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Personajes de la ciudad: Chio la taquillera del metro

El trabajo de Chio es solitario. Aunque pasan frente a ella más de mil personas al día, la realidad es que no tiene una aproximación real con los poco más de 4 millones de usuarios que ingresan diariamente al metro de la Ciudad de México.

Fotos por Francisco Gómez. Síguelo en Instagram.

El trabajo de Chio es solitario. Aunque pasan frente a ella más de mil personas al día y, en teoría, su labor tenga que ver con el contacto humano, la realidad es que no tiene una aproximación real con los poco más de 4 millones de usuarios que ingresan diariamente al metro de la Ciudad de México. La mayor parte del tiempo está sola.

Tal vez esa es la razón por las que muchas de las taquilleras del metro se la pasan pegadas al teléfono celular. Pero eso no solamente les pasa a ellas. La mayoría de la gente que se acerca a la ventanilla de la estación donde Chio trabaja llega a ella sin siquiera mirarla, porque sus ojos están posados en las pantallas de sus celulares o vienen hablando por teléfono.

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"Es una actividad muy solitaria", me dice la chica a quien ese aislamiento de siete horas, lo que dura su turno, parece no molestarle. "A pesar de que estás en contacto con tanta gente en realidad no estás con nadie. No es una excusa, pero yo lo veo así: hablar por teléfono te pone en contacto con alguien de verdad y puede ser una forma de mitigar eso, la soledad".

Ella, encerrada en su cápsula de concreto, sólo tiene una pequeña ventana donde ve, como en una película, todo lo que pasa. Desde ahí mira si alguien con prisa resbala y cae de bruces, se da cuenta si ya le fueron a echar bronca al policía por alguna razón, de quién se está peleando al grito de "metro popular" para pasar sin pagar boleto. Ella ve todo, ella escucha todo, pero no puede hacer nada. Sólo observa y ya. Como esa vez que llegó un señor con una bebé en los brazos. El hombre venía de la calle, entró al metro y empezó a gritar: "¡Oficial, oficial! ¡Un doctor, un doctor!". Parecía que la niña estaba enferma. La reacción inmediata de la taquillera fue ayudar, pero no podía salir de su estuche de cemento.

"De repente yo siento mucha impotencia de sólo estar viendo", Chio no deja de sonreír, pero cada una de sus muecas expresan diferentes estados de ánimo. La de ahora es de frustración. "Es como una pantalla, como si estuvieras en el cine. Estás viendo un conflicto, pero tú no puedes hacer nada más que ver. No puedes intervenir de ninguna forma, ni para bien ni para mal porque no te puedes salir".

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Chio llegó a trabajar al Metro hace apenas unos siete meses y lo hizo de la forma en que la gran mayoría de los empleados del sistema de transporte más importante de la Ciudad de México: a través de un familiar. Su esposo lleva años laborando en el metro, así que la anotó en una especie de lista de espera para ingresar. No pasó mucho tiempo cuando la llamaron para hacerle algunos exámenes. Luego de las evaluaciones la mandaron a capacitación. Pero la realidad en las taquillas del metro es muy diferentes a como la pintan en esos cursos de inducción:

"Mi trabajo podría parecer muy simple. Se trata ahorita de vender boletos y hacer recargas a las tarjetas. Pero en el fondo no es tan sencillo, precisamente porque eres el único contacto directo que tiene el usuario con el personal del metro, porque de ahí en fuera no hay ningún servicio de atención a clientes, por así decirlo. Entonces mucha gente a ti te utiliza para información, para las quejas, para desahogarse de todos los pedos que traen por fuera. Y llegan ahí, a la taquilla, a comprar según un boleto del metro y se desencadenan un montón de cosas más".

Chio habla con un tono pausado, sin prisa, pareciera que acabara de salir de una sesión de yoga. Pero no. Acaba de dejar la taquilla con más de 50 personas formadas a las 6:30 de la tarde.


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"Yo no sé si es porque tengo poco tiempo en el metro o por mi personalidad, pero yo intento no conflictuarme con las personas. En más de una ocasión hay mucha gente que te grita, te insulta, siempre te están correteando, que por qué te tardas. Todo mundo tiene prisa. Pero yo, la verdad, no entro en conflicto. Pero no es el caso de todas las compañeras. Hay gente que sólo necesita una chispita para, ¡chin!, explotar, de ambos lados, tanto las personas que compran como de las personas que estamos dando el servicio. Entonces todos los días puedes escuchar a alguien que se pelea, que te grita, que te ofende".

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Chio no lo toma personal, al contrario, ríe cada vez que recuerda al tipo que le dijo que era una pendeja, a la chica que le mentó la madre a su compañera, al hombre que le gritó a otra taquillera que era una puta, aunque con esta palabra "puta", su sonrisa es de pena, es un insulto que sí le duele. Pero por cada usuario que ofende a una vendedora de boletos, también hay otra que se defiende, que se pone al tiro, no importa que el agresor ya se haya alejado de la taquilla y lance su ataque a la distancia; no importa que sea hombre o mujer, da igual.

Una vez llegó una chica a golpear la ventanilla donde despachaba Chio. La cara de la mujer estaba roja, literalmente la sangres se le había subido a la cabeza, la mandíbula le temblaba. Chio trata de imitar el semblante: estira el cuello, aprieta los dientes, tensa los hombros, coloca sus manos bajo su cara y las mueve, las agita como si temblara.

—¡Revisa mi tarjeta! — vociferó la mujer— ¡revisa mi tarjeta!

No había podido ingresar al metro porque al mostrar su tarjeta al lector electrónico, en la pantalla apareció un mensaje que indicaba que su plástico estaba bloqueado. Chio trató de explicarle que ella no podía resolverle el problema ahí, pero lo chica no entendía razones. El policía de la estación al ver la escena abrió la pequeña puerta a un lado de los torniquetes para que la muchacha ingresara. Después confesaría que primero le reclamó a él y, antes que le escupiera en la cara su coraje y frustración, el hombre la mandó con la taquillera.

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Por las mañanas Chio va a dejar a su hija de cuatro años a la escuela. Después se alista y llega a la taquilla antes de las 11:30. Luego de revisar cuántos boletos y tarjetas electrónicas le entrega la compañera del primer turno, y de recibir los valores de la taquilla, desde llaves hasta el propio equipo con el que se hacen las recargas, y verificar que todo eso esté en buen funcionamiento, Chio comienza su jornada de siete horas de trabajo, que no contempla ni un receso para ir al baño.

"En la mayor parte de las estaciones el baño no está tan a la mano. Creo que te tardas más en llegar al baño que realmente lo que haces en él. Por ejemplo, en las estaciones normalmente hay uno para las dos o tres taquillas que haya. Alguna de las taquillas tiene la ventaja de que está de su lado, pero la otra, pues tiene que bajar escaleras, subir del otro lado, entrar al baño". La voz de Chio ahora adquiere un ligero matiz de fastidio. A veces una tarea tan simple como ir al baño llega a complicarse por la falta de planeación de los espacios. "Todo esto es así, con llave. Tú sales de tu taquilla y tienes que cerrarle con llave. Llegas al baño y tienes que abrir una, dos o tres puertas con llave. Eso es en lo que tardas tanto. No sé por qué tantas puertas pero así es.

"En el área de taquilla tampoco hay horario de comida y no está permitido comer ahí. No es raro encontrar a las boleteras picando la papaya del coctel de fruta con un tenedor de plástico, jalando con un popote el licuado de plátano, dándole una mordida al sándwich de jamón. No falta la queja del usuario que lanza un "pónganse a trabajar en vez de tragar.

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"Tú te las ingenias para comer mientras estás atendiendo", Chio se mira las manos pequeñas y limpias, con las uñas cuidadas sin manicura exagerada. "A mí, en lo personal me ha costado mucho trabajo eso. Finalmente, el trabajo es sucio. Manejas monedas, billetes de un montón de gente que ahorita que está todo el rollo de la influenza, la gente viene tosiendo, se tapa la boca con la mano y con esa misma mano te da la monedas. O te da la tarjeta, los billetes". La taquillera ríe nerviosa, se imagina en una fracción de segundo una mano que recibe las micropartículas de saliva contaminada que salen con la tos. "A lo mejor hay gente que no lo piensa pero yo me fijo en todo eso. Yo digo: ¡chale!, este acaba de estornudar y con esa misma mano con la que se tapó el estornudo viene y me da sus monedas. A mí me da como que mucha cosita todavía comer así, porque no tienes la facilidad de lavarte las manos rápido. Sí, tienes tu gel antibacterial. Yo compré mi bote de toallitas con cloro y antibacterial para limpiar y para lavarme las manos.


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En promedio las taquilleras del metro ganan siete mil pesos al mes, más prestaciones como servicio médico y ayuda de renta. Chío rebasa los 35 años y tiene una licenciatura en comunicación. Antes trabajó en el mostrador de una línea aérea en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y después fue parte del equipo de la sala de prensa de la presidencia de la república en el sexenio de Felipe Calderón. Salta a mi cabeza una duda: ¿Qué condujo a esta chica a tomar un empleo como taquillera teniendo otras opciones? Ella prefirió tener tiempo para su familia que un trabajo que le quitara la vida.

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"En mi caso, yo lo tomé como una opción porque sentí que era un trabajo mucho más cómodo, por llamarlo de una manera, que otros en los que no tienes un horario fijo, en los que en lugar que tu vida familiar sea tu prioridad, la prioridad se vuelve el trabajo. Y el metro te da la otra posibilidad; sí trabajar, sí ser de alguna manera productiva, tener una ganancia económica pero al mismo tiempo tener tu tiempo y disponer de él como tú quieras".

Pero no fue fácil tomar la decisión. Antes el fantasma del prejuicio se apoderó de su mente. Tenía miedo de pensar en cómo iba a trabajar en el metro si tenía más opciones laborales. Pero, por el momento todo ha funcionado. Puede atender a su hija en las mañanas y en la noches. La relación con su esposo es buena y hasta pudieron adquirir un crédito para comprar un departamento.

La sonrisa de Chio cambia de nuevo. Por su mente cruza el momento en que dejó su trabajo en la presidencia, donde prácticamente no tenía vida y el tiempo debía dedicarlo a sacar información para medios y cubrir los discursos de Calderón. Hasta en los días de descaso, debía estar al pendiente "por si pasaba algo" y atender el llamado de sus jefes no importando lo que estuviera haciendo en ese momento.

Sí. La sonrisa de Chio cambia de nuevo. Ahora es de satisfacción.