luego paran en el servicentro de Curicó con Portugal a comer completos. Ven películas, hablan en inglés como si fueran parte de una serie. El sexo había sido complicado, porque su ex era un hombre tántrico, pero ya se habían entendido. Han estado todos estos años yendo y viniendo, y ahora por fin él se da cuenta de lo que quiere. Pero esto.

—No puedo volver a tener sexo con ella.

—Qué exagerado.

Felipe suspira.
—Yo lo sospechaba, y se lo pregunté en su cara una o dos veces.
Toma aire:
Todas las minas son iguales. Son poco honestas, y aún así esgrimen un alto sitio moral.

Pero como dice mi abuela, la mentira tiene patas cortas y es rápida, pero la verdad tiene patas largas y siempre llega, dice, trata de sonreír.

Se termina la botella. Nos ponemos de pie. No tenemos nada qué hacer, ninguna razón para seguir juntos.

Amanece.

Vamos cruzando calles, esperando semáforos y me pregunto hasta dónde llegará. Pero no habla, no dice nada. Nada de lo que mira. Nada de lo que piensa.

—El otro día te vi caminando con alguien.

—¿A mí?

—Sí.

—¿Cuándo?

—No sé. El otro día.

Avanzamos por la Costanera, llegamos hasta los canales de televisión y nos quedamos ahí mirando el río. Un ruido de autos y agua.

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Felipe se sienta y yo con él.

—Quizá era Rojo.

—Puede ser.

—Ahora son como un ítem.

Nuestros hombros están pegados y hace calor. Miro al frente como si mis ojos estuvieran amarrados a todo lo que tengo al frente.

Pero no tengo ánimo de iniciar nada. Si estamos aquí, es por él. Entonces tiene que hacerlo él. Mirarme él, tocar mi cara. Volver a decir: ¿qué haces ahora? Ahora, en este momento.

—Soy un cerdo —dice.

—Sí, pero un cerdo bueno.

—¿Me odias?

—No, Felipe. No te odio.
¿Tú me odias?

—No, Javiera, al contrario.

Lo veo caer sobre mí, como un bulto. Su cabeza en mis piernas.
Le toco el pelo. Meto mi mano entre su pelo. Su pelo que ahora es corto, pegado a las orejas. Y de un color castaño que de noche se ve negro, igual que todo.

A veces me da lata.

—Disculpa —me dice. Mira la hora en su celular. Se pone serio de repente.
Se acerca a darme un beso y un abrazo, y se va.

Cruza la calle.

Sube a un taxi.

Romina Reyes (1988), periodista y escritora chilena. El 2014 publicó Reinos (Montacerdos). Actualmente reside en Buenos Aires.