No hay lechona: una carretera pone a prueba a los lechoneros de El Espinal
Foto: Aitor Sáez | VICE Colombia

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El número de los que sobran

No hay lechona: una carretera pone a prueba a los lechoneros de El Espinal

REVISTA VICE | Fuimos hasta El Espinal a probar la lechona original, y descubrimos que el plato típico podría estar en peligro de extinción.

Este contenido forma parte de la edición de octubre de VICE Colombia, EL NÚMERO DE LOS QUE SOBRAN, y apareció bajo el título original de 'No hay lechona'.

Parado entre su marrano tostado y una franja de asfalto caliente de dos carriles, William Triana, un hombre moreno y pesado que administra el parador Mi Tolima, me dice:

—A veces uno no sabe cuál es la necesidad de tanta carretera.

Es Domingo de Resurrección y son las dos de la tarde. Bajo el trapo que protege de los mosquitos al cuero crocante todavía quedan varios kilos de la sustancia: esa mezcla de carne desmechada y arveja que Triana hoy todavía no ha podido vender. Hace una década, a esta hora del día, Triana ya se había deshecho de un marrano completo.

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En ese entonces, este caluroso tramo de carretera ubicado a las afueras de El Espinal, Tolima, era un nudo en que se encontraban las vías que conectaban a la capital de Colombia con el sur y el occidente del país. Hasta 2010, El Espinal fue el paso obligado de cientos de miles de conductores que viajaban de Bogotá a Neiva, a Florencia, a Ibagué, al Eje Cafetero, a Cali y a Buenaventura.

En septiembre de ese año, el gobierno nacional inauguró una variante de doble calzada que les ahorraba a los viajeros el congestionado paso por las veintiún calles de El Espinal. Y de paso les evitaba la tentación de parar a comer Lechona, el plato típico y el orgullo máximo de la ciudad. Desde entonces, por El Espinal solo pasan los viajeros que van de Bogotá a Neiva o a Florencia, y de vuelta.

Y ahora, la construcción de una nueva carretera que reduciría a la mitad el flujo restante de clientes amenaza con acabar con aquello que los espinalunos insisten en llamar la lechona: "auténtica", "legítima" y "original".

Gracias a esa tira negra de asfalto que se extiende trescientos cincuenta kilómetros hacia el oeste y cuatrocientos hacia el sur del país, la Lechona Tolimense (así, con mayúsculas) emprendió un viaje que la llevó a las cafeterías, a los corrientazos, a los restaurantes de comida típica, a los bazares de barrio y las fiestas de colegio, y a los mercados, supermercados e hipermercados de cadena del país. La lechona ha marcado no solo la salud, sino también el gusto de generaciones de colombianos. Pero Colombia progresa, y el desarrollo ahora está a punto de volver obsoleta la carretera que lleva a El Espinal. Los lechoneros temen que suceda lo mismo con su especialidad.

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Foto: Aitor Sáez | VICE Colombia

* * *

—Aló —contesté unas semanas atrás, en Bogotá, a un número desconocido que llamaba a mi celular.
—Sí. Aló, buenas noches. Qué pena, es que estaba en misa y tengo una llamada perdida de este número —contestó una voz lejana de matrona.
—¿Con quién hablo?
—Con Luz Marina Ospina, mijito.
—¿Usted es La Mona Luz Marina?

Por temas de mercadeo y por esa indiferencia casi folclórica que hay en Colombia hacia la propiedad intelectual, La Mona se convirtió en un nombre casi genérico, en una marca, para las lechonerías de El Espinal. Cuando uno va por la carretera y se aproxima a la ciudad bajo el sol abrasador, ahí uno los ve: los lechoneros, sombrero o pañuelo en mano, van presentando su lechona como "la auténtica de La Mona" o "la original de La Mona" o "La Verdadera Mona". Pero solo Luz Marina Ospina Torres —la señora al teléfono— puede presentarse como la auténtica: la hija mayor de Ofelia Torres, fallecida en 2006 y recordada por ser buena anfitriona, por tener el pelo rubio y por preparar la lechona más rica del pueblo.

"Ochenta y cinco años de tradición", dice el aviso en los delantales blancos que usan los empleados de la Lechonería de La Mona Luz Marina. De las cinco hijas que sobrevivieron a la mona Ofelia, dos, Luz Marina y Miryam, se dedican hoy a vender lechona en El Espinal. El de Luz Marina, claramente, es el puesto más vistoso de la ciudad: tres quioscos con sus lechonas, dos peceras decorativas y un dummy de una chancha coqueta que invita a pasar a la mesa.

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Mientras limpiaba un cuchillo con que podía partir un marrano en dos, agregó: "Tiene que adaptarse uno, ir abriendo el mercado"

Por teléfono, Luz Marina me explicó que el negocio no volvió a ser el mismo luego de que el gobierno inauguró en septiembre de 2010 la Variante Chicoral, un tramo de veintitrés kilómetros de doble calzada que conecta a Girardot e Ibagué sin necesidad de pasar por El Espinal. Visto en una escala más grande: lo que rodea a la lechonería de La Mona Luz Marina, y a los demás negocios de El Espinal, es una concesión de 864.472.000.000 de pesos con la que se construye una carretera que va hasta otro piso térmico.

"A nosotros nos ha ido muy mal desde que hicieron la variante, pero ahora quieren abrir una nueva, y ahí sí nos van a pegar feo", me dijo Luz Marina antes de invitarme a su restaurante a probar su lechona y a hablar más del asunto. Una semana después de esa llamada, sin embargo, ella sufrió una trombosis. Al llegar a su lechonería, el Domingo de Resurrección, Camilo, un tolimense veinteañero encargado del negocio durante la incapacidad de su patrona, se excusó por no poder contestar mis preguntas acerca de la lechona y la carretera:

—Hoy es un día de mucho trabajo aquí. Gracias a Dios, este puesto lo conoce mucha gente—, explicó Camilo. Como todos los empleados del lugar, estaba vestido de blanco de pies a cabeza. Detrás nuestro, los tres quioscos de la lechonería de La Mona Luz Marina se extendían con sus treinta y pico de mesas, pero solo tres estaban ocupadas.

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—Hoy es un día de mucho trabajo, y además me faltó personal—, insistía y señalaba a cuatro mujeres de blanco que esperaban frente a uno de los tres marranos.

Entonces, un carro redujo su velocidad y el encargado salió disparado gritando:
—¡Paola, la pruebita!

Foto: Aitor Sáez | VICE Colombia

La chica que estaba más cerca al marrano tomó un poco de carne en un tenedor y se la pasó a una compañera más ágil que se apuró a llevarla hasta la ventanilla del conductor. Sus colegas de la lechonería de unos metros más adelante, así como los del otro lado de la carretera hicieron lo propio, pero sin relevo ni uniforme.

La de blanco llegó primero, ocupó toda la ventana y el carro se orilló frente a la Lechonería de La Mona Luz Marina.

La gran ironía, y a la vez la gran virtud, del plato típico del departamento arrocero por excelencia de Colombia es que no tiene un solo grano de arroz. "Nosotros somos cultivadores, pero no se lo echamos a la lechona", me dijo la chica ágil mientras les acerca las "pruebitas" a los conductores. Según los lechoneros de El Espinal, el arroz fue algo que los bogotanos le agregamos a la lechona cuando la trajimos a la capital para sacarle más platos a cada marrano. Algo similar dicen los paisas de nuestras empanadas. Quizás ambas cosas sean verdad.

* * *

Donde La Mona Luz Marina la lechona es pura arveja amarilla e hilachas de carne de cerdo. Comienzan a prepararla desde la noche anterior cuando la carne y la arveja se dejan en un adobo que, según los empleados, es "el secreto". A la mañana siguiente mezclan el grano, y la carne es acomodada de la manera más homogénea posible en el interior del marrano previamente destripado. Luego, el marrano reconstruido es cosido con un hilo grueso y entra al horno, donde permanece por cuatro horas. El resultado es una mixtura blanda, grasosa y suculenta que, según un estudio de la Universidad Javeriana de marzo de 2015, tiene unas ochocientas calorías por plato y se deshilacha fácilmente con la ayuda de un tenedor, frecuentemente de plástico blanco.

Como no tiene arroz, esta lechona, la auténtica, puede parecer demasiado sustanciosa, casi hostigante. En uno de aquellos casos en que la imitación triunfa sobre lo original, varios lechoneros espinalunos han fracasado al tratar de vender la "verdadera lechona" en Bogotá.

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—Eso se llama insulso, es como para cortarle el sabor a la lechona un poquito–, me explicó la chica de blanco mientras acomodaba un cubo de gelatina marrón oscura en el plato de icopor. En El Espinal, además de una arepa blanca y blanda que llaman 'orejaeperro' y el pedazo de cuero crocante, un plato de lechona se sirve con esos cubitos de insulso: una especie de pudín dulzón que hace lo que las papas a la francesa hacen por una hamburguesa.

—¿Y con qué lo hacen? —le pregunté

—Con panela rayada, harina, leche y manteca de marrano.

La experiencia completa, que incluyó una merecida pausa para bajar la redundancia del marrano, duró unos 25 minutos, más o menos lo mismo que la Variante Chicoral les ahorra a los viajeros que van de Bogotá a Ibagué.

* * *

Otra parada, otra lechona.

Esta vez en compañía de José J. Medina, el hombre que hace doce años le puso la competencia a Luz Marina justo al otro lado de la carretera. José J., quien ese Domingo de Resurrección vestía una camisa rosada con vivos azules, pidió "una pruebita" para la mesa —si existe la palabra, esta era, según él, una lechona más "arvejuda"— y se sentó a contarme acerca de esa nueva variante que tenía tan asustados a los de al frente.

En septiembre de 2016, como parte de la red de autopistas de cuarta generación, la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) dio inicio a la construcción de otra vía de doble calzada, esta vez entre Girardot y Neiva, la única ruta que hoy mantiene a El Espinal como paso obligado. Así, la carretera actual, sobre la cual se encuentran las lechonerías de José J., de Luz Marina, de Triana y otros seis negocios, seguirán funcionando, pero solo en el sentido Neiva-Girardot.

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"Si con la primera variante yo pasé de vender una lechona al día, a vender una cada cuatro o cinco días, ¿imagínese qué va pasar con la nueva? Ahí sí vamos a quedar es bonitos nosotros", cuenta preocupado Jose J.


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Si todo sale de acuerdo con el cronograma, el tramo de carretera que pasa por El Espinal, o mejor, el que lo esquiva, comenzará a funcionar en octubre de 2018. La existencia de una fecha para el día del juicio ha producido entre los lechoneros una mezcla extraña de resignación cristiana y abandono nihilista.

Entre 2014 y 2015, María Delma, una lechonera 'trozuda' como todos los personajes que rodean el mundo de la lechona formó parte de Asoprotales, una asociación de treinta lechoneros y tamaleros de la zona que, con el apoyo de la gobernación de Tolima, buscaban adquirir la infraestructura necesaria para enlatar sus productos y así compensar la baja en ventas al pie de la carretera.

Pero llegó un nuevo gobernador, y la iniciativa se quedó sin continuidad, así como con las dudas de los propios lechoneros: ¿Tiene sentido comer lechona de lata, sin ver salir la carne y la arveja del marrano tostado? "Al final uno se cansa de botarle tanta energía a algo que nunca termina de verse", recuerda María Delma de esa experiencia. Hoy ella administra la lechonería Junior (11:50 de la mañana, dos mesas ocupadas) y afirma estar esperando a que Dios la ilumine.

"Yo estoy esperando a ver hasta dónde aguantamos", me dijo William Triana junto a su marrano tostado en el parador Mi Tolima (12:13 de la mañana, una mesa ocupada).

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Olga Prada, dueña de la lechonería El Agrado (12:45 de la mañana, ninguna mesa ocupada), dice haber asistido a lo largo de 2016 a unas seis reuniones entre lechoneros y delegados de la ANI. Todos los encuentros, según ella, han terminado "a los gritos como en una plaza de mercado".

Según Olga, los delegados de la ANI les han ofrecido a los lechoneros un subsidio para arrendar un local en otro lugar durante los primeros seis meses tras la inauguración de la nueva carretera. Pero Olga desconfía. Y tiene claro que, al ser en su mayoría vendedores informales que arriendan casetas u ocupan espacios junto a la carretera, los lechoneros tienen poco peso para negociar. "No cuento con nada, mi Dios es todo", me dijo cuando le pregunté por el futuro de su negocio.

Foto: Aitor Sáez | VICE Colombia

Al hablar por teléfono, Luz Marina me contó que en junio de 2016 había asistido a una de las reuniones de socialización. "De allá salí fue agarrada", me dijo. Nunca volvió. Camilo, su empleado, dice que "con la ayuda de Dios" la gente va a seguir viniendo hasta aquí a comprar lechona porque "esta, gracias a Dios, es muy conocida".

Por su parte, José J. Medina, que viste una camisa a la moda y un pantalón curuba, pero habla con el típico acento del lechonero tolimense, resume su predicamento de la siguiente manera: "Eso ya es un hecho. El gobierno es el gobierno y hace sus variantes como le provoca. A lo último uno se cansa de ir allá a fregar, a dar patadas de ahogado. Nunca me preocupé por enriquecerme en toda mi vida, no voy a empezar a sufrir por plata ahora".

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Tras indagar por los planes oficiales de desarrollo que tiene El Espinal ahora que las carreteras lo esquivan, la alcaldía del municipio me contestó lo siguiente en un oficio:

"Estos megaproyectos afortunadamente nos han guiado hacia la búsqueda de estrategias para compensar en lo negativo y proyectarnos en la descentralización de nuestra gastronomía, con el fin, de lograr que el turista pueda llegar a movilizarse hacia nuestro municipio sin importar los diferentes obstáculos. (…) Será una apuesta para el desarrollo, buscando convertirla en una ciudad de encuentro y no de paso".

* * *

El carnicero Víctor Vargas, a quien sus colegas reconocen como el capo del marrano en El Espinal, despacha en uno de los locales más pequeños de la plaza de mercado del pueblo. La gran mayoría de lechonerías son informales. La secretaría de Turismo de El Espinal dice no tener cifras de la cantidad que existen, o existían, allí. Pero Vargas, que en una semana mata entre cien y doscientos marranos, recuerda que antes de la construcción de la primera variante había alrededor de veinticinco puestos de lechona. Ese Domingo de Resurrección en que visité la ciudad conté apenas nueve.

Pero el negocio del carnicero no ha corrido con la misma suerte de los lechoneros. Vargas dice que aquí, en El Espinal, a pesar de todo se sigue matando marranos. Lo único que ha cambiado, según él, es el destino de los difuntos. "Antes la mayoría me los comparaban los lechoneros de acá. Yo llegué a matarles cien en un fin de semana", me explicó Vargas. "Hoy los mando a negocios en Neiva y en Girardot". Luego, mientras limpiaba un cuchillo con que podía partir un marrano en dos, agregó: "Tiene que adaptarse uno, ir abriendo el mercado".

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Le pregunté si nadie en El Espinal ha hecho por la lechona lo que él ha hecho por sus marranos crudos. Al fin y al cabo, la carretera nueva se encuentra a solo quince kilómetros de la entrada del pueblo, razón por la cual la posibilidad de arrancar con los corotos hacia otro lado permanece una parte del encanto de la informalidad.


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—¿Sabe con quién debería hablarse usted?—, sugirió el carnicero. —Con Didier, a ese muchacho le ha ido muy bien allá en la carretera nueva.

Luego de un viaje de cuarenta minutos en moto, veinte por la carretera que se acerca al desuso y otros veinte por la nueva, me encontré con Didier Bonilla Gualaco, el administrador de la lechonería tolimense La Legítima (2:18 de la tarde, siete mesas ocupadas y un bus intermunicipal parqueado frente al marrano). El nombre del negocio es una prueba más, si acaso hacía falta, de la obsesión de los tolimenses por atribuirles a sus lechonas una cualidad única, por decir que son inimitables, únicas en el universo.

Bonilla es un lechonero distinto de los que había conocido hasta ese momento. Para empezar, tiene treinta años; esto quiere decir que es quince o veinte años menor que la mayoría de sus colegas. Dice que no se casará antes de los ochenta. Es un tipo bajito y moreno con rasgos indígenas que no encaja en los dos perfiles de lechonero que había identificado hasta el momento: el de la matrona y el del tipo grande con pinta de ganadero.

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Didier se inició hace cinco años en el mundo de la lechona atrayendo clientes al pie de la carretera para La Mona Luz Marina. De ella, dice, aprendió todo lo que sabe acerca de preparar lechona. Luego se fue a probar suerte con su propio puesto, a pocos metros del de su expatrona, y fracasó al cabo de seis meses. "Estaba en un mal lugar", cuenta en retrospectiva. "Porque era el primer puesto por el que venían los carros, pero estaba en el camino de regreso a Bogotá, es decir, cuando ya se gastaron toda la plata del viaje".

En vista de lo difícil que había resultado competir en el lugar más tradicional para vender lechona, pero quizás ya no el más estratégico, una mañana de noviembre de 2013 Didier amarró un marrano tostado a la parte de atrás de su moto y se fue a probar suerte en la carretera Bogotá-Girardot.

Foto: Aitor Sáez | VICE Colombia

"Me fui sin mesas, sin sillas. Solo había hablado con una señora que tenía un puesto de gaseosas y me dijo que ahí al frente podía poner la lechona", recuerda. Entre tanto, una de sus meseras me sirve un plato de lechona, la cual, para este punto, ya me sabía igual a las anteriores: a la arvejuda, a la de La Mona y a todas las demás.

Hay algo que Didier comparte con los demás lechoneros de la región: no romantiza en exceso su especialidad. Para él casi todas las lechonas que se preparan en la zona, en principio, saben igual: "Todo mundo usa la misma receta, y lo único que cada quien le va cambiando es alguna cosita en el adobo". Eso no significa que aquí no haya lechonas mejores que otras. "Lo buena o fea que esté depende más bien de cuánto tiempo lleve la lechona afuera", asegura. Didier dice haber descifrado que el negocio obedece a un círculo virtuoso, según el cual quien más lechona vende, más lechonas hace y mejor lechona tiene. El ciclo se repite hasta que el lechonero muere.

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O hasta que le construyen al lado una nueva carretera.

Ahora mismo, Didier se encuentra en la parte alta del círculo. Desde aquella mañana en que salió a la autopista Bogotá-Girardot, sin mesa ni sillas, ha consolidado una clientela que le ha permitido comprar "sin escrituras ni nada" la casa en que opera su lechonería. Hoy tiene cuatro empleados —a cada uno le paga treinta mil pesos, más las tres comidas—, y ya le hicieron una oferta para poner otro puesto en el sentido opuesto de la doble calzada. También rehusó aceptar mi dinero cuando me acerque a pagar la cuenta.

* * *

Antes de volver a Bogotá, hice una parada más donde La Mona Luz Marina para comprar una caja de lechona que me encargaron con urgencia. Mientras la chica de blanco empacaba la lechona, las arepas orejaeperro, el cuerito y los cubos de insulso en la caja de icopor, Camilo vino hacia mí y me dio una noticia que sonó tan inverosímil como si el gobierno hubiera decidido desechar el proyecto de la nueva variante. "Acaba de llegar doña Luz Marina", dijo y señaló un carro de vidrios oscurecidos que acaba de detenerse frente al restaurante.

Me acerqué bajo el calor a la ventana entreabierta del pasajero y vi a la matrona tolimense que había imaginado: brazos anchos, boca apretada y pelo rubio lacado y encopetado. La trombosis le había afectado la movilidad del costado izquierdo, y varias almohadas mantenían su cabeza elevada sobre el asiento del pasajero casi completamente reclinado.

Me repitió lo mismo que ya me había dicho todo el mundo: que la primera variante los había fregado y que la nueva los iba a terminar de fregar. Que para qué tantas vías si lo que la gente necesita es "casita". Y que la buena lechona no tiene ningún secreto: solo adobarla con ajo, bastante ajo, que no sean tacaños con el ajo.

Antes de despedirme, le pregunté a Luz Marina Ospina, heredera de una tradición de ochenta y cinco años, si creía que alguien seguiría vendiendo lechona en El Espinal a la vuelta de una década:

—No, no creo. Aquí en diez años no va a quedar nada —contestó llena de amargura.

Wilmer, su hijo, que debe tener una edad cercana de Didier Bonilla y estaba sentado en el asiento del conductor, abrió los ojos. Pero no se atrevió.

—¿Y usted qué piensa, Wilmer? —le pregunté.

—Que sí, que sí va a haber. Esta es una tradición muy vieja en mi familia y tenemos que ver cómo proyectamos el negocio. No la vamos a dejar perder—, contestó. Luego me dijo que él manejaba la página de Facebook de la Lechoneria de La Mona Luz Marina.

Nos despedimos, y ellos siguieron rumbo a Girardot. Lo hicieron por una carretera que, en palabras de Camilo, pocos años antes había estado "hasta las tetas". Era Domingo de Resurrección y, mientras miles de bogotanos atravesaban la misma región para volver a casa luego de las vacaciones de Semana Santa, los herederos de la tradición lechonera avanzaban por una carretera vacía.


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